Tragedia: La megafonía no funcionaba.
Desastre: Lili, una de las modelos más importantes estaba enferma.
Emergencia: Dos de los maquilladores se peleaban entre bambalinas y estaban muy retrasados.
Calamidad: Todos los dobladillos de las faldas cigarette se descosían.
«En otras palabras -pensó Kendall con ironía-, todo es normal.»
Aquella misma tarde, el juez Tyler Stanford iba camino a Boston. En el avión, pensó de nuevo en las palabras pronunciadas por su padre aquel día fatídico: «Yo conozco tu sucio secreto».
A Kendall Stanford Renaud podrían haberla confundido con cualquiera de las modelos; en un tiempo lo había sido. Desde su chignon dorado hasta sus zapatos Chanel de tacón muy alto, de ella emanaba una elegancia cuidadosamente calculada. Todo en Kendall, la curva de su brazo, el tono de su esmalte de uñas, el timbre de su risa, revelaba estilo y finos modales. Cuando no llevaba maquillaje su rostro podía ser normal, pero Kendall procuraba que nadie se diera cuenta; y lo conseguía.
Estaba en todas partes al mismo tiempo.
– ¿Quién encendió esa pasarela…? ¿Ray Charles? -Quiero un fondo azul.
– Se ve el forro. ¡Arréglelo!
– No quiero que las modelos se peinen y se maquillen en cualquier parte. ¡Que Lulú les busque un camerino!
El encargado del salón corrió hacia Kendall.
– Kendall, ¡treinta minutos es demasiado tiempo! ¡Demasiado tiempo! El desfile no debería durar más de veinticin… co minutos…
Ella interrumpió lo que estaba haciendo.
– ¿Qué me sugieres, Scott?
– Podríamos eliminar algunos de los diseños y…
– No. Haré que las modelos se muevan más deprisa. Volvió a oír que alguien la llamaba y se dio la vuelta. -Kendall, lo siento pero no podemos localizar a Pía. ¿Quieres que Tami se cambie y se ponga la chaqueta gris carbón con los pantalones?
– No. Que ese conjunto lo use Dana. A Tami dale la túnica.
– ¿Y qué me dices del jersey gris oscuro?
– Monique. Y asegúrate de que use medias a juego.
Kendall miró el tablero en el que había un juego de fotografías polaroid de modelos con distintos atuendos. Cuando estuvieran listas, las fotos se colocarían en un orden preciso. Recorrió el tablero con la vista.
– Cambiemos esto. Quiero la chaqueta beige primero, después los conjuntos, seguidos por el jersey de seda, después el vestido de noche de tafetán, luego los vestidos de tarde con chaquetas haciendo juego…
Dos de sus ayudantes se acercaron corriendo.
– Kendall, no nos ponemos de acuerdo sobre cómo colocar a la gente. ¿Quieres a los minoristas sentados todos juntos, o prefieres que los mezclemos con las celebridades?
La otra ayudante dijo:
– O podríamos mezclar a las celebridades con los representantes de la prensa.
Kendall casi no las escuchaba. Había pasado dos noches en vela comprobándolo todo para estar segura de que nada saldría mal.
– Decididlo vosotras -dijo.
Observó la actividad reinante y pensó en el desfile que estaba a punto de comenzar y en los nombres famosos en todo el mundo que estarían allí para aplaudir lo que ella había creado. «Debería agradecerle a mi padre todo esto. Él me dijo que jamás tendría éxito…»
Siempre supo que quería ser diseñadora. Desde que era pequeña, había tenido un sentido natural del estilo. Sus muñecas llevaban los vestidos más de moda en la ciudad. Siempre le enseñaba a su madre sus últimas creaciones, y ella la abrazaba y le decía:
– Eres muy hábil, querida. Algún día serás una diseñadora muy importante. y Kendall lo sabía con certeza.
Estudió diseño gráfico, dibujo estructural, concepciones espaciales y coordinación cromática.
– La mejor manera de empezar -le aconsejó una de sus maestras- es convertirse en modelo. De esa forma, conocerás a todos los diseñadores famosos y, si mantienes los ojos bien abiertos, aprenderás mucho de ellos.
Cuando Kendall le mencionó ese sueño a su padre, él la miró y dijo:
– ¿Tú? ¡Modelo! ¡Debes estar bromeando!
Cuando Kendall terminó sus estudios, regresó a Rose Hill. «Papá necesita que me ocupe de la casa», pensó. Había una docena de criados, pero en realidad nadie estaba al mando. Puesto que Harry Stanford estaba ausente la mayor parte del tiempo, la servidumbre no recibía órdenes concretas. Kendall trató de organizarlo todo. Programó las actividades de la casa, fue anfitriona de las reuniones ofrecidas por su padre e hizo todo lo posible para que se sintiera cómodo. Anhelaba obtener su aprobación, pero sólo obtuvo una andanada de críticas.
– ¿Quién ha contratado a ese maldito cocinero? Despídelo… -No me gusta la vajilla que has comprado. ¿Dónde demonios dejaste tu buen gusto…?
– ¿Quién te dijo que podías redecorar mi dormitorio? Mantente bien alejada de él…
Hiciera lo que hiciera Kendall, nunca estaba suficientemente bien.
La crueldad de su padre terminó por hacerla abandonar la casa. Siempre había sido un hogar sin amor; Harry Stanford sólo prestaba atención a sus hijos para controlarlos y castigarlos. Cierta noche, Kendall oyó que su padre le decía a un visitante: «Mi hija tiene cara de caballo. Necesitará mucho dinero para atrapar a algún pobre imbécil».
Fue la gota que colmó el vaso. Al día siguiente, Kendall abandonó Boston y se dirigió a Nueva York.
Sola, en su habitación del hotel, Kendall pensó: «Muy bien. Aquí estoy, en Nueva York. ¿Cómo haré para convertirme en diseñadora? ¿Cómo lograré meterme en la industria de la moda? ¿Cómo conseguiré que la gente me preste atención?» Recordó entonces el consejo de su maestra. «Comenzaré como modelo. Ésa será la manera de entrar en ese mundo.»
A la mañana siguiente, Kendall revisó las páginas amarillas de la guía telefónica, hizo una lista de las agencias de modelos y se propuso recorrerlas. «Tengo que ser franca con ellos -pensó Kendall-. Les diré que sólo podré trabajar un tiempo, hasta que comience a diseñar.»
Entró en la oficina de la agencia que figuraba primera en su lista. Una mujer de mediana edad, detrás del escritorio, le preguntó:
– ¿Puedo ayudarte?
– Sí. Quiero ser modelo.
– Yo también, querida. Olvídalo.
– ¿Qué?
– Eres demasiado alta.
Kendall apretó los dientes.
– Me gustaría ver a la persona que dirige esto.
– La estás viendo. Esta agencia es mía.
La siguiente media docena de intentos corrieron igual suerte.
– Eres demasiado baja.
– Demasiado delgada.
– Demasiado gorda.
– Demasiado vieja.
– No tienes el tipo adecuado.
Cuando estaba a punto de terminar la semana, Kendall comenzaba a desesperarse. Sólo quedaba un nombre en su lista.
Modelos Paramount era la agencia de modelos más importante de Manhattan. No había nadie en el escritorio de recepción. Una voz procedente de una de las oficinas dijo:
– Ella estará disponible el lunes próximo. Pero sólo puede tenerla un día: está comprometida las próximas tres semanas.
Kendall se acercó a la puerta y miró hacia la oficina. Una mujer con traje sastre hablaba por teléfono.
– De acuerdo. Veré lo que puedo hacer. -Roxanne Marinack colgó y levantó la vista-. Lo siento, no buscamos a una de tu tipo.
Kendall dijo, con desesperación:
– Yo puedo ser del tipo que quiera que sea. Puedo ser más alta o más baja. Puedo ser más joven o más vieja, más flaca…
Roxanne levantó una mano.
– Un momento.
– Lo único que quiero es una oportunidad. Realmente necesito…
Roxanne vaciló. Había en ella una ansiedad atractiva, y además tenía una figura exquisita. No era hermosa, pero, quizá con el maquillaje adecuado…
– ¿Has tenido alguna experiencia?