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La academia militar a la que lo enviaron estaba en Mississippi; fueron cuatro años de puro infierno. Tyler detestaba la disciplina y la rigidez de la vida militar. En su primer año allí, pensó seriamente en suicidarse; lo único que se lo impidió fue la firme decisión de no darle esa satisfacción a su padre. «Él mató a mi madre. No me matará también a mí.»

Tyler tuvo la impresión de que sus instructores eran particularmente severos con él, y estaba seguro de que el responsable era su padre. Tyler no quiso permitir que la academia militar lo destruyera. Le obligaban a ir a casa durante las vacaciones, pero aquellas visitas a su padre se volvieron cada vez más desagradables.

Sus hermanos también estaban en casa para las vacaciones, pero no parecía haber parentesco entre ellos. Su padre lo había destruido. Eran desconocidos entre sí y sólo esperaban que las vacaciones terminaran para poder escapar.

Tyler sabía que su padre era multimillonario, pero la modesta mensualidad que ellos recibían provenía de los bienes de su madre. Tyler se preguntaba si no tendría derecho a recibir la fortuna familiar. Estaba seguro de que a él y a sus hermanos los estaban estafando. «Necesito un abogado -pensó, pero eso era imposible, así que el siguiente pensamiento fue-: Yo seré abogado.»

Cuando su padre se enteró de sus planes, le dijo:

– ¿De modo que serás abogado? Supongo que crees que te daré trabajo en las Empresas Stanford. Pues bien, olvídalo. ¡No permitiré que te acerques ni a un kilómetro!

Tyler Stanford era un jurista brillante, muy bien conceptuado por sus colegas, quienes con frecuencia recurrían a él en busca de consejo. Muy pocas personas sabían que era uno de esos Stanford. Jamás mencionó el nombre de su padre.

El despacho del juez estaba en el edificio de la Corte Criminal de Chicago, entre las calles veintiséis y California; un edificio de piedra de catorce plantas, con una serie de escalones que conducían a la entrada principal. Era un barrio peligroso y un cartel en el exterior rezaba: «Todas las personas que entran en este edificio deben someterse a un registro por orden judicial».

Allí pasaba Tyler sus días: oyendo causas que tenían que ver con robos, allanamientos de morada, violaciones, tiroteos, drogas y homicidios. Implacable en sus decisiones, lo apodaban «el juez de la horca». Durante todo el día escuchaba a acusados que alegaban pobreza, haber sufrido ataques sexuales en su infancia, hogares destruidos y cientos de otras excusas, pero él no aceptaba ninguna. Un delito era un delito y debía ser castigado. Yen el fondo de su mente estaba siempre, siempre, su padre.

Cuando Tyler se graduó en la facultad de derecho, podría haber iniciado su trabajo como abogado en Boston y, por su apellido, entrar en la junta directiva de decenas de compañías, pero prefirió estar lejos de su padre.

Decidió instalarse en Chicago. Al principio fue difícil. No quería beneficiarse del apellido de su familia y los clientes eran escasos. Los políticos de Chicago estaban manejados por The Machine, y Tyler aprendió muy pronto que, como abogado joven, le sería muy ventajoso relacionarse con la poderosa Asociación de Abogados del Condado de Cook. Le dieron un trabajo en la oficina del fiscal de distrito. Era inteligente y estudioso, así que no pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en un valioso colaborador. Llevó a juicio a criminales y acusados de todos los delitos imaginables, y el porcentaje de condenas que consiguió fue fenomenal. Rápidamente fue escalando posiciones, hasta que llegó el día en que obtuvo su recompensa: lo nombraron juez del Condado de Cook. Pensó que finalmente su padre se sentiría orgulloso de él. Pero se equivocaba.

– ¿Tú, juez de un condado? ¡Por el amor de Dios, yo ni siquiera te permitiría ser juez de un concurso de cocina!

Los colegas de Tyler Stanford sabían poco de su vida personal. Sólo sabían que su matrimonio había fracasado, y que estaba divorciado y vivía solo en una pequeña casa estilo georgiano de tres habitaciones en la avenida Kimbark, en Hyde Park. Aquel sector estaba rodeado por hermosas casas antiguas, porque el gran incendio de 1871 que había arrasado Chicago, curiosamente había dejado intacto el distrito de Hyde Park. Tyler no hizo amistades en el vecindario y sus vecinos no sabían nada de él. Una mujer limpiaba su casa tres veces por semana, pero el mismo Tyler se encargaba de las compras. Era un hombre metódico, con una rutina fija. Los sábados iba a Harper Court, un pequeño centro comercial cercano a su casa, o a Mr.G's Fine Foods, o a Medici's, en la calle Cincuenta y Siete.

El juez Tyler Stanford era un hombre bajo y algo rechoncho, con ojos intensos y calculadores y boca rígida. No poseía ni rastro del carisma de su padre. Su rasgo más sobresaliente era su voz grave y sonora, perfecta para pronunciar una sentencia.

Tyler Stanford era un individuo reservado, que no compartía con nadie sus pensamientos. Tenía cuarenta años, pero parecía mucho mayor. Se jactaba de no poseer sentido del humor y decía que la vida era demasiado tétrica para la frivolidad. Su único pasatiempo era el ajedrez; una vez a la semana jugaba en el club local e invariablemente ganaba.

De vez en cuando, en reuniones oficiales, Tyler conversaba con las esposas de sus compañeros juristas; ellas intuían que él se sentía solo y se ofrecían a presentarle amigas o le invitaban a cenar. Pero él siempre declinaba.

– Esa noche estoy ocupado.

Sus noches parecían estar comprometidas, pero ellas no tenían idea de qué hacía en esas ocasiones.

– A Tyler sólo le importan las cuestiones legales -explicó a su esposa uno de los jueces-. Y todavía no tiene interés en conocer a ninguna mujer. Oí decir que su matrimonio fue un desastre. y tenía razón.

Después de su divorcio, Tyler se juró no volver a comprometerse emocionalmente. Pero cuando conoció a Lee, todo cambió. Lee era una persona hermosa, sensible y afectuosa, justo la persona con que Tyler deseaba pasar el resto de su vida. Tyler amaba a Lee pero, ¿por qué iba a ser correspondido? Lee era modelo y tenía muchísimos admiradores, la mayoría ricos. Ya Lee le gustaban las cosas caras.

Tyler no tenía esperanzas: de ninguna manera podía competir con los otros por el afecto de Lee. Pero de la noche a la mañana, con la muerte de su padre, todo había cambiado: iba a ser mucho más rico de lo que nunca había soñado.

Ahora podía prometerle el mundo a Lee.

Capítulo 9

Tyler entró en el despacho del juez principal.

– Keith, tengo que ir a Boston unos días y quería saber si tienes a alguien que se pueda ocupar de mis causas.

– Por supuesto, puedo arreglarlo -respondió el juez principal-. Me enteré de lo de tu padre, Tyler, y lo lamento. Sin duda estabas muy apegado a él.

Tyler no dijo nada.

Llovía en París; la cálida lluvia de julio hacía que los peatones corrieran por las calles en busca de refugio o trataran de conseguir inexistentes taxis. En el interior del auditorio de un enorme edificio gris situado en una esquina de la Rue Faubourg Saint Honoré cundía el pánico. Una docena de modelos semidesnudas corrían de aquí para allá en una especie de histerismo colectivo, mientras los empleados terminaban de instalar las sillas y los carpinteros pegaban los últimos martillazos. Todos gritaban y gesticulaban como locos, y el nivel de ruido era infernal.

En el ojo de la tormenta y tratando de poner orden en semejante caos estaba la mismísima maftresse, Kendall Stanford Renaud. Cuatro horas antes del momento en que debía comenzar el desfile, todo parecía derrumbarse.

Catástrofe: John Fairchild, de W, inesperadamente estaría en París, y no había asiento para él.