Al día siguiente Ellie ya tenía un plan. No estaba tan desamparada como a la señora Foxglove le gustaría creer. Tenía algo de dinero ahorrado. No era mucho, pero bastaría para mantener a una mujer de gusto modesto y naturaleza frugal.
Lo había puesto en un banco hacía años, pero los escasos intereses no la acabaron de satisfacer, de modo que empezó a leer el London Times y a fijarse en las noticias que hablaban del mundo de los negocios y el comercio. Cuando sintió que sabía lo suficiente del mercado, acudió a un abogado para que le gestionara el dinero. Por supuesto, tuvo que hacerlo en nombre de su padre. Ningún abogado gestionaría el dinero de una joven, y menos el de una que invertía sin el conocimiento de su padre. Así que fue a una ciudad lejos de Bellfield, encontró al señor Tibbett, un abogado que no conocía al reverendo Lyndon, y le dijo que su padre era un ermitaño. El señor Tibbett trabajaba con un inversor de Londres y el dinero de Ellie empezó a multiplicarse.
Había llegado la hora de recuperarlo. No tenía otra opción. Vivir con la señora Foxglove como madrastra sería intolerable. El dinero le bastaría para sobrevivir hasta que su hermana Victoria regresara de sus largas vacaciones en el continente. El nuevo marido de Victoria era un conde muy adinerado y Ellie estaba segura de que, entre los dos, podrían ayudarla a buscarse un buen puesto en la sociedad, como institutriz o dama de compañía.
Se subió a un carruaje público hasta Faversham, fue hasta las oficinas de Tibbett & Hurley y esperó su turno para ver al señor Tibbett. Al cabo de diez minutos, la secretaria la hizo pasar.
El señor Tibbett, un hombre corpulento con un gran bigote, se levantó cuando la vio entrar.
– Buenos días, señorita Lyndon -dijo-. ¿Ha venido con más instrucciones de su padre? Debo admitir que es un placer hacer negocios con un hombre que presta tanta atención a sus inversiones.
Ellie dibujó una sonrisa forzada porque odiaba que su padre se llevara el mérito por su visión en los negocios, pero sabía que tenía que ser así.
– No exactamente, señor Tibbett. He venido a retirar parte de mis fondos. Para ser precisos, la mitad. -Ellie no estaba segura de cuánto costaría alquilar una casa en una zona respetable de Londres, pero tenía casi trescientas libras ahorradas y creía que con ciento cincuenta tendría de sobra.
– Perfecto -asintió el señor Tibbett-. Sólo necesitaré que su padre venga aquí en persona para retirar los fondos.
Ellie se quedó sin aire.
– ¿Cómo dice?
– En Tibbett & Hurley, nos congratulamos de ser muy escrupulosos. No puedo entregarle el dinero a nadie más. Sólo a su padre.
– Pero si llevo años haciendo negocios con usted -protestó Ellie-. ¡Mi nombre aparece en la cuenta como co-inversora!
– Co-inversora, eso es. Su padre es el titular.
La joven tragó saliva con fuerza.
– Mi padre es un ermitaño. Ya lo sabe. Nunca sale de casa. ¿Cómo voy a hacerlo venir?
El señor Tibbett se encogió de hombros.
– Estaré encantado de visitarlo personalmente.
– No, imposible -dijo Ellie, consciente de que le empezaba a temblar la voz-. Se pone muy nervioso con los extraños. Muy nervioso. El corazón, ya sabe. No podría arriesgarme.
– Entonces, necesitaré instrucciones por escrito con su firma.
Ellie respiró tranquila. Podía falsificar la firma de su padre hasta dormida.
– Y que otro ciudadano responsable sea testigo de la operación -el señor Tibbett entrecerró los ojos-. Usted no sirve como testigo.
– Está bien, ya encontraré…
– Conozco al juez de Bellfield. Quizá puede proponerle que actúe de testigo.
A Ellie se le paró el corazón. Ella también conocía al juez y sabía que sería imposible conseguir que firmara ese documento vital a menos que realmente hubiera visto cómo su padre lo escribía.
– Muy bien, señor Tibbett -dijo con la voz algo ahogada-. Veré… Veré qué puedo hacer.
Salió de la oficina y se tapó la cara con un pañuelo para ocultar las lágrimas de frustración. Se sentía como un animal acorralado. No podría sacar el dinero, y Victoria todavía tardaría varios meses en regresar del continente. Suponía que podría pedir ayuda al suegro de Victoria, el marqués de Castleford, pero no estaba segura de si se alegraría más de su presencia que la señora Foxglove. El marqués no aprobaba a Victoria, y Ellie se imaginaba qué sentiría hacia su hermana.
Caminó sin rumbo por Faversham mientras intentaba poner en orden sus pensamientos. Siempre se había considerado una mujer práctica, una mujer que podía confiar en su cerebro ágil y su ingenio ávido. Nunca había soñado verse en una situación de la que no pudiera salir con su labia.
Y ahora estaba en Faversham, a veinte kilómetros de una casa a la que ni siquiera quería volver. Sin más opciones que…
Ellie meneó la cabeza. No iba a plantearse aceptar la oferta del conde de Billington. Recordó la cara de Sally Foxglove. Y luego esa misma horrible cara empezó a hablar de chimeneas y solteras que deberían entrar y mostrarse agradecidas por esto y lo otro. La opción del conde parecía mejor a cada segundo.
Aunque tenía que reconocer que nunca le había parecido mal, si tomaba la palabra «parecer» en su sentido literal. Era muy apuesto y Ellie tenía la sensación de que él lo sabía. Razonó y se dijo que aquello le restaba puntos. Seguramente, sería engreído. Probablemente, tendría muchas amantes. Imaginaba que al conde no le costaba nada ganarse las atenciones de todo tipo de mujeres, las respetables y las otras.
– ¡Ja! -exclamó en voz alta, y luego miró a su alrededor por si alguien la había oído. El condenado seguro que tenía que quitárselas de encima con un palo. No quería tener a un marido con ese tipo de «problemas».
Aunque no era como si estuviera enamorada de él. Quizá podría acostumbrarse a la idea de un marido infiel. Iba en contra de todo en lo que ella creía, pero la alternativa era pasarse la vida con Sally Foxglove, algo demasiado aterrador para planteárselo.
Se quedó pensando mientras golpeaba el suelo con los dedos de los pies. Wycombe Abbey no estaba tan lejos. Si no recordaba mal, estaba situada al norte de la costa de Kent, a uno o dos kilómetros de allí. Podría ir a pie. No iba a aceptar la propuesta del conde de entrada, pero quizá podrían hablarlo un poco más. Quizá podrían llegar a un acuerdo que satisficiera a ambos.
Una vez tomada la decisión, Ellie levantó la barbilla y empezó a caminar hacia el norte. Intentó entretenerse calculando cuántos pasos había hasta el siguiente punto de referencia. Cincuenta pasos hasta el árbol grande. Setenta y dos hasta la casa abandonada. Cuarenta hasta…
¡Maldición! ¿Había sido una gota? Ellie se secó el agua de la nariz y miró hacia arriba. El cielo se estaba tapando y, si no fuera una mujer tan práctica, juraría que las nubes se estaban acumulando justo encima de su cabeza.
Emitió un sonido que sólo podría definirse como un gruñido y siguió caminando al tiempo que intentaba no maldecir cuando le cayó otra gota en la mejilla. Luego otra le mojó el hombro, y luego otra, y otra…
Ellie alzó el puño hacia el cielo.
– Alguien de allí arriba está muy enfadado conmigo -gritó-, ¡y quiero saber por qué!
El cielo desató su furia y, a los pocos segundos, ya estaba calada hasta los huesos.
– Recuérdame que nunca más vuelva a cuestionar tus propósitos, Señor -murmuró algo enfadada, lejos de la joven temerosa de Dios que su padre siempre había querido que fuera-. Está claro que no te gusta que dude de tus decisiones.
Cayó un relámpago y, segundos después, oyó el estruendo de un trueno. Ellie dio un buen salto. ¿Qué le había dicho el marido de su hermana hacía tantos años? ¿Cuánto más seguidos van relámpago y trueno, más cerca está la tormenta? Robert siempre había tenido aptitudes científicas y, en esos asuntos, Ellie le creía.