Ella lo miró sin entender.
– ¿Qué?
– ¿No viste Nido de ratas?
– No.
– Es algo que decía Marlon Brando. Significa que los dos nos jodimos.
– Tu padre debió de ser un tipo duro.
Woody soltó una risa corta y despreciativa.
– Ése es el cumplido más grande que se ha dicho de él. Recuerdo que, de niño, me caí de un caballo. Quería volver a subir y seguir galopando, pero papá no me dejó. «Nunca serás un buen jinete», me dijo. «Eres demasiado torpe.» -Woody la miró-. Por eso me convertí en un jugador de polo de nueve goles.
– Y tú, Marc, ¿a qué te dedicas?
– Trabajo en una compañía de agentes de bolsa.
– De modo que eres uno de esos jóvenes millonarios de Wall Street.
– Bueno, no exactamente. En realidad, acabo de empezar. Tyler dirigió a Marc una mirada condescendiente. -Supongo que tienes suerte de tener una esposa famosa. Kendall se ruborizó y susurró a Marc en el oído:
– No le prestes atención. Recuerda que te amo.
Woody comenzaba a sentir el efecto de las drogas. Giró la cabeza para mirar a su esposa.
– Peggy podría ponerse ropa decente -dijo-. Pero a ella no le importa su aspecto. ¿No es así, ángel mío?
Peggy no supo qué decir.
– ¿Quizá un traje de camarera? -sugirió Woody: -Perdonadme -dijo Peggy; se levantó y corrió hacia arriba.
Todos miraron fijamente a Woody.
Él sonrió.
– Es una mujer demasiado sensible. Bueno, de modo que mañana hablaremos del testamento, ¿no?
– Así es -dijo Tyler.
– Apuesto a que el viejo no nos dejó ni un centavo. -Pero sus bienes valen tanto dinero… -dijo Marc. Woody rió a carcajadas.
– No conociste a nuestro padre. Lo más probable es que nos haya dejado sus chaquetas viejas y una caja de cigarros. Le gustaba usar su dinero para controlamos. Su frase favorita era: «No querrás decepcionarme, ¿verdad?». Y entonces todos nos portábamos como chicos buenos porque, como has dicho, había mucho dinero. Bueno, apuesto a que el viejo encontró la manera de llevárselo con él.
– Lo sabremos mañana, ¿verdad? -dijo Tyler.
Se reunieron alrededor de la mesa del comedor como desconocidos entre sí, sentados en un silencio incómodo, unidos sólo por los traumas de la infancia.
Kendall paseó la vista por la habitación. Recuerdos terribles se mezclaron con la admiración por su belleza. La mesa era estilo francés clásico, Luís XV, y estaba rodeada de sillas de nogal estilo Directorio. En un rincón había un armario rinconera provenzal francés pintado de azul y crema. En las paredes había dibujos de Watteau y Fragonard.
Kendall se dirigió a Tyler.
– Leí tu decisión en el caso Fiorello. Se merecía la condena que le diste.
– Debe de ser interesante ser juez -dijo Peggy.
– A veces lo es.
– ¿Qué clase de causas llevas? -preguntó Marc. -Causas criminales… violaciones, drogas, homicidios. Kendall se puso pálida y empezó a decir algo, pero Marc le cogió la mano y se la apretó como advertencia.
Tyler dijo cortésmente a Kendalclass="underline"
– Te has convertido en una diseñadora de éxito.
A Kendall le resultaba difícil respirar.
– Sí.
– Es fantástica -dijo Marc.
A la mañana siguiente, llegaron Simon Fitzgerald y Steve Sloane. Clark los escoltó a la biblioteca.
– Les diré que están aquí -dijo.
– Gracias. -Lo vieron alejarse.
La biblioteca era grande y sus dos enormes puertas-ventana se abrían al jardín. El cuarto tenía revestimiento de roble oscuro, y las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de libros encuadernados en cuero. Había un serie de cómodos sillones y de lámparas italianas de lectura. En un rincón había un gabinete de caoba con puertas de cristal biselado engastado en bronce, en el que se exhibía la envidiable colección de armas de Harry Stanford. Debajo había cajones especiales para guardar las municiones.
– Será una mañana interesante -dijo Steve-. Me pregunto cómo reaccionarán.
– Pronto lo sabremos.
Kendall y Marc entraron en el cuarto.
Simon Fitzgerald les dijo:
– Buenos días. Soy Simon Fitzgerald. Éste es mi socio, Steve Sloane.
– Yo soy Kendall Renaud, y éste es Marc, mi marido. Los hombres se estrecharon las manos.
Woody y Peggy entraron.
Kendall dijo:
– Woody, éstos son el señor Fitzgerald y el señor Sloane. Woody asintió.
– Hola. ¿Han traído la pasta?
– Bueno, en realidad…
– ¡Sólo bromeaba! Ésta es mi esposa Peggy. -Woody miró a Steve-. ¿El viejo me ha dejado algo o…?
Tyler entró en la habitación.
– Buenos días.
– ¿Juez Stanford?
– Sí.
– Soy Simon Fitzgerald y éste es Steve Sloane, mi socio. Steve fue el que consiguió permiso para traer el cuerpo de su padre desde Córcega.
Tyler miró a Steve.
– Se lo agradezco. Todavía no estamos seguros de lo que sucedió en realidad. La prensa ha publicado versiones muy diferentes de los hechos. ¿Hubo algo irregular?
– No. Parece que fue un accidente. El yate de su padre quedó atrapado en una terrible tempestad, cerca de las costas de Córcega. Según el testimonio de Dmitri Kaminsky, su guardaespaldas, Harry Stanford se encontraba de pie en la terraza privada de su cabina que daba a cubierta cuando el viento le arrancó unos papeles de la mano. Él trató de atraparlos, perdió el equilibrio y cayó al agua. Cuando finalmente recuperaron su cuerpo, ya era demasiado tarde.
– Qué manera tan horrible de morir -dijo Kendall y se estremeció.
– ¿Habló usted personalmente con ese tal Kaminsky?
– preguntó Tyler.
– Por desgracia, no. Cuando llegué a Córcega, él ya se había ido.
Fitzgerald dijo:
– El capitán del yate había recomendado a su padre no navegar con esa tormenta pero, por alguna razón, él tenía prisa por volver aquí. Creo que había alguna clase de problema urgente.
– ¿Sabe cuál era ese problema? -preguntó Tyler.
– No. Acorté mis vacaciones para venir aquí y reunirme con él. No sé qué…
Woody lo interrumpió.
– Todo esto es muy interesante, pero es historia antigua, ¿verdad? Hablemos del testamento. ¿Nos dejó algo o no? -Las manos se le movían espasmódicamente.
– ¿Por qué no nos sentamos? -sugirió Tyler.
Todos tomaron asiento. Simon Fitzgerald lo hizo frente al escritorio, enfrente de los demás. Abrió un maletín y comenzó a sacar algunos papeles.
Woody estaba a punto de explotar.
– ¿Y? Por el amor de Dios, ¿sí o no?
Kendall dijo:
– Woody…
– Yo sé la respuesta -dijo Woody, furioso-. No nos ha dejado ni un maldito centavo.
Fitzgerald observó los rostros de los hijos de Harry Stanford.
– De hecho -dijo-, cada uno de ustedes recibe partes iguales de sus bienes.
Steve percibió la repentina euforia que vibró en la habitación.
Woody, boquiabierto, miraba fijamente a Fitzgerald.
– ¿Qué? ¿Lo dice en serio? -Se puso en pie de un salto- ¡Es fantástico! -Miró a los otros-. ¿Lo habéis oído? ¡El hijo de puta finalmente hizo algo bueno! -Miró a Simón Fitzgerald-. ¿De cuánto dinero estamos hablando?
– No tengo la cifra exacta. De acuerdo con el último número de la revista Forbes, las Empresas Stanford valen seis mil millones de dólares. La mayoría de ese dinero está invertido en diversas compañías, pero hay alrededor de cuatrocientos millones de dólares en activo.
Kendall escuchaba, aturdida.
– Eso es más de cien millones de dólares para cada uno de nosotros. ¡No puedo creerlo! -«Estoy libre», pensó. «Puedo pagarles lo que me piden y desembarazarme de ellos para siempre.» Con el rostro iluminado miró a Marc y le apretó la mano.