– Cecil Wycombe.
Ellie se volvió hacia Charles.
– ¿Tu primo?
– El mismo -respondió él-. ¿No es la pura imagen de la devoción filial? También hace trampas a las cartas.
– ¿Qué crees que puedes ganar con esto? -preguntó Ellie a Cecil. Colocó los brazos en jarra, con la esperanza de que no se diera cuenta de que no la había atado-. Ni siquiera eres el siguiente en la línea de sucesión.
– Ha matado a Phillip -respondió Charles con voz neutra.
– Tú. Condesa -ladró Cecil-. Siéntate en la cama hasta que terminemos esta mano.
Ellie abrió la boca. ¿Quería seguir jugando a cartas? Movida básicamente por la sorpresa, se dirigió dócilmente hasta la cama y se sentó. Cecil le repartió una carta a Charles y levantó una esquina para que éste pudiera verla.
– ¿Quieres otra? -le preguntó.
El conde asintió.
Ellie aprovechó el tiempo para analizar la situación. Obviamente, Cecil no la consideraba una amenaza, porque ni siquiera se había molestado en atarle las manos antes de mandarla sentarse. Por supuesto, tenía una pistola en una mano, y ella tenía la impresión de que no dudaría en utilizarla contra ella si hacía algún movimiento en falso. Y luego estaban los dos tipos corpulentos, que estaban en la puerta con los brazos cruzados mientras observaban la partida de cartas con expresiones de irritación.
Sin embargo, los hombres podían ser unos idiotas. Siempre subestimaban a las mujeres.
En un momento en que Cecil estaba ocupado con las cartas, las miradas de Ellie y Charles se cruzaron, y ella la dirigió hacia la ventana, intentando hacerle saber que había traído refuerzos.
Aunque luego no pudo evitar preguntar:
– ¿Por qué estáis jugando a cartas?
– Estaba aburrido -respondió Cecil-. Y has tardado más en llegar de lo que pensaba.
– Y ahora tenemos que seguir jugando -le explicó Charles-, porque se niega a parar mientras gane yo.
– ¿No habías dicho que hacía trampas?
– Sí, pero no sabe.
– Ignoraré el comentario -dijo Cecil-, puesto que voy a matarte más tarde. Me parece justo. ¿Quieres otra carta? Charles meneó la cabeza. -Me planto.
Cecil giró sus cartas, y luego las de Charles. -¡Maldición! -maldijo.
– Vuelvo a ganar -dijo Charles con una sonrisa despreocupada.
Ellie se fijó en que uno de los hombres de la puerta ponía los ojos en blanco.
– Veamos -fantaseó Charles-. ¿Cuánto me deberías a estas alturas? Si no fueras a matarme, claro.
– Por desgracia para ti, eso no es discutible -dijo Cecil en un tono malicioso-. Y ahora cállate mientras barajo las cartas.
– ¿Podemos terminar con esto? -preguntó uno de los hombres fornidos-. Sólo nos paga un día.
– ¡Cállate! -gritó Cecil sacudiendo todo el cuerpo con la fuerza de la orden-. Estoy jugando a cartas.
– Nunca me ha ganado a nada -informó Charles al hombre mientras se encogía de hombros. -Juegos, caza, cartas, mujeres. Imagino que quiere hacerlo una vez antes de que muera.
Ellie se mordió el labio inferior, intentando decidir cómo sacar provecho de la situación. Podía tratar de disparar a Cecil, pero dudaba que pudiera sacar una de las pistolas antes de que sus esbirros la detuvieran. Nunca había sido demasiado atlética y hacía tiempo que había aprendido a confiar más en su ingenio que en su fuerza o su velocidad.
Miró a los dos tipos, que ahora parecían muy irritados con Cecil. Se preguntó cuánto les habría pagado. Seguro que mucho, para convencerlos de aquella estupidez.
Pero ella podía pagarles más.
– ¡Tengo que ir al servicio! -gritó.
– Aguántate -ordenó Cecil al tiempo que giraba las cartas-. ¡Maldita sea!
– He vuelto a ganar -dijo Charles.
– ¡Deja de decir eso!
– Pero es verdad.
– ¡He dicho que te calles! -Cecil agitó la pistola en el aire. Charles, Ellie y los dos hombres se agacharon, pero, por suerte, no se disparó ninguna bala. Uno de los tipos murmuró algo que parecía ofensivo hacia su jefe.
– Realmente necesito un momento de privacidad -repitió Ellie con una voz estridente.
– ¡Te he dicho que te aguantes, zorra!
Ella contuvo la respiración.
– No le hables así a mi mujer -espetó Charles.
– Señor -dijo Ellie, deseando no estar tentando demasiado a la suerte-, está claro que no tienes mujer porque, de ser así, te darías cuentas de que las mujeres somos un poco más… delicadas… que los hombres en algunos aspectos, y de que soy incapaz de hacer lo que me pides.
– Yo la dejaría ir -le aconsejó Charles.
– Por el amor de Dios -dijo su primo entre dientes-. ¡Baxter! Llévatela fuera y que haga sus cosas.
Ellie se puso de pie y siguió a Baxter hacia fuera. En cuanto estuvieron lejos de Cecil, ella le susurró:
– ¿Cuánto te paga?
Él le lanzó una astuta mirada.
– ¿Cuánto? -insistió ella-. Lo doblaré. No, lo triplicaré. Miró hacia la puerta y gritó:
– ¡Deprisa! -pero, con la cabeza, le indicó que lo siguiera fuera.
Ellie lo siguió mientras susurraba:
– Cecil es idiota. Apuesto a que os engaña cuando nos hayáis matado. Además, ¿te ha doblado la oferta por tener que secuestrarme? ¿No? Pues eso no es justo.
– Tiene razón -dijo Baxter-. Debería haberme dado el doble. Sólo me ha prometido pagarme por el secuestro del conde.
– Te daré cincuenta libras si te pones de mi lado y me ayudas a liberar al conde.
– ¿Y si no lo hago?
– Entonces, tendrás que arriesgarte a descubrir si Cecil te paga o no. Pero, por lo que he visto en esa mesa, vas a terminar con los bolsillos vacíos.
– De acuerdo -asintió Baxter-, pero primero quiero ver el dinero.
– No lo tengo aquí.
Él puso un gesto amenazador.
– No esperaba que me secuestraran -dijo Ellie hablando muy deprisa-. ¿Por qué iba a llevar tanto dinero encima?
Baxter la miró fijamente.
– Tienes mi palabra -dijo ella.
– De acuerdo, pero, si me engaña, juro que le cortaré el pescuezo mientras duerma.
Ellie se estremeció, porque no tenía ninguna duda de que lo haría. Levantó una mano, un gesto que había acordado con Helen y Leavey para decirles que todo estaba bien. No los veía, pero se suponía que la habían seguido. No quería que entraran en la casa y atacaran a Baxter.
– ¿Qué hace? -le preguntó el hombre.
– Nada. Me aparto el pelo de la cara. Hace mucho viento.
– Tenemos que volver.
– Sí, claro. No queremos que Cecil sospeche -dijo Ellie-. Pero ¿qué vas a hacer? ¿Cuál es tu plan?
– No puedo hacer nada hasta que no hable con Riley. Tiene que saber que nos hemos cambiado de bando. -Baxter entrecerró los ojos-. A él también le dará cincuenta libras, ¿verdad?
– Por supuesto -añadió Ellie enseguida, dando por sentado que Riley era el otro matón que vigilaba la puerta.
– Muy bien. Hablaré con él en cuanto podamos quedarnos a solas y después pasaremos a la acción.
– Sí, pero… -Ellie quería decirle que necesitaban una estrategia, un plan, pero Baxter ya la estaba arrastrando hacia la casa. La metió en la habitación de un empujón y ella se tambaleó hasta la cama-. Ahora ya me encuentro mucho mejor -anunció.
Cecil gruñó algo acerca de que le daba igual, pero Charles la miró con dulzura. Ellie le ofreció una rápida sonrisa antes de mirar a Baxter, mientras intentaba recordarle que tenía que hablar con Riley.
Sin embargo, éste tenía otros planes.
– Yo también tengo que ir -anunció, y salió fuera. Ellie miró a Baxter, pero éste no siguió a su amigo. Quizá pensaba que parecería demasiado sospechoso que saliera al cabo de tan poco tiempo de haber vuelto con Ellie.
Sin embargo, al cabo de uno o dos minutos, oyeron unos golpes muy fuertes fuera de la casa. Todos se levantaron, excepto Charles, que seguía atado, y Baxter, que ya estaba de pie.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó Cecil.