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– Hace un día precioso, ¿no le parece? -preguntó él cuando se dijo que quizá tendría que darle conversación.

– Sí-asintió Ellie, que caminaba a trompicones bajo el peso del conde-. Pero se está haciendo tarde. ¿Sería posible que fuera un poco más deprisa?

Charles agitó la mano en un gesto exagerado y dijo:

– Ni siquiera yo soy tan canalla de fingir una cojera sólo para disfrutar de las atenciones de una preciosa dama.

– ¡Quiere dejar de mover el brazo! Vamos a perder el equilibrio.

Charles no sabía por qué, quizá sólo era porque todavía estaba ebrio, pero le gustaba cómo hablaba de ellos en primera persona del plural. Había algo en esa señorita Lyndon que lo hacía alegrarse de tenerla al lado. Y no porque creyera que pudiera ser una enemiga temible, sino porque parecía leal, sensata y justa. Y tenía un sentido del humor muy retorcido. El tipo de persona que un hombre querría a su lado cuando necesitaba apoyo.

Volvió la cara hacia ella.

– Huele bien -dijo.

– ¿Qué? -gritó ella.

Y, encima, tomarle el pelo era muy divertido. ¿Se había acordado de añadirlo a la lista de cualidades? Siempre estaba bien rodearse de gente de la que poder reírse. Adquirió una expresión inocente.

– Usted. Que huele bien -repitió.

– Un caballero no dice esas cosas a una dama -respondió ella con remilgo.

– Estoy borracho -respondió él mientras se encogía de hombros sin arrepentimiento-. No sé lo que digo.

Ella entrecerró los ojos llenos de sospecha.

– Tengo la sensación de que sabe exactamente lo que dice.

– Señorita Lyndon, ¿me está acusando de intentar seducirla?

Le parecía imposible, pero ella se sonrojó todavía un poco más. Charles se dijo que ojalá pudiera ver el color de su pelo, que estaba escondido debajo de aquel horrible sombrero. Tenía las cejas rubias, y destacaban todavía más con la cara colorada.

– Deje de tergiversar mis palabras.

– Pero si usted misma las tergiversa de maravilla, señorita Lyndon -cuando ella no respondió, Charles añadió-: Era un cumplido.

Ella aceleró el paso y lo arrastró por el camino de tierra.

– Me desconcierta, milord.

Charles sonrió mientras pensaba lo estupendo que era desconcertar a la señorita Eleanor Lyndon. Se quedó callado unos minutos y, luego, cuando pasaron una curva, preguntó:

– ¿Estamos cerca?

– Creo que debemos ir por la mitad. -Ellie miró hacia el horizonte y vio cómo el sol iba cayendo-. Se está haciendo tarde. Papá me cortará la cabeza.

– Juro sobre la tumba de mi padre… -Charles intentaba parecer serio, pero le entró hipo.

Ellie se volvió hacia él tan deprisa que se golpeó con la nariz en su hombro.

– ¿De qué habla, milord?

– Intentaba… hic… jurarle que no… hic… trato de retenerla de forma deliberada.

Ella arqueó la comisura de los labios.

– No sé por qué le creo -dijo-, pero lo hago.

– Quizá porque mi tobillo parece una pera pasada -se rió él.

– No -respondió ella muy pensativa-. Creo que es mucho mejor persona de lo que quiere que los demás crean.

El se burló diciendo:

– Estoy muy lejos de ser… hic… buena persona.

– Seguro que, en Navidades, dobla el sueldo de sus empleados.

Para mayor irritación de Charles, se sonrojó.

– ¡Aja! -exclamó ella, triunfante-. ¡Lo hace!

– Fomenta la lealtad -murmuró él.

– Les da dinero para que puedan comprar algún regalo para la familia -añadió ella con suavidad. Él gruñó y se volvió.

– Un atardecer precioso, ¿no cree, señorita Lyndon?

– El cambio de tema ha sido algo brusco -respondió ella con una sonrisa cómplice-, pero sí, es muy bonito.

– Es increíble la cantidad de colores que aparecen durante el atardecer -continuó él-. Hay tonos naranjas, rosas y melocotones. Ah. Y un toque de color azafrán allí -señaló hacia el suroeste-. Y lo más sorprendente es que mañana será totalmente distinto.

– ¿Es artista? -preguntó Ellie.

– No -respondió él-. Me gustan los atardeceres.

– Bellfield está detrás de aquella curva -dijo ella.

– ¿Ya?

– Parece decepcionado.

– Supongo que no quiero ir a casa -respondió él.

Suspiró y pensó en lo que le esperaba allí. Un montón de piedras que formaban Wycombe Abbey. Un montón de piedras cuya manutención costaba una fortuna. Una fortuna que se le escaparía entre los dedos en menos de un mes gracias al entrometido de su padre.

Cualquiera diría que la rigidez de George Wycombe para administrar el dinero desaparecería con su muerte, pero no; había encontrado la forma de seguir asfixiando a su hijo desde la tumba. Charles maldijo en voz baja mientras pensaba en la idoneidad de la imagen. Realmente tenía la sensación de que lo estaban asfixiando.

Dentro de exactamente quince días cumpliría los treinta años. Dentro de exactamente quince días, toda su herencia desaparecería. A menos que…

La señorita Lyndon tosió y se quitó una mota de polvo del ojo. Charles la observó con un interés renovado.

A menos que… pensó muy despacio porque no quería que su cerebro, todavía algo aturdido, pasara por alto ningún detalle importante. A menos que, en algún momento de esos quince días, consiguiera casarse.

La señorita Lyndon lo llevó hacia la calle principal de Bellfield y señaló hacia el sur.

– El Bee and Thistle está justo allí. No veo su coche. ¿Lo ha dejado en la parte de atrás?

Charles se dijo que tenía una voz bonita. Tenía una voz bonita, un cerebro bonito, un ingenio bonito y, aunque todavía no sabía de qué color tenía el pelo, tenía las cejas muy bonitas. Y la sensación de estar pegado a ella era preciosa.

Se aclaró la garganta.

– Señorita Lyndon…

– No me diga que ha dejado el coche en otro sitio. -Señorita Lyndon, tengo que decirle una cosa muy importante.

– ¿Tiene peor el tobillo? Sabía que apoyar peso sobre él era una mala idea, pero no sabía de qué otra forma traerlo al pueblo. Un poco de hielo habría…

– ¡Señorita Lyndon! -exclamó Charles.

Consiguió que cerrara la boca.

– ¿Cree que podría aceptar…? -tosió y, de repente, deseó estar más sobrio porque tenía la sensación de que, cuando no estaba borracho, tenía un vocabulario más amplio.

– ¿Lord Billington? -preguntó ella con preocupación.

Al final, Charles acabó soltándolo de golpe.

– ¿Cree que podría aceptar casarse conmigo?

CAPITULO 02

Ellie lo soltó.

Él se cayó al suelo y gritó cuando el tobillo herido se dobló.

– ¡Eso es horrible! -gritó ella.

Charles se rascó la cabeza.

– Me parece que acabo de pedirle que se case conmigo. Ellie contuvo una traidora lágrima que estaba a punto de resbalarle por la mejilla.

– Es muy cruel bromear con algo así.

– No bromeaba.

– Por supuesto que bromeaba -respondió ella intentando reprimir las ganas de darle una patada en la cadera-. He sido muy amable con usted esta tarde.

– Muy amable -repitió él.

– No tenía por qué pararme y ayudarle.

– No -murmuró él-. No tenía que hacerlo.

– Y quiero que sepa que, si quisiera, ya estaría casada. Estoy soltera porque quiero.

– No se me habría ocurrido imaginar lo contrario.

A Ellie le pareció oír una nota de mofa en su voz, y esta vez sí que le dio una patada.

– ¡Maldita sea, mujer! -exclamó Charles-. ¿A qué diablos ha venido eso? Lo digo muy en serio.

– Está ebrio -lo acusó ella.

– Sí-admitió él-, pero nunca le había pedido a ninguna mujer que se casara conmigo.