– De acuerdo.
Sally preparó la primera comida, y estuvo deliciosa.
A la noche siguiente, le tocaba a Julia hacerlo. Sally sólo necesitó probar un bocado del plato que Julia había cocinado para decir:
– Julia, mi seguro de vida no es muy elevado. ¿Por qué no me ocupo yo de cocinar y tú de la limpieza?
Las dos se llevaban bien. Los fines de semana iban a ver películas al Glenwood 4 y hacían compras en el Centro Comercial Bannister. Compraban la ropa en el Super Flea Discount House. Una noche a la semana salían a comer a un restaurante barato: Stepehnson's Old Apple Farro o The Café Max, para especialidades mediterráneas. Cuando tenían dinero, iban al Charlie Charlies a escuchar jazz.
A Julia le gustaba trabajar para Peters, Eastman y Tolkin. Decir que a la firma no le iba bien era quedarse corto. Los clientes eran pocos. Julia tuvo la sensación de que no estaba contribuyendo mucho a construir la línea de edificación de la ciudad, pero disfrutaba estando cerca de sus tres jefes. Eran un poco como una familia sustituta: todos confiaban sus problemas a Julia. Ella era capaz y eficiente, y no tardó en reorganizar la oficina.
Julia decidió hacer algo con respecto a la falta de clientes. Pero, ¿qué? La respuesta llegó a la mañana siguiente. En el Kansas City Star leyó que una nueva asociación de secretarias ejecutivas, cuya presidenta era Susan Bandy, ofrecía un almuerzo.
Al mediodía siguiente, Julia dijo a Al Peters:
– Tal vez tarde un poco en regresar.
Él sonrió.
– Ningún problema, Julia. -y pensó en lo afortunados que eran en tenerla.
Julia llegó al Hilton Plaza Inn y se dirigió al salón donde se celebraba el almuerzo. Una mujer que estaba sentada a una mesa, cerca de la puerta, le preguntó:
– ¿Puedo hacer algo por usted?
– Sí. Estoy aquí para el almuerzo de las Mujeres Ejecutivas. -¿Su nombre?
– Julia Stanford.
La mujer repasó la lista que tenía delante.
– Me temo que no encuentro su…
Julia sonrió.
– Típico de Susan. Tendré que hablar con ella. Soy la secretaria ejecutiva de Peters, Eastman y Tolkin.
– Bueno… -vaciló la mujer.
– No se preocupe. Iré en busca de Susan.
En el salón de banquetes había un grupo de mujeres bien vestidas que conversaban entre sí. Julia se acercó a una de ellas. -¿Quién es Susan Bandy?
– Está allí -le contestaron, indicando a una mujer alta y atractiva de unos cuarenta años.
Julia se le acercó.
– Hola. Soy Julia Stanford.
– Hola.
– Estoy con Peters, Eastman y Tolkin. Estoy segura de que habrá oído hablar de ellos.
– Bueno, yo…
– Es la firma de arquitectos con un crecimiento más veloz de la ciudad de Kansas.
– Ajá.
– No tengo demasiado tiempo libre, pero me gustaría contribuir con la organización en todo lo que esté a mi alcance.
– Bueno, es muy amable de su parte, señorita…
– Stanford.
Ése fue el principio.
La organización Mujeres Ejecutivas representaba a la mayoría de las fumas principales de la ciudad de Kansas, y no pasó mucho tiempo antes de que Julia estuviera colaborando activamente en ella. Por lo menos una vez por semana almorzaba con uno o más de sus miembros.
– Nuestra fuma piensa construir un nuevo edificio en Olathe.
Y Julia enseguida les pasaba el dato a sus jefes.
– El señor Hanley quiere construir una casa de verano en Tonganoxie.
Y, antes de que nadie pudiera enterarse, Peters, Eastman y Tolkin tenían el trabajo.
Cierto día, Bob Eastman llamó a Julia y le dijo:
– Te mereces un aumento, Julia. Estás haciendo un trabajo excelente. ¡Eres una secretaria fuera de serie!
– ¿Me haría usted un favor? -preguntó Julia.
– Por supuesto.
– Llámenme secretaria ejecutiva. Eso ayudaría a mi credibilidad.
Capítulo 12
Era la reunión de un clan de desconocidos: hacía años que no se veían ni se comunicaban entre sí.
El juez Tyler Stanford llegó a Boston en avión.
Kendall Stanford Renaud cogió el avión en París y Marc Renaud llegó en el tren de Nueva York.
Woody Stanford y Peggy se desplazaron en coche desde Hobe Sound.
A veces, Julia leía artículos sobre su padre, o veía entrevistas que le hacían por televisión, pero nunca dijo nada a Sally ni a sus jefes.
Cuando Julia era una niña, uno de sus sueños era que, al igual que Dorothy, algún día sería arrebatada mágicamente de Kansas y transportada a algún lugar hermoso y misterioso. Sería un lugar lleno de yates y aviones privados y palacios. Pero con la noticia de la muerte de su padre, el sueño terminó para siempre. «Bueno, al menos en Kansas nada ha cambiado», pensó con ironía.
«Ya no me queda familia. Pero no, no es verdad -se corrigió Julia-. Tengo dos hermanastro s y una hermanastra. Ellos son mi familia. ¿Debería ir a visitarlos? ¿Será una buena o mala idea? Me pregunto qué deberíamos sentir cada uno de nosotros respecto a los demás.»
Su decisión resultó ser una cuestión de vida o muerte.
A los herederos se les había notificado que los servicios fúnebres tendrían lugar en la King's Chapel. En la calle, frente a la iglesia, se habían colocado barreras, y había policías para detener al gentío que se había reunido para ver la llegada de los dignatarios. El vicepresidente de los Estados Unidos estaba allí, al igual que senadores, embajadores y estadistas de sitios tan lejanos como Turquía y Arabia Saudita. Durante su vida, Harry Stanford había proyectado una larga sombra, y los setecientos asientos de la capilla estarían ocupados.
Tyler, Woody y Kendall, con sus respectivas parejas, se reunieron en el interior de la sacristía. Fue un encuentro incómodo. Eran desconocidos entre sÍ, y lo único que tenían en común era el cuerpo del ataúd, que estaba en el coche fúnebre que aguardaba en el exterior de la iglesia.
– Éste es Marc, mi marido -dijo Kendall.
– Ésta es Peggy, mi mujer. Peggy, éstos son Kendall, mi hermana, y Tyler, mi hermano.
Hubo un intercambio de saludos corteses y los cinco permanecieron allí, incómodos, observándose mutuamente, hasta que una persona se acercó al grupo y dijo:
– El servicio va a comenzar. ¿Quieren acompañarme?
Los condujo a un banco reservado en la parte delantera de la capilla. Ellos se sentaron y aguardaron, cada uno enfrascado en sus pensamientos.
A Tyler le resultaba raro estar de nuevo en Boston. Los únicos recuerdos agradables que tenía de aquella ciudad eran de cuando su madre y Rosemary estaban vivas. Cuando Tyler tenía once años, había visto una ilustración de la tela de Goya Saturno devorando a uno de sus hijos, y siempre la había identificado con su padre. Y, ahora, mientras observaba cómo metían el ataúd en la iglesia, Tyler pensó: «Saturno ha muerto.»
«Yo conozco tu sucio secreto.»
El ministro decía:
Así como un padre tiene piedad de sus hijos, así el Señor se apiada de los que le temen. Pues él sabe de qué estamos hechos; recuerda que somos polvo…
El ministro había subido al histórico púlpito de la capilla en forma de copa de vino.
– Yo soy la resurrección y la vida, dijo el Señor; el que cree en mí, aunque esté muerto vivirá; y el que vive y cree en mí no morirá jamás…
Kendall no lo escuchaba: pensaba en el vestido rojo. Su padre la había llamado cierta tarde por teléfono a Nueva York.
«¿Así que te has convertido en una gran diseñadora? Bueno, veamos si eres buena. El sábado por la noche llevaré a mi nueva novia a un baile de caridad. Es de tu misma talla. Quiero que le diseñes un vestido.»
«¿Para el sábado? No podrá ser, papá. Yo…»
«Lo harás.»
Entonces ella diseñó el vestido más feo que pudo crear. Era rojo, tenía un gran lazo negro delante y metros y metros de cintas y de encaje. Era una monstruosidad. Se lo envió a su padre y él volvió a llamarla por teléfono.