– Por favor -se burló ella-. Si intenta hacerme creer que se ha enamorado perdidamente de mí a primera vista, deje que le diga que no me lo creo.
– No intento decirle nada de eso -dijo él-. Jamás insultaría su inteligencia de esa forma.
Ellie parpadeó y pensó que quizá acababa de insultar otro aspecto de su persona, aunque no estaba segura de cuál.
– El problema es que… -Charles se detuvo y se aclaró la gar-ganta-. ¿Podemos continuar la conversación en otro sitio? Quizá en algún lugar donde pueda sentarme en una silla y no en el suelo.
Ellie frunció el ceño unos segundos antes de ofrecerle la mano casi por obligación. Todavía no estaba segura de que no se estuviera riendo de ella, pero la forma de tratarlo en aquellos últimos instantes no había sido la correcta y tenía remordimientos. No estaba de acuerdo en pegar a un hombre cuando estaba en el suelo, y menos cuando había sido ella quien lo había dejado caer.
Él aceptó la mano y volvió a levantarse.
– Gracias -dijo muy seco-. Está claro que es una mujer con mucho carácter. Por eso me estoy planteando casarme con usted. Ellie entrecerró los ojos.
– Si no deja de burlarse de mí…
– Creo que ya le he dicho que lo digo muy en serio. Y nunca miento.
– Pues es la mayor mentira que he oído en mi vida -respondió ella.
– Está bien. Nunca miento sobre nada importante.
Ella apoyó las manos en las caderas y dijo:
– Ya.
Él exhaló algo molesto.
– Le aseguro que nunca mentiría sobre algo así. Y debo añadir que ha desarrollado una opinión excesivamente pobre sobre mí. ¿Por qué?
– Lord Billington, ¡le consideran el mayor donjuán de Kent! Lo dice hasta mi cuñado.
– Recuérdame que estrangule a Robert la próxima vez que lo vea -murmuró Charles.
– Y podría perfectamente ser el mayor donjuán de toda Inglaterra, aunque, como hace años que no salgo de Kent, no puedo saberlo, pero…
– Dicen que los donjuanes son los mejores maridos -la interrumpió él.
– Los donjuanes reformados -respondió ella-. Y dudo sinceramente que usted vaya en esa dirección. Además, no pienso casarme con usted.
Él suspiró.
– Me gustaría mucho que lo hiciera.
Ellie lo miró con incredulidad.
– Está loco.
– Estoy perfectamente, se lo aseguro -hizo una mueca-. El loco era mi padre.
De repente, Ellie tuvo una visión de muchos niños locos riendo y retrocedió. Dicen que la locura se lleva en la sangre.
– Por el amor de Dios -murmuró Charles-. No estaba mal de la cabeza. Es que me dejó en un buen aprieto.
– No entiendo qué tiene que ver todo eso conmigo.
– Todo -respondió él con misterio.
Ellie retrocedió un poco más porque decidió que Billington no es que estuviera loco, es que estaba de manicomio.
– Si me disculpa -se apresuró a decir-, será mejor que me vaya a casa. Estoy segura de que desde aquí podrá continuar usted solo. Su coche… Usted dijo que estaba en la parte de atrás. Debería poder…
– Señorita Lyndon -dijo él, muy seco.
Ella se detuvo de golpe.
– Tengo que casarme -le dijo sin tapujos-, y tengo que hacerlo en los próximos quince días. No tengo otra opción.
– No creo que usted haga algo contrario a sus propósitos.
Charles la ignoró.
– Si no me caso, perderé mi herencia. Hasta el último penique -esbozó una amarga sonrisa-. Sólo me quedará Wycombe Abbey, y créame cuando le digo que ese montón de piedras no tardarán en caer al suelo si no dispongo de los fondos para mantenerlo.
– Nunca había oído hablar de una situación como ésta -dijo Ellie.
– No es tan extraña.
– Pues, si me lo permite, a mí me parece extrañamente estúpida.
– Sobre eso, señora, estamos totalmente de acuerdo.
Ellie retorció un pedazo de tela marrón del vestido entre los dedos mientras sopesaba aquellas palabras.
– No entiendo por qué cree que soy la indicada para ayudarle -dijo ella al final-. Estoy segura de que podría encontrar una esposa perfecta en Londres. ¿No lo llaman «El Mercado Marital»? Seguro que allí lo consideran todo un partido.
Él dibujó una irónica sonrisa.
– Por sus palabras, parece que sea un pescado.
Ellie lo miró y contuvo la respiración. Era terriblemente apuesto y profundamente encantador, y ella sabía que no era inmune a esas cualidades.
– No -admitió ella-. Un pescado, no.
Él se encogió de hombros.
– He estado ignorando lo inevitable. Lo sé. Pero entonces llega y cae en mi vida en el momento más desesperado de…
– Disculpe, pero creo que ha sido usted quien ha caído en mi vida.
Él chasqueó la lengua.
– ¿He mencionado que, además, es usted muy divertida? Y me he dicho: «Bueno, lo hará tan bien como cualquiera» y…
– Si lo que pretende es cortejarme -dijo Ellie con cierta acidez-, no lo está consiguiendo.
– Mejor que cualquiera -corrigió él-. De veras. Es la primera mujer que conozco que creo que podría soportar -aunque Charles tenía claro que no pretendía dedicarse en cuerpo y alma a su esposa. De ella sólo necesitaría su nombre en el certificado de matrimonio. Y, bueno, puesto que tendría que pasar cierto tiempo con ella, más valía que fuera alguien decente. La señorita Lyndon parecía cumplir perfectamente con todos los requisitos.
Y, en silencio añadió para sí mismo, en algún momento tendría que tener un heredero. Sería mejor que encontrara a alguien con un poco de cerebro en la cabeza. No querría tener una descendencia estúpida. Volvió a mirarla. Lo estaba observando con suspicacia. Sí, era de las listas.
Había algo realmente atractivo en ella. Tenía la sensación de que el proceso de fabricar ese heredero sería tan placentero como el resultado. Le ofreció una reverencia, aunque se sujetó a su codo para no caer al suelo.
– ¿Qué dice, señorita Lyndon? ¿Nos lanzamos?
– ¿Nos lanzamos? -Ellie se rió. No era la proposición de sus sueños.
– Sí, estas cosas se me dan un poco mal. La verdad, señorita Lyndon, es que si un hombre tiene que encontrar esposa, es mejor que sea alguien que le guste. Tendríamos que pasar algún tiempo juntos, ya sabe.
Ella lo miró con incredulidad. ¿Tan borracho estaba? Se aclaró la garganta varias veces mientras intentaba encontrar las palabras adecuadas. Al final, dijo:
– ¿Intenta decir que le gusto?
Él sonrió de forma muy seductora.
– Mucho.
– Tendré que pensármelo.
Él inclinó la cabeza.
– No quisiera casarme con alguien capaz de tomar una decisión como ésta en un segundo.
– Seguramente, necesitaré varios días.
– No demasiados, espero. Sólo tengo quince días antes de que mi odioso primo Phillip ponga sus asquerosas manos en mi dinero.
– Debo advertirle que, casi con toda seguridad, mi respuesta será que no.
El no dijo nada. Ellie tuvo la desagradable sensación de que ya estaba pensando a quién acudir si ella lo rechazaba. Al cabo de unos instantes, Charles dijo:
– ¿Quiere que la acompañe a su casa?
– No es necesario. Vivo muy cerca. ¿Podrá arreglárselas solo?
El asintió.
– Señorita Lyndon.
Ella hizo una pequeña reverencia.
– Lord Billington -y luego se volvió y se marchó, y esperó a estar fuera del campo de visión del conde para dejarse caer contra la pared de un edificio y, si alguien le leía los labios, sabría que había dicho: «¡Dios mío!»
El reverendo Lyndon no toleraba que sus hijas pronunciaran el nombre del Señor en vano, pero Ellie estaba tan sorprendida por la propuesta de Billington que todavía seguía murmurando «Dios mío» cuando cruzó el umbral de su casa.
– Ese lenguaje es absolutamente indecoroso en una joven, aunque ya no sea tan joven -dijo una voz de mujer.
Ellie refunfuñó. En cuanto a las normas morales, sólo había una persona peor que su padre: su prometida, la recién enviudada Sally Foxglove. La joven dibujó una sonrisa forzada mientras intentaba ir directa a su habitación.