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– ¿Pagó la totalidad de la cuenta antes de irse?

– No, no lo hizo.

– ¿Cómo es que recuerda eso?

– Porque fue tan triste… Recuerdo que estaba sentada en la misma silla que usted y me dijo que sólo podía pagar parte de la cuenta, pero prometió enviarme el resto del dinero. Desde luego, eso estaba en contra de las normas del hospital, pero sentí lástima por ella; estaba tan enferma cuando se fue de aquí que le dije que sí.

– ¿Y le envió el resto del dinero?

– Por supuesto que sí. Unos dos meses después. Había conseguido trabajo de secretaria.

– ¿Por casualidad no recuerda cuál?

– No. Por Dios, eso fue hace más de veinticinco años, señor Tirnmons.

– Señora Dougherty, ¿tiene a todos sus pacientes en el archivo?

– Claro. -Lo miró-. ¿Quiere que revise los registros? Él sonrió.

– Si no le importa…

– ¿Ayudaría eso a Rosemary?

– Podría significar mucho para ella.

– Discúlpeme un momento, entonces -dijo la señora Dougherty y abandonó la oficina.

El Servicio de Mecanógrafas Elite estaba dirigido por el señor Otto Broderick, un individuo de más de sesenta años.

– Contratamos a muchísimas empleadas eventuales -protestó-. ¿Cómo quiere que recuerde a alguien que trabajó aquí hace tanto tiempo?

– Éste fue un caso bastante especial. Ella era una joven de poco más de veinte años, y su salud no era muy buena. Acababa de tener un hijo y…

– ¡Rosemary!

– Así es. ¿Por qué la recuerda?

– Bueno, me gusta asociar cosas, señor Tirnmons. ¿Sabe lo que es la mnemotecnia?

– Sí.

– Bueno, es lo que yo uso. Asocio palabras. Había una película llamada El bebé de Rosemary. Así que cuando Rosemary vino y me dijo que acababa de tener un bebé, uní las dos cosas y…

– ¿Cuánto tiempo estuvo Rosemary Nelson con ustedes?

– Supongo que alrededor de un año. Pero la prensa descubrió de alguna manera quién era, y no quisieron dejarla en paz. Rosemary abandonó la ciudad de noche para huir de ellos.

– Señor Broderick, ¿tiene idea de adónde se dirigió Rosemary Nelson cuando se fue de aquí?

– Creo que a Florida. Quería vivir en un clima más templado. Le recomendé una agencia que yo conocía en esa ciudad.

– ¿Puede darme el nombre de esa agencia?

– Claro que sí. Es la Agencia Gale. Lo recuerdo porque en esa época yo salía con una chica que se llamaba así…

Diez días después de su reunión con la familia Stanford, Timmons regresó a Boston. Había llamado antes por teléfono, y la familia lo aguardaba. Todos estaban sentados en semicírculo frente a él.

– Dijo que tenía noticias para nosotros, señor Timmons -dijo Tyler.

– En efecto. -Abrió su maletín y sacó algunos papeles-. Éste ha sido un caso de lo más interesante -dijo-. Cuando empecé…

– Vayamos al grano -dijo Woody con impaciencia-. ¿Es o no es una impostora?

Él levantó la vista.

– Si no le importa, señor Stanford, me gustaría presentar los hechos a mi manera.

Tyler dirigió a Woody una mirada de advertencia.

– Me parece justo. Por favor, continúe.

Lo vieron consultar sus notas.

– La institutriz de la familia Stanford, Rosemary Nelson, tuvo una hija engendrada por Harry Stanford. Ella y la pequeña se dirigieron a Omaha, Nebraska, donde comenzó a trabajar para el Servicio de Mecanógrafas Elite. Su jefe me dijo que el clima no le sentaba bien.

»Después, las localicé en Florida, donde ella trabajó para la Agencia Gale. Se mudaron muchas veces de ciudad. Les seguí la pista hasta Harnmond, Indiana, donde vivieron hasta hace diez años y donde terminó el rastro. Después de eso, desaparecieron. -Levantó la vista.

– ¿Y eso es todo, Tirnmons? -preguntó Woody-. ¿Perdió el rastro hace diez años?

– No, de ninguna manera. -Metió la mano en el maletín y sacó otro papel-. La hija, Julia, obtuvo el camet de conducir cuando tenía diecisiete años.

– ¿De qué nos sirve eso? -preguntó Marc.

– En el estado de Indiana, a los conductores se les toman las huellas dactilares. -Levantó una tarjeta-. Éstas son las huellas dactilares de la verdadera Julia Stanford.

– ¡Claro! -exclamó Tyler con entusiasmo-. Si coinciden… Woody lo interrumpió.

– Entonces sería realmente nuestra hermana.

Él asintió.

– En efecto. Traje un equipo portátil para tomar huellas dactilares, por si ustedes quieren comprobar ahora mismo las de esa joven. ¿Está ella aquí?

– Está en un hotel-dijo Tyler-. He hablado con ella todas las mañanas para tratar de persuadida de que se quede aquí hasta que esto se resuelva.

– ¡La tenemos! -dijo Woody-. ¡Vayamos a verla!

Media hora después, el grupo entraba en su habitación del Tremont House. Al entrar, vieron que Julia estaba preparando la maleta. _¿Adónde va? -preguntó Kendall.

Ella se dio la vuelta para mirarlos de frente.

– A casa. Fue un error venir aquí.

– Usted no puede culpamos a nosotros de… -dijo Tyler. Ella contestó furiosa:

– Desde que llegué aquí, no he encontrado más que recelos y desconfianza. Creen que vine aquí a quitarles dinero. Pues bien, no es así. Vine porque quería encontrar a mi familia. Yo… no importa. -Volvió a dedicarse a la maleta.

– Éste es Frank Tirnmons -dijo Tyler-. Es detective privado. Ella levantó la vista.

– Y ahora, ¿qué? ¿Me van a detener?

– No, señora. Julia Stanford sacó el camet de conducir en Hammond, Indiana, cuando tenía diecisiete años.

– Así es -dijo ella-. ¿Es algo ilegal?

– No, señora. La cuestión es…

– La cuestión es -lo interrumpió Tyler-, que en ese carnet están las huellas digitales de Julia Stanford…

Ella los miró.

– No lo entiendo. ¿Qué…?

– Queremos compararlas con las suyas -dijo Woody. Ella apretó los labios.

– ¡No! ¡No lo permitiré!

– ¿Nos está diciendo que no nos dejará tomarle las huellas digitales?

– Así es.

– ¿Por qué no? -preguntó Marc.

El cuerpo de la joven estaba tenso.

– Porque todos ustedes me hacen sentir como una delincuente. Pues bien, ¡he tenido bastante! Quiero que me dejen en paz.

– Ésta es su oportunidad de demostrar quién es en realidad -le dijo Kendall-. A todos nos ha trastornado esto tanto como a usted, y quisiéramos ponerle fin.

Ella permaneció en pie, mirándolos a la cara, uno a uno.

Por último dijo, con voz cansada:

– Está bien. Terminemos con esto.

– Espléndido.

– Señor Tirnmons… -dijo Tyler.

– De acuerdo. -Sacó el equipo para tomar huellas digitales y lo colocó sobre la mesa. Cogió la mano de Julia y le fue apretando cada uno de los dedos en la almohadilla. Después, los apretó sobre un trozo de papel blanco-. Ya está. No ha sido tan difícil, ¿verdad? -Luego puso el carnet de conducir junto a las huellas dactilares que acababa de tomar.

Todo el grupo se acercó a la mesa para observar.

Eran idénticas.

Woody fue el primero en hablar.

– Son… son iguales.

Kendall miraba a Julia con una mezcla de sentimientos encontrados.

– De veras eres nuestra hermana, ¿no?

Ella sonreía entre lágrimas.

– Eso era lo que trataba de decir.

De pronto, todos hablaban al mismo tiempo.

– ¡Es increíble…!

– Después de todos estos años…

– ¿Por qué no volvió nunca tu madre…?

– Lamento haberte hecho pasar tan malos ratos…

La sonrisa de Julia iluminó el cuarto.

– Está bien. Ahora todo está bien.

Woody cogió la tarjeta con las huellas digitales y la miró, espantado.

– ¡Dios mío! Esta tarjeta vale miles de millones de dólares. -Se la metió en el bolsillo-. La haré enmarcar.