– Varios hombres de más de sesenta años, uno de menos de dieciséis y uno que es tonto.
Charles no pudo evitarlo. Se echó a reír.
– ¡No me hace gracia! -exclamó Ellie-. Y ni siquiera he mencionado al que pegaba a su primera mujer.
Él se puso serio al instante.
– No se casará con alguien que le pegue.
Ellie se quedó boquiabierta. Parecía casi como si fuera suya. Qué extraño.
– Le aseguro que no lo haré. Si me caso, escogeré con quién. Y me temo, milord, que, de todas mis opciones, usted parece el mejor partido.
– Me halaga -farfulló él.
– Pensaba que no tendría que casarme con usted. Charles frunció el ceño porque creía que no tenía por qué estar tan resignada.
– Tengo dinero -continuó ella-. El suficiente para sobrevivir durante un tiempo. Al menos, hasta que mi hermana y su marido regresen de sus vacaciones.
– ¿Qué será…?
– Dentro de tres meses -respondió Ellie-. O quizá un poco más tarde. Su hijo tiene un pequeño problema respiratorio y el médico les ha dicho que un clima más cálido le iría bien.
– Espero que no sea nada grave.
– No -respondió Ellie, reforzando la respuesta con un movimiento de cabeza-. Es una de esas cosas que se superan. Pero me temo que sigo sin opciones.
– No la entiendo -dijo Charles.
– El abogado no quiere darme el dinero. -Ellie le relató los acontecimientos del día, aunque obvió su indigna discusión con el cielo. Ese hombre no tenía por qué saberlo todo de ella. Era mejor no decir nada que pudiera hacerlo creer que estaba trastornada.
Charles se quedó sentado sin decir nada y jugueteando con los dedos mientras la escuchaba.
– ¿Qué es exactamente lo que quiere que haga por usted? -le preguntó cuando ella terminó.
– En un mundo ideal, me gustaría que fuera al despacho del abogado en mi nombre y le pidiera que le dejara sacar mi dinero -respondió ella-. Entonces, podría vivir tranquilamente en Londres y esperar a mi hermana.
– ¿Y no casarse conmigo? -preguntó él, con una sonrisa cómplice.
– No va a pasar, ¿verdad?
Él meneó la cabeza.
– Quizá podría casarme con usted, usted saca mi dinero y, una vez que se haya asegurado la herencia, podríamos obtener la anulación… -intentó parecer convincente, pero sus palabras quedaron en el aire cuando vio que él meneaba la cabeza.
– Este planteamiento presenta dos problemas -dijo.
– ¿Dos? -repitió ella. Quizá habría podido solucionar uno, pero ¿dos? Lo dudaba.
– El testamento de mi padre plantea específicamente la posibilidad de un matrimonio de conveniencia únicamente para conseguir la herencia. Si solicitara la anulación, lo perdería todo, y el dinero iría a Parar a manos de mi primo.
A Ellie se le detuvo el corazón.
– Y, en segundo lugar -continuó él-, una anulación implicaría que no habríamos consumado el matrimonio. Ellie tragó saliva.
– Yo no veo ningún problema en eso.
Él se inclinó hacia delante.
– ¿De veras? -preguntó con suavidad.
A ella no le gustaba el brinco que le había dado el corazón. El conde era demasiado atractivo para su bien…, demasiado atractivo para el bien de ella.
– Si nos casamos -dijo Ellie, ansiosa por cambiar de tema-, tendrá que sacar mi dinero por mí. ¿Puede hacerlo? Porque, si no, no me casaré con usted.
– Podré proporcionarle lo que quiera sin necesidad de ese dinero -dijo Charles.
– Pero es mío, y he trabajado muy duro. No pienso dejar que se pudra en las manos de Tibbett.
– Claro que no -farfulló el conde, como si estuviera haciendo un gran esfuerzo por no reír.
– Es por principios.
– Y lo que le importa son los principios, ¿verdad?
– Absolutamente -hizo una pausa-. Aunque está claro que los principios no dan de comer. Si no, no estaría aquí.
– Muy bien. Conseguiré su dinero. No será demasiado difícil.
– Para usted, quizá no -farfulló Ellie algo contrariada-. Pero yo ni siquiera he logrado que ese hombre admita que soy más inteligente que una oveja.
Charles se rió.
– No tema, señorita Lyndon. Yo no cometeré el mismo error.
– Y ese dinero será mío -insistió Ellie-. Sé que cuando nos casemos, todas mis propiedades, por escasas que sean, serán suyas, pero me gustaría disponer de una cuenta aparte a mi nombre.
– Hecho.
– ¿Y se asegurará de que el banco sepa que seré la única que controle esos fondos?
– Si lo desea.
Ellie lo miró con suspicacia. Charles reconoció la mirada y dijo:
– Tengo dinero más que suficiente, siempre que nos casemos enseguida. No necesito el suyo.
Ella respiró tranquila.
– Perfecto. Me gusta invertir y no me gustaría tener que pedirle la firma cada vez que quiera hacer una transacción.
Charles se quedó boquiabierto.
– ¿Invierte?
– Sí, y si me permite decirlo, se me da bastante bien. El año pasado, saqué grandes beneficios con el azúcar.
Él sonrió con incredulidad. Estaba seguro de que se llevarían de maravilla. Las horas junto a su nueva mujer serían más que placenteras y, por lo visto, sería capaz de entretenerse mientras él se ocupaba de sus asuntos en Londres. Lo último que necesitaba era atarse a una mujer que lloriqueara cada vez que la dejara sola.
Entrecerró los ojos.
– No es una de esas mujeres controladoras, ¿verdad?
– ¿Qué quiere decir?
– Lo último que necesito es una mujer que quiera dirigirme la vida. Necesito una esposa, no una gobernanta.
– Es bastante exigente para alguien que sólo tiene catorce días antes de perder su fortuna para siempre.
– El matrimonio es para toda la vida, Eleanor.
– Créame, lo sé.
– ¿Y bien?
– No -respondió ella, casi poniendo los ojos en blanco-. No lo soy. Aunque eso no implica que no quiera dirigir mi propia vida, por supuesto.
– Por supuesto -asintió él.
– Pero no interferiré en la suya. Ni siquiera sabrá que existo.
– No sé por qué, lo dudo.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
– Ya sabe a qué me refiero.
– Muy bien -dijo él-. Creo que hemos llegado a un acuerdo bastante justo. Me caso con usted, y usted consigue su dinero. Se casa conmigo, y yo consigo mi dinero.
Ellie parpadeó.
– No lo había visto así, pero, sí, es el resumen del acuerdo.
– Perfecto. ¿Tenemos un trato?
Ella tragó saliva mientras intentaba ignorar la terrible sensación de que acababa de vender su alma al diablo. Como acababa de decir el conde, el matrimonio era para siempre, y ella apenas hacía dos días que lo conocía. Cerró los ojos un segundo y asintió.
– Excelente. -Charles se levantó sonriente y se apoyó en el brazo de la butaca mientras agarraba el bastón-. Tenemos que cerrarlo de una forma más festiva.
– ¿Champán? -propuso Ellie, aunque enseguida quiso regañarse por ser tan atrevida. Siempre había querido saber qué gusto tenía.
– Buena idea -murmuró él mientras se acercaba al sofá donde estaba ella-. Estoy seguro de que debe haber alguna botella en la casa. Pero yo estaba pensando en algo un poco distinto.
– ¿Distinto?
– Más íntimo.
Se le cortó la respiración.
Charles se sentó a su lado.
– Creo que un beso sería lo más apropiado.
– Oh -dijo Ellie, muy rápido y en voz alta-. No es necesario -y, por si él no la había entendido, agitó con fuerza la cabeza.
Él la agarró por la barbilla de forma ligera pero firme.
– Au contraire, esposa mía. Creo que es muy necesario.
– No soy su…
– Lo será.
Ellie no tenía réplica.
– Debería estar seguro de que encajamos, ¿no cree? -se le acercó un poco más.
– Seguro que encajamos. No tenemos que…
Charles redujo a la mitad la distancia que los separaba.