Empezó a tratar mal a Peggy en público. Cierta mañana, cuando le alcanzaba una taza de café a una amiga, Peggy derramó un poco, y Woody saltó, con desprecio:
– Una vez camarera, siempre camarera.
Peggy comenzó a mostrar signos de malos tratos; cuando la gente le preguntaba qué le había pasado, ella daba una excusa.
«Tropecé con una puerta», o «Me caí», y le restaba importancia. La comunidad estaba indignada. Ahora sentían lástima por Peggy. Pero cuando la conducta errática de Woody ofendía a alguna persona, Peggy defendía a su marido.
– Woody está pasando un mal momento -insistía ella-. No es él mismo. -No permitía que nadie lo criticara.
El doctor Tichner fue quien finalmente puso al descubierto lo que sucedía. Un día le pidió a Peggy que fuera a verlo a su consulta.
Ella estaba nerviosa.
– ¿Pasa algo, doctor?
Él la observó un momento. Tenía un moratón en la mejilla y un ojo hinchado.
– Peggy, ¿sabes que Woody consume drogas?
Los ojos de ella brillaron con indignación.
– ¡No! ¡No lo creo! -Se puso en pie-. ¡No me quedaré aquí a escuchar e:las cosas!
– Siéntate, Peggy. Creo que ha llegado el momento de que te enfrentes a la verdad. Ya es evidente para todos. Sin duda tú has notado su conducta. De pronto está en la cima del mundo y habla de lo maravilloso que es todo, y al cabo de un minuto quiere suicidarse _
Peggy se quedó mirándolo muy pálida.
– Es un adicto.
Los labios de Peggy se tensaron.
– No -dijo con obstinación-. No lo es.
– Sí lo es. Tienes que ser realista. ¿No quieres ayudarlo? -¡Por supuesto que sí! -Se apretaba las manos-. Haría cualquier cosa por ayudarlo. Cualquier cosa.
– Está bien.:entonces puedes empezar por enfrentarte a la verdad. Quiero que me ayudes a internar a Woody en un centro de rehabilitación. Le he pedido que venga a verme.
Peggy lo miró durante un buen rato y luego asintió. -Está bien -_dijo en voz baja-. Hablaré con él. Aquella tarde, cuando Woody entró en el consultorio del doctor Tichner, estaba eufórico.
– ¿Quería Veme, doctor? Es sobre Peggy, ¿verdad?
– No. Es sobre ti, Woody.
Woody lo miró, sorprendido.
– ¿Sobre mí? ¿Y qué problema tengo?
– Creo que sabes cuál es tu problema.
– ¿A qué se refiere?
– Si sigues así, destruirás tu vida y la de Peggy. ¿Qué droga estás consumiendo, Woody?
– ¿Cómo?
– Ya me has oído.
Se hizo un silencio prolongado.
– Quiero ayudarte.
Woody se quedó sentado, mirando hacia el suelo. Cuando finalmente habló, lo hizo con voz ronca.
– Tiene razón. Yo he… he tratado de engañarme, pero ya no puedo seguir haciéndolo.
– ¿Qué consumes?
– Heroína.
– ¡Dios mío!
– Créame, he tratado de dejarla, pero… pero no puedo. -Necesitas ayuda, y/hay lugares donde puedes obtenerla. Woody dijo, con tono cansado:
– Espero que tenga razón.
– Quiero que vayas a la clínica del Grupo Harbor, en Júpiter. ¿Lo intentarás?
Hubo una breve vacilación.
– Sí.
– ¿Quién te suministra la heroína? -preguntó el doctor Tichner.
Woody negó con la cabeza.
– No puedo decírselo.
– Está bien. Haré lo necesario para que ingreses en la clínica.
A la mañana siguiente, el doctor Tichner se encontraba en la oficina del jefe de policía.
– Alguien le suministra heroína -dijo el doctor Tichner-, pero no quiere decirme quién.
El jefe de policía Murphy miró al doctor Tichner y asintió. -Creo que yo sé de quién se trata.
Había varios sospechosos posibles. Hobe Sound era un pequeño enclave y todos conocían el negocio de los demás.
En Bridge Road se había abierto hacía poco una tienda de licores que hacía entregas a domicilio a cualquier hora del día o de la noche.
Un médico de una clínica local había sido multado por recetar drogas en exceso.
Un año antes se había abierto un gimnasio al otro lado del canal, y se rumoreaba que el entrenador consumía esteroides y que tenía otras drogas a disposición de sus buenos clientes.
Pero el jefe de policía Murphy pensaba en otro sospechoso.
Tony Benedotti había trabajado muchos años como jardinero de varias casas de Hobe Sound. Había estudiado horticultura y le encantaba pasar sus días creando hermosos jardines. Los jardines y parques que atendía eran los más bonitos de Hobe Sound. Era un hombre callado y reservado, y los que trabajaban para él sabían muy poco sobre su persona. Parecía un hombre demasiado educado para ser jardinero y todos sentían curiosidad por su pasado.
Murphy lo mandó traer a su oficina.
– Si es sobre mi permiso de conducir, ya lo renové… -dijo Benedotti.
– Siéntese -le ordenó Murphy.
– ¿Hay algún problema?
– Sí. Usted es un hombre con estudios, ¿verdad?
– Sí.
El jefe de policía se reclinó en su asiento.
– Entonces, ¿cómo terminó siendo jardinero?
– Porque amo la naturaleza.
– ¿Qué otra cosa le gusta?
– No entiendo.
– ¿Cuánto hace que trabaja de jardinero?
Benedotti lo miró, desconcertado.
– ¿Algunos de mis clientes se han quejado?
– Responda a mi pregunta.
– Alrededor de quince años.
– ¿Tiene una hermosa casa y un barco?
– Sí.
– ¿Cómo puede costearse todo eso con lo que gana como jardinero?
– Bueno, no es una casa muy grande -respondió Benedotti-, ni un barco muy grande.
– Quizá obtiene dinero de otra fuente.
– ¿Qué quiere decir?
– Usted trabaja para muchas personas en Miami, ¿verdad?
– Sí.
– Allí hay muchos italianos. ¿Alguna vez les hace favores?
– ¿Qué clase de favores?
– Traficar con drogas, por ejemplo.
Benedotti lo miró, horrorizado.
– ¡Por Dios! Desde luego que no.
Murphy se inclinó hacia adelante.
– Déjeme que le diga algo, Benedotti. Lo he estado vigilando y he conversado con algunas de las personas para las que trabaja. Ya no lo quieren aquí ni a usted ni a sus amigos de la mafia. ¿Está claro?
Benedotti cerró los ojos un segundo y luego los abrió. -Muy claro.
– Bien. Espero que mañana ya no esté aquí. No quiero volver a vede la cara.
Woody Stanford estuvo internado tres semanas en la clínica del Grupo Harbor y cuando salió era el antiguo Woody: encantador, gracioso y una compañía deliciosa. Volvió a jugar al polo, siempre montando los ponis de Mimi Carson.
El domingo se cumplían 18 años de la creación del Palm Beach Polo & Country Club y Porest Hill Boulevard estaba congestionado por el tráfico: tres mil simpatizantes convergían hacia el campo de polo. Todos corrieron a ocupar los palcos del lado oeste del campo y las graderías del lado sur. Algunos de los mejores jugadores del mundo intervendrían en el partido de aquel día.
Peggy estaba en un palco junto a Mimi Carson, como invitada suya.
– Woody me ha dicho que ésta es la primera vez que asistes a un partido de polo, Peggy. ¿Por qué no has venido antes?
Peggy se pasó la lengua por los labios.
– Yo… supongo que ver jugar a Woody me pondrá muy nerviosa. No quiero que vuelvan a hacerle daño. Es un deporte muy peligroso, ¿no es así?
Mimi dijo:
– Bueno, si se piensa que son ocho jugadores, cada uno de los cuales pesa alrededor de ochenta kilos, y ocho ponis de polo que pesan unos trescientos cincuenta kilos y que se persiguen a lo largo de trescientos metros a una velocidad de cerca de setenta kilómetros por hora… sí, pueden ocurrir accidentes.
Peggy se estremeció.
– Si algo volviera a pasarle a Woody, no podría soportarlo. De verdad que no. Enloquecería de angustia.