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– N o más de un minuto. Obtendré una rápida muestra de piel.

– De acuerdo -dijo Fitzgerald. Hizo una seña con la cabeza al capataz-. Adelante.

El capataz y sus asistentes comenzaron a abrir el ataúd. -Yo no quiero ver esto -dijo Kendall-. ¿Es necesario? -¡Sí! -le dijo Woody-. Debemos hacerlo.

Todos observaron, fascinados, cómo lentamente levantaban la tapa del cajón y la colocaban a un lado. Se quedaron allí, mirando hacia abajo.

– ¡Dios mío! -exclamó Kendall.

El féretro estaba vacío.

Capítulo 14

De regreso a Rose Hill, Tyler acababa de hablar por teléfono.

– Fitzgerald dice que no habrá filtraciones a la prensa. El cementerio, evidentemente, no quiere esa clase de publicidad negativa. El forense ha ordenado al doctor Collins mantener la boca bien cerrada y podemos confiar en que Perry Winger no hablará.

Woody no le prestaba atención.

– ¡No sé cómo lo hizo la hija de puta -dijo-, pero no se saldrá con la suya! -Miró a los otros con furia-. ¡Quiero creer que tampoco vosotros pensáis que actuó por su cuenta!

– Estoy de acuerdo contigo, Woody -dijo Tyler-. Esa mujer es inteligente y astuta, pero es obvio que no trabaja sola. No estoy seguro de a qué nos enfrentamos.

– ¿Qué haremos ahora? -preguntó Kendall.

Tyler se encogió de hombros.

– Francamente, no lo sé. Ojalá lo supiera. Estoy seguro de que ella piensa ir a la corte a impugnar el testamento.

– ¿Tiene alguna posibilidad de ganar? -preguntó tímidamente Peggy. '

– Me temo que sí. Es muy persuasiva. Hasta había convencido a algunos de nosotros.

– Tiene que haber algo que podamos hacer -exclamó Marc-. ¿Qué os parece si llevamos el asunto a la policía?

– Fitzgerald dice que ya investigan la desaparición del cuerpo, y que están en punto muerto. Y no es un juego de palabras -dijo Tyler-. Lo que es más, la policía quiere que esto se mantenga bajo cuerda, porque de lo contrario van a recibir una avalancha de cadáveres.

– Podemos pedirles que investiguen a esta impostora. Tyler negó con la cabeza.

– Éste no es un asunto policial sino privado… -Se interrumpió un momento y luego dijo-: Sabéis que…

– ¿Qué?

– Podríamos contratar a un investigador privado para tratar de desenmascararla.

– No es mala idea. ¿Conoces alguno?

– No, no en esta ciudad. Pero podríamos pedirle a Fitzgerald que nos consiga uno. O… -Vaciló-. No lo conozco personalmente, pero he oído hablar de un investigador privado cuyos servicios suele utilizar la oficina del fiscal de distrito de Chicago. Tiene una reputación excelente.

– ¿Por qué no tratamos de contratarlo? -sugirió Marc. Tyler los miró.

– Eso depende de vosotros.

– ¿Qué podemos perder? -preguntó Kendall.

– Podría ser caro -advirtió Tyler.

– ¿Caro? -se burló Woody-. Hablamos de millones de dólares.

Tyler asintió.

– Por supuesto. Tienes razón.

– ¿Cómo se llama?

Tyler frunció el entrecejo.

– No lo recuerdo bien. Simpson… Sirnmons… No, no es así, pero es algo parecido. Puedo llamar a la oficina del fiscal de distrito de Chicago.

Todos vieron como cogía el teléfono que estaba sobre la consola y marcaba un número.

Dos minutos después, Tyler hablaba con un asistente del fiscal.

– Soy el juez Tyler Stanford. Tengo entendido que ustedes suelen contratar a un detective privado cuyo trabajo es excelente. Se llama Sirnmons o…

La voz del otro extremo de la línea dijo:

– Se debe referir a Frank Tirnmons.

– ¡Tirnmons! Sí, eso es. -Tyler miró a los otros y sonrió-. ¿Podría darme su número de teléfono para que pueda comunicarme directamente con él?

Después de escribir el número de teléfono, Tyler colgó. Cuando se reintegró al grupo, dijo:

– Bueno, entonces, si todos estamos de acuerdo, trataré de ponerme en contacto con él.

Todos asintieron.

La tarde siguiente, Clark entró en la sala, donde lo aguardaban todos.

– El señor Tirnmons se encuentra aquí.

Era un hombre de algo más de cuarenta años, cutis claro y el porte corpulento de un boxeador. Tenía la nariz rota y ojos luminosos y curiosos. Miró a Tyler y luego a Woody, y preguntó:

– ¿Juez Stanford?

Tyler asintió.

– Yo soy el juez Stanford.

– Frank Tirnmons -se presentó él.

– Por favor tome asiento, señor Tirnmons.

– Gracias. -Se sentó-. Usted es el que me llamó por teléfono, ¿verdad?

– Sí.

– Si quiere que le diga la verdad, no sé qué puedo hacer por usted. No tengo conexiones oficiales aquí.

– Éste no es un asunto oficial -le aseguró Tyler-. Sólo queremos que compruebe los antecedentes de una joven.

– Por teléfono me dijo que ella alega ser hermanastra suya y que no es posible hacer la prueba del ADN.

– Así es -dijo Woody.

Tirnmons observó a los presentes.

– Y ustedes no creen que lo sea.

Se hizo un silencio momentáneo.

– No lo creemos -dijo Tyler-. Por otro lado, cabe la posibilidad de que esté diciendo la verdad. Lo que queremos es que usted nos proporcione pruebas irrefutables de que ella es una Stanford o una impostora.

– Me parece justo. Les costará mil dólares diarios más gastos.

– ¿Mil? -farfulló Tyler.

– Se los pagaremos -lo interrumpió Woody. -Necesitaré toda la información que posean sobre ella. -No creo que sea mucha -dijo Kendall.

– Ella no tiene ninguna prueba concreta -dijo Tyler-. Se presentó aquí con una serie de anécdotas que asegura que le contó su madre sobre nuestra infancia, y…

Timmons levantó una mano.

– Un momento. ¿Quién era su madre?

– Su supuesta madre era una institutriz que tuvimos de niños, llamada Rosemary Nelson.

– ¿Qué sucedió con ella?

Todos se miraron con incomodidad.

Woody fue el que habló.

– Tuvo una aventura con nuestro padre y quedó embarazada. Luego se fue y tuvo una hija. -Se encogió de hombros-. Desapareció.

– Entiendo. ¿Y esta mujer asegura ser su hija?

– Así es.

– No es mucho para empezar. -Se quedó pensativo. Finalmente levantó la vista-. De acuerdo. Veré lo que puedo hacer.

– Eso es todo lo que le pedimos -dijo Tyler.

Lo primero que hizo Tirnmons fue ir a la Biblioteca Pública de Boston y leer todo lo referente al escándalo que se desató veintiséis años antes referente a Harry Stanford, la institutriz y el suicidio de la señora Stanford. Había suficiente material para escribir una novela.

El paso siguiente fue visitar a Simon Fitzgerald.

– Me llamo Frank Tirnmons. Soy…

– Ya sé quién es usted, señor Timmons. El juez Stanford me pidió que cooperara con usted. ¿En qué puedo servido?

– Quiero investigar a la hija ilegítima de Harry Stanford.

Debe de tener alrededor de veintiséis años, ¿verdad?

– Sí. Nació el 9 de agosto de 1969 en el hospital Saint Joseph's de Mi1waukee, Wisconsin. Su madre la llamó Julia. -Se encogió de hombros-. Luego desaparecieron. Me temo que es toda la información que tenemos.

– Es un principio -dijo Tirnmons-. Un principio.

Volvió quince minutos más tarde con un papel en la mano. -Aquí está. Rosemary Nelson. La dirección es Servicio de Mecanógrafas Elite, Omaha, Nebraska…

La señora Dougherty, supervisora del hospital Saint Joseph's de Milwaukee, era una mujer de pelo cano que rondaba los sesenta años.

– Sí, desde luego que lo recuerdo -dijo-. ¿Cómo olvidarlo? Fue un escándalo terrible, que apareció en todos los periódicos. Los periodistas de aquí averiguaron quién era ella y no quisieron dejarla tranquila, pobrecita.

– ¿Adónde fue cuando abandonó el hospital con la niña? -No lo sé. No dejó ninguna dirección.