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Echó a correr. Pero después, cuando sus pulmones amenazaron con estallar, aminoró el ritmo hasta un suave trote. Sin embargo, después de uno o dos minutos, decidió caminar deprisa. Al fin y al cabo, no se iba a mojar más de lo que ya estaba.

Volvió a oír otro trueno y saltó, tropezó con la raíz de un árbol y cayó al barro.

– ¡Maldición! -gruñó, en lo que suponía el primer uso de dicha palabra en su vida. Sin embargo, si había algún momento idóneo para empezar a maldecir, era ése.

Se levantó y miró hacia el cielo, con la lluvia mojándole la cara. El sombrero le cayó encima de los ojos y no la dejaba ver. Se lo quitó, miró hacia arriba y gritó:

– ¡No me hace gracia!

Más relámpagos.

– Todos están contra mí -murmuró mientras empezaba a notarse algo irracional-. Todos -su padre, Sally Foxglove, el señor Tibbett, quienquiera que controlara el tiempo…

Más truenos.

Ellie apretó los dientes y siguió caminando. Al final, el viejo e imponente edificio de piedra apareció en el horizonte. Nunca había visto Wycombe Abbey, pero había visto un retrato a lápiz y tinta en venta en Bellfield. Se tranquilizó un poco, caminó hasta la puerta y llamó.

Un criado con librea abrió la puerta y la miró de forma extremadamente condescendiente.

– Ve… vengo a ver a… al conde -dijo Ellie, con los dientes repiqueteando de frío.

– A los criados los recibe el ama de llaves -respondió el mayordomo-. Vaya por la puerta de atrás.

Empezó a cerrar la puerta, pero la joven consiguió evitarlo metiendo el pie en el umbral.

– ¡Nooo! -gritó, porque tenía la impresión de que, si le cerraban la puerta en la cara, acabaría condenada de por vida a gachas frías y chimeneas sucias.

– Señora, quite el pie.

– Ni muerta -respondió Ellie mientras apartaba la puerta con el codo y el hombro-. Veré al conde y…

– El conde no trata con las de su clase.

– ¿Mi clase? -exclamó ella. Aquello sobrepasaba lo intolerable. Tenía frío, estaba empapada, no podía sacar un dinero que era suyo y encima un presuntuoso mayordomo la llamaba prostituta-. ¡Déjeme entrar ahora mismo! Está diluviando.

– Ya lo veo.

– Desalmado -susurró ella-. Cuando vea al conde, le diré…

– Rosejack, ¿qué diablos es todo esto?

Ellie estuvo a punto de derretirse de alivio cuando oyó la voz de Billington. De hecho, lo habría hecho si no estuviera segura de que cualquier muestra de relajación por su parte acabaría con el mayordomo cerrándole la puerta en las narices y dejándola en la calle.

– Hay una criatura en la puerta -respondió Rosejack-. No quiere irse.

– Soy una mujer, ¡cretino! -Ellie se sirvió del puño que había conseguido deslizar al otro lado de la puerta para darle un golpe en la cabeza.

– Por el amor de Dios -dijo Charles-. Abre la puerta y déjala pasar.

Rosejack abrió la puerta del todo y Ellie cayó al suelo sintiéndose como una rata mojada en medio de un entorno tan esplendoroso. Los suelos estaban llenos de preciosas alfombras, en la pared había un cuadro que habría jurado que era de Rembrandt y el jarrón que había tirado cuando se había caído… Bueno, tenía el presentimiento de que era importado de China.

Levantó la cabeza mientras intentaba apartarse los mechones mojados de la cara. Charles estaba muy guapo, parecía divertido y desagradablemente seco.

– ¿Milord? -dijo ella, casi sin aliento y sin voz. No parecía ella, porque sus discusiones con Dios y el mayordomo le habían dejado una voz rasposa y ronca.

El conde parpadeó mientras la miraba.

– Disculpe, señora -dijo-. ¿Nos conocemos?

CAPITULO 03

Ellie nunca había sido una chica de carácter fuerte. Sí, como su padre solía decir, hablaba mucho, pero era una chica sensible y sensata que no gritaba ni se enrabietaba.

Sin embargo, ese aspecto de su personalidad no apareció en Wycombe Abbey.

– ¿Qué? -gritó mientras se levantaba-. ¡Cómo se atreve! -exclamó mientras se abalanzaba sobre Billington, que empezó a retroceder muy despacio debido a la herida y al bastón-. ¡Será desalmado! -chilló, mientras lo empujaba y caía al suelo con él.

Charles gruñó.

– Si me ha empujado -dijo-, debe de ser la señorita Lyndon.

– Por supuesto que soy la señorita Lyndon -gritó ella-. ¿Quién iba a ser, si no?

– Debo señalar que no parece usted.

Aquello provocó que Ellie hiciera una pausa. Estaba segura de que se parecía bastante a una rata empapada, con la ropa llena de barro y el sombrero… Miró a su alrededor. ¿Dónde diablos estaba el sombrero?

– ¿Ha perdido algo? -le preguntó Charles.

– Mi sombrero -respondió Ellie que, de repente, se sentía muy avergonzada.

Él sonrió.

– Me gusta más sin sombrero. Me preguntaba de qué color era su pelo.

– Es rojo -respondió ella, que se dijo que aquello tenía que ser la indignidad total. Odiaba su pelo; siempre lo había odiado.

Charles tosió para camuflar otra sonrisa. Ellie estaba rebozada de barro, hecha una furia y él no recordaba la última vez que se había divertido tanto. Bueno, sí que lo recordaba. El día anterior, para ser exactos, cuando había caído de un árbol y había tenido la buena suerte de aterrizar encima de ella.

Ellie alargó la mano para apartarse un mechón mojado y pegajoso de la cara, lo que provocó que el húmedo vestido se le pegara al cuerpo. La piel de Charles se encendió.

«Sí -pensó-. Sería una esposa perfecta.»

– ¿Milord? -preguntó el mayordomo mientras se agachaba para ayudar al conde a levantarse-. ¿Conocemos a esta persona?

– Me temo que sí -respondió Charles, lo que le valió una mordaz mirada de Ellie-. Por lo visto, la señorita Lyndon ha tenido un día complicado. Quizá podríamos ofrecerle un té y… -la miró con recelo- una toalla.

– Se lo agradecería -respondió Ellie con recato.

El conde la miró mientras se levantaba.

– Confío en que haya estado reconsiderando mi proposición. Rosejack se detuvo en seco y se volvió.

– ¿Proposición? -exclamó.

Charles sonrió.

– Sí, Rosejack. Espero que la señorita Lyndon me conceda el honor de ser mi mujer.

El mayordomo palideció. Ellie lo miró con una mueca.

– Me ha sorprendido la tormenta -dijo, aunque luego pensó que era más que obvio-. Normalmente estoy un poco más presentable.

– La ha sorprendido la tormenta -repitió Charles-. Y doy fe de que normalmente está mucho más presentable. Te aseguro que será una excelente condesa.

– Todavía no he aceptado -murmuró Ellie.

Parecía que Rosejack fuera a desmayarse en cualquier momento.

– Aceptará -dijo Charles con una sonrisa cómplice.

– ¿Cómo puede…?

– ¿Por qué otro motivo habría venido, si no? -la interrumpió él. Se volvió hacia el mayordomo-. Rosejack, el té, por favor. Y no te olvides de la toalla. O mejor trae dos -bajó la mirada hasta los charcos que Ellie estaba dejando en el suelo de madera y volvió a mirar al criado-. Será mejor que traigas varias.

– No he venido a aceptar su proposición -dijo Ellie-. Sólo quería comentar algunas cosas con usted. He…

– Claro, querida -murmuró Charles-. ¿Quiere seguirme hasta el salón? Le ofrecería el brazo, pero me temo que estos días no puedo ofrecer mucha estabilidad -señaló el bastón.

Ellie exhaló con frustración y lo siguió hasta un salón cercano. Estaba decorado en tonos crema y azul y ella no se atrevía a sentarse en ningún sitio.

– No creo que las toallas sean suficientes, milord -dijo. Ni siquiera se atrevía a pisar la alfombra. No con la cantidad de agua que goteaba del vestido.

Charles la observó detenidamente.

– Creo que tiene razón. ¿Le gustaría cambiarse de ropa? Mi hermana está casada y ahora vive en Surrey, pero todavía tiene algunos vestidos aquí. Creo que le irán bien.