– ¿Está listo, capitán? -preguntó el director.
El capitán Durer sonrió.
– Estoy listo.
El sargento volvió a recepción.
– Lo lamento, monsieur. El capitán Durer no trabaja hoy.
– Tampoco yo -saltó Steve-. Dígale que lo único que tiene que hacer es firmar un papel autorizando que nos entreguen el cuerpo de Stanford, y entonces me iré. No creo que sea mucho pedir, ¿verdad?
– Me temo que sí. El capitán tiene muchas responsabilidades, y…
– ¿No hay otra persona que pueda darme esa autorización? -Oh, no, monsieur. Sólo el capitán puede hacerlo.
Steve Sloane se sintió inundado por la rabia.
– ¿Cuándo puedo verlo?
– Le sugiero que lo intente de nuevo mañana por la mañana.
La frase «que lo intente de nuevo» rechinó en sus oídos. -Eso haré -dijo-. A propósito, tengo entendido que hubo un testigo ocular del accidente… el guardaespaldas del señor Stanford, un tal Dmitri Kaminsky.
– Sí.
– Me gustaría hablar con él. ¿Podría decirme dónde se hospeda?
– En Australia.
– ¿Es un hotel?
– No, monsieur. -Había pesar en su voz-. Es un país. La voz de Steve se elevó una octava.
– ¿Me está diciendo que la policía ha permitido que el único testigo de la muerte de Stanford se fuera antes de que nadie pudiera interrogarlo?
– El capitán Durer lo interrogó.
Steve respiró hondo.
– Gracias.
– Ningún problema, monsieur.
Cuando Steve volvió a su hotel, llamó a Simon Fitzgerald. -Parece que tendré que quedarme aquí otra noche. -¿Qué pasa, Steve?
– El capitán al mando parece estar muy ocupado. Es la temporada turística. Lo más probable es que esté tratando de encontrar algunas carteras perdidas. Calculo que mañana saldré para allá.
– Mantente en contacto conmigo.
– Jones. John Jones.
– ¿Puedo ofrecerle algo? ¿Café? ¿Coñac? -Nada, gracias -dijo Steve.
– Por favor, por favor, tome asiento. -La voz de Durer adquirió un matiz sombrío-. Supongo que está aquí, desde luego, por la terrible tragedia que se ha abatido sobre nuestra pequeña y tranquila isla. Pobre monsieur Stanford.
– ¿Cuándo piensa entregar el cuerpo? -preguntó Steve.
El capitán Durer suspiró.
– Bueno, me temo que dentro de muchos, muchos días.
Cuando se trata de un hombre de la importancia de monsieur
Stanford, hay infinidad de formularios que llenar. Como comprenderá, hay un protocolo a seguir.
– Sí, creo que lo entiendo -dijo Steve.
– Quizá unos diez días. O, tal vez, dos semanas. -«Entonces, el interés de la prensa se habrá enfriado.»
– Aquí tiene mi tarjeta -dijo Steve.
El capitán le echó un vistazo y luego la miró con más atención.
– Usted es abogado. ¿Quiere decir que no es periodista?
– No. Soy el abogado de Harry Stanford -dijo Steve
Sloane poniéndose en pie-. Quiero su autorización para llevarme el cuerpo.
– Ojalá pudiera entregárselo -dijo el capitán Durer con tono pesaroso-. Lamentablemente, tengo las manos atadas.
No veo cómo…
– Mañana.
– ¡Eso es imposible! No hay manera de que…
– Le sugiero que se comunique con sus superiores en París. Empresas Stanford tiene fábricas muy importantes en Francia. Sería una pena que nuestra junta de directores decidiera cerrarlas todas y construir en otros países.
El capitán Durer lo miró fijamente.
– Yo… yo no tengo control sobre esos asuntos, monsieur.
– Pero yo sí -le aseguró Steve-. Hará lo necesario para que me entreguen el cuerpo del señor Stanford mañana, o se encontrará con más problemas de los que puede imaginar. -Steve dio media vuelta para irse.
Pese a su irritación, a Steve la isla de Córcega le pareció encantadora. Tenía alrededor de un kilómetro y medio de costa, con imponentes montañas que permanecían cubiertas por la nieve hasta el mes de julio. La isla había sido gobernada por los italianos hasta que pasó a poder de Francia, y la combinación de las dos culturas resultaba fascinante.
Durante la cena en la Creperie U San Carlu, recordó la forma en que Simon Fitzgerald había descrito a Harry Stanford. «Es el único hombre que conozco que carece por completo de compasión… es un individuo sádico y vengativo.»
«Pues bien, Harry Stanford está causando muchos problemas incluso muerto», pensó Steve.
De regreso al hotel, Steve se detuvo en un kiosco para comprar un ejemplar de The Wall Street Journal. El titular de primera plana decía: ¿QUÉ OCURRIRÁ CON EL IMPERIO STANFORD? Pagó el periódico y, cuando estaba a punto de irse, por casualidad vio los titulares de algunas de las publicaciones extranjeras que se exhibían en el puesto. Cogió algunas y las hojeó, sorprendido. Todos los periódicos tenían notas en primera página sobre la muerte de Harry Stanford y en todos, la fotografía del capitán Durer ocupaba un lugar prominente. «¡De modo que eso es lo que lo tiene tan ocupado! Ya lo veremos.»
A las nueve y cuarenta y cinco minutos de la mañana siguiente, Steve volvió a la oficina de recepción del capitán Durer. El sargento no estaba al otro lado del escritorio y la puerta que daba a la oficina interior se encontraba entreabierta. Steve la abrió y entró. El capitán se estaba poniendo el uniforme nuevo para las entrevistas de la mañana. Levantó la vista cuando Steve entró.
– Qu'est-ce que vous faites id? C'est un bureau privé!
Allez - vous-en!
– Represento al New York Times -dijo Steve Sloane. Inmediatamente, la cara de Durer se iluminó.
– Ah, pase, adelante. ¿Dijo que se llamaba…?
– ¡Espere! ¡Monsieur! Tal vez dentro de algunos días yo podré…
– Mañana. -y Steve se fue.
Tres horas después, Steve Sloane recibió una llamada telefónica en el hotel.
– ¿Monsieur Sloane? Ah, ¡tengo muy buenas noticias para usted! He conseguido que le entreguen el cuerpo del señor Stanford inmediatamente. Espero que sepa apreciar el traba
JO que…
– Gracias. Un avión privado estará aquí mañana, a las ocho de la mañana, para llevárnoslo. Doy por sentado que para entonces estarán listos los papeles necesarios.
– Sí, por supuesto. No se preocupe. Yo me ocuparé de… -Bien. -Steve colgó.
El capitán Durer se quedó largo rato sentado frente a su escritorio. «Merde! ¡Qué mala suerte! Podría haber sido una celebridad durante por lo menos otra semana.»
Capítulo 8
Cuando el avión que transportaba el cuerpo de Harry Stanford aterrizó en el Aeropuerto Internacional Logan de Boston, había un coche fúnebre esperándolo. Los servicios fúnebres tendrían lugar tres días más tarde.
Steve Sloane fue a ver a Simon Fitzgerald.
– De modo que el viejo finalmente ha vuelto a casa -dijo
Fitzgerald-. Habrá una buena reunión.
– ¿Una reunión?
– Sí. Será muy interesante -respondió-. Los hijos de
Harry Stanford vienen a celebrar la muerte de su padre. Tyler, Woody y Kendall.
El juez Tyler Stanford se enteró del hecho por la cadena WBBM, de Chicago. Permaneció frente a la pantalla del televisor, hipnotizado, con el corazón golpeándole en el pecho. Había una fotografía del yate Blue Skies, y el locutor decía: «… en una tormenta, camino a Córcega, ocurrió la tragedia. Dmitri Kaminsky, el guardaespaldas de Harry Stanford, fue testigo ocular del accidente pero no pudo salvar a su jefe. A Harry Stanford se le conocía en los círculos financieros como uno de los más astutos…».