– Boeing ocho nueve cinco Papa, habla el Control de salidas de Niza. Se le autoriza a despegar. Cinco a la izquierda. Después del despegue, vire a la derecha, rumbo uno cuatro cero.
El piloto y el copiloto de Harry Stanford intercambiaron una mirada de alivio. El piloto oprimió el botón del micrófono.
– Entendido. Boeing ocho nueve cinco Papa está autorizado a despegar. Giraré a la derecha, rumbo uno cuatro cero.
Pocos minutos más tarde, el enorme avión avanzaba a toda velocidad por la pista y surcaba el cielo gris del amanecer. El copiloto volvió a hablar por el micrófono.
– Control de salidas, el Boeing ocho nueve cinco Papa saliendo de los tres mil pies para alcanzar el nivel de vuelo siete cero.
El copiloto se dirigió al piloto.
Llamaron a la torre de control del aeropuerto desde el coche.
– ¿El avión del señor Stanford sigue en tierra?
– Non, monsieur. Acaba de despegar.
– ¿El piloto registró su plan de vuelo?
– Por supuesto, monsieur.
– ¿Hacia dónde va?
– El avión se dirige a JFK.
– Gracias. -Miró a su compañero-. Van al aeropuerto Kennedy. Haremos que algunos de los nuestros lo esperen.
Cuando el Renault atravesó Montecarlo camino de la frontera italiana, Harry Stanford dijo:
– ¿No existe ninguna posibilidad de que nos estén siguiendo, Dmitri?
– No, señor. Los hemos despistado.
– Bien. -Harry Stanford se apoyó en el asiento y se relajó. No había nada de qué preocuparse: le seguirían la pista al avión. Repasó mentalmente la situación. Realmente era una cuestión de qué sabían y desde cuándo. Eran chacales que seguían el rastro de un león, con la esperanza de abatirlo. Harry Stanford rió para sí. Habían subestimado al hombre al que se enfrentaban. Otras personas que habían cometido el mismo error lo habían pagado caro. También en este caso alguien lo pagaría. Él era Harry Stanford, confidente de presidentes y reyes, un hombre tan rico y poderoso que podía hacer quebrar las economías de una docena de países.
El 727 sobrevolaba Marsella. El piloto habló por el micrófono.
– Marsella, el Boeing ocho nueve cinco Papa está saliendo del nivel de vuelo uno nueve cero para entrar en el nivel de vuelo dos tres cero.
– Entendido.
El Renault llegó a San Remo poco después del amanecer. Harry Stanford tenía buenos recuerdos de la ciudad, pero descubrió que había cambiado drásticamente. Recordaba la época en que era una ciudad elegante, con hoteles y restaurantes de primera clase y un casino donde era imprescindible vestir de etiqueta y donde se podían perder o ganar fortunas en una sola noche. Ahora había sucumbido al turismo, y sus visitantes eran personas chillonas que jugaban en mangas de camisa.
El Renault se aproximaba al muelle, a veinte kilómetros de la frontera franco-italiana. Había dos embarcaderos en el muelle: Marina Porto Sole al este y Porto Communale al oeste. En Porto Sole, un marinero dirigía los amarres. En Porto Communale no había ningún marinero.
– ¿Cuál de los dos? -preguntó Dmitri.
– Porto Communale -le respondió Stanford. «Cuantas menos personas haya cerca, mejor.»
Algunos minutos más tarde, el Renault se detuvo junto al Blue Skies, un elegante yate de cincuenta y cinco metros de eslora, con motor. El capitán Vacarro y una tripulación de doce personas estaban formados en cubierta. El capitán bajó a toda prisa por la pasarela para recibir a los recién llegados.
– Buenos días, signar Stanford -dijo el capitán Vacarro-. Le subiremos el equipaje y…
– No traigo equipaje. Salgamos de una vez.
– Sí, señor.
– Espere un minuto. -Stanford estudiaba a la tripulación. Frunció el entrecejo-. El hombre del extremo es nuevo, ¿verdad?
– Sí, señor. Nuestro grumete cayó enfermo en Capri y contratamos a éste. Está muy reco…
– Deshágase de él-ordenó Stanford.
El capitán lo miró, sorprendido.
– ¿Que lo eche?
– Páguele y despídalo. Y salgamos de aquí. El capitán Vacarro asintió.
– Entendido, señor.
Harry Stanford paseó la vista por el lugar y de pronto se llenó de presentimientos nefastos. El peligro que flotaba en el aire era tan tangible que casi podía tocarlo. No quería tener cerca a desconocidos. El capitán Vacarro y su tripulación trabajaban para él desde hacía años. Podía confiar en ellos. Se volvió para mirar a la muchacha. Puesto que Dmitri la había elegido al azar, no había peligro en ella. Y en cuanto a Dmitri, su fiel guardaespaldas, le había salvado la vida más de una vez. Stanford se dirigió a Dmitri.
_Quédate cerca de mí.
– Sí, señor.
Stanford cogió el brazo de Sophia. -Subamos a bordo, querida.
Dmitri Kaminsky estaba en cubierta, viendo cómo la tripulación se preparaba para soltar amarras. Examinó el puerto con la mirada, pero no vio nada para alarmarse. A esa hora de la mañana había muy poca actividad. Los enormes generadores del yate surgieron a la vida y el barco se puso en marcha.
El capitán se acercó a Harry Stanford.
– No me ha dicho hacia dónde nos dirigimos, signar Stanford.
– No, no lo hice, ¿verdad, capitán? -Pensó un momento-. A Porto fino.
– Sí, señor.
– A propósito, quiero que mantenga la radio en un estricto silencio.
El capitán Vacarro frunció el entrecejo.
– ¿En silencio? Sí, señor, pero ¿qué haremos si…?
– No se preocupe por eso -respondió Harry Stanford-. Limítese a hacerlo. Y no quiero que nadie use teléfonos móviles.
– Correcto, señor. ¿Pernoctaremos en Portofino? -Ya le avisaré, capitán.
Harry Stanford llevó a Sophia a recorrer el yate. Era una de sus posesiones más preciadas y enseñarlo le causaba un gran placer. Era un barco enorme. Tenía una lujosa suite principal con salón y estudio. El estudio era espacioso y estaba amueblado con un sofá, varios sillones y un escritorio, tras el que había un equipo suficiente para dirigir una pequeña ciudad. Sobre la pared había un enorme mapa electrónico en el cual un pequeño barco móvil indicaba la posición actual del yate. Unas puertas corredizas de vidrio daban a una terraza privada situada en cubierta, con una chaise longue, una mesa y cuatro sillas; estaba circundada por una barandilla de madera de teca. En los días agradables, Stanford tenía la costumbre de desayunar en cubierta.
Había seis camarotes de huéspedes, todos con cortinas de seda, ventanas panorámicas y cuarto de baño con jacuzzi. La gran biblioteca era de madera de caoba. El comedor podía alojar a dieciséis invitados. En la cubierta inferior había un gimnasio completamente equipado. El yate también poseía una bodega y un minicine. Harry Stanford tenía una importante colección de películas pornográficas. El mobiliario de todo el barco era exquisito y los cuadros habrían engalanado cualquier museo.
– Bueno, ya lo has visto casi todo -dijo Stanford a Sophia al final del recorrido-. Mañana te enseñaré el resto. Sophia estaba impresionada.
– ¡Nunca había visto nada igual! Es… ¡es como una ciudad! Harry Stanford sonrió ante su entusiasmo.
– El camarero te acompañará a tu camarote. Ponte cómoda. Yo tengo trabajo que hacer.
Harry Stanford volvió a su oficina y observó el mapa electrónico para comprobar la situación del yate. Blue Skies estaba en el mar Mediterráneo y enfilaba hacia el nordeste. «Ellos no sabrán adónde he ido -pensó Stanford-. Me esperarán en JFK. Cuando llegue a Portofino lo arreglaré todo.»
Volando a una altura de treinta y cinco mil pies, el piloto del 727 recibía nuevas instrucciones.
– Vuelo Boeing ocho nueve cinco Papa, se les autoriza la ruta Delta India Noviembre superior cuarenta, según el plan de vuelo.