Cierto día, cuando Tyler se encontraba en el estrado, celebrando un juicio, el ujier se le acercó y le susurró: -Disculpe, señoría…
Tyler lo miró, impaciente.
– ¿Sí?
– Lo llaman por teléfono.
– ¿Qué? ¿Se ha vuelto loco? Estoy en pleno juicio… -Es su padre, señoría. Dice que es muy urgente y que debe hablar inmediatamente con usted.
Tyler se puso furioso. Su padre no tenía derecho a interrumpirlo. Estuvo tentado de no hacer caso de la llamada.
Pero, por otro lado, si era tan urgente…
Se puso en pie.
– Hay un descanso de quince minutos.
Tyler fue a su despacho y cogió el teléfono.
– ¿Papá?
– Espero no molestarte, Tyler. -En su voz había un dejo de malicia.
– En realidad sí lo haces. Estoy en mitad de un juicio y… -Bueno, ponle una multa de tráfico y olvídalo. -Papá…
– Necesito tu ayuda en un problema muy serio.
– ¿Qué clase de problema?
– Mi cocinero me está robando.
Tyler no podía creer lo que oía. Estaba tan furioso que casi no podía hablar.
– ¿Me hiciste bajar del estrado sólo porque…?
– Tú representas a la ley, ¿no es verdad? Pues bien, él la está violando. Quiero que vengas enseguida a Boston y que investigues a toda mi servidumbre. ¡Me están sacando los ojos!
– Papá… -fue todo lo que Tyler pudo decir para no explotar.
– Ya no se puede confiar en esas malditas agencias de personal doméstico.
– Estoy en mitad de un juicio. No puedo ir ahora.
Se hizo un silencio ominoso.
– ¿Qué has dicho?
– Dije…
– No me vas a decepcionar de nuevo, ¿verdad, Tyler? Creo que tal vez debería hablar con Fitzgerald sobre mi testamento.
De nuevo aparecía la zanahoria: el dinero. Su parte de los miles de millones de dólares que lo esperaban cuando su padre muriera.
Tyler carraspeó.
– Si pudieras enviar tu avión a buscarme…
– ¡Diablos, no! Si juegas bien tus cartas, juez, algún día ese avión será tuyo. Piénsalo. Mientras tanto, coge un vuelo regular como todo el mundo. ¡Pero quiero que vengas aquí enseguida! -y la comunicación se cortó.
Tyler se quedó allí sentado, sintiéndose humillado. «Mi padre me ha hecho esto toda la vida. ¡Al diablo con él! No iré. No pienso hacerlo.»
Aquella tarde, Tyler cogió un vuelo a Boston.
La servidumbre de Harry Stanford constaba de veintidós personas. Había un regimiento de secretarias, mayordomos, amas de llaves, criadas, cocineros, conductores, jardineros, y un guardaespaldas.
– Todos son unos malditos ladrones -se quejó Harry
Stanford a Tyler.
– Si eso te preocupa tanto, ¿por qué no contratas a un investigador privado o vas a la policía?
– Porque te tengo a ti -dijo Harry Stanford-. Tú eres juez, ¿no? Pues bien, júzgalos en mi nombre.
Era pura maldad.
Tyler contempló la enorme mansión con sus muebles y pinturas exquisitas, y pensó en la casa deprimente en que vivía. «Esto es lo que merezco tener -pensó-. Y algún día lo tendré.»
Tyler habló con Clark, el mayordomo, y con algunos de los integrantes más antiguos del personal. Interrogó personalmente a cada uno de los criados y comprobó sus antecedentes. La mayoría eran nuevos porque era casi imposible trabajar para Harry Stanford. La rotación de personal era extraordinaria. Algunos empleados sólo duraban allí uno o dos días. Un número reducido de los nuevos eran culpables de raterías sin importancia, y otro era alcohólico, pero aparte de eso, Tyler no encontró ningún problema.
Salvo en lo referente a Dmitri Karninsky.
Dmitri Karninsky había sido contratado por su padre como guardaespaldas y masajista. El hecho de tener que intervenir en tantos procesos criminales había hecho que Tyler fuera un buen conocedor del carácter de las personas y había algo en Dmitri que hizo que Tyler desconfiara enseguida de él. Era el empleado más reciente. El anterior guardaespaldas de Harry Stanford había abandonado el empleo – Tyler se imaginaba por qué-, y una agencia local de personal de seguridad había enviado a Kaminsky.
Era un hombre corpulento, de pecho amplio y brazos grandes y musculosos. Hablaba inglés con fuerte acento ruso.
– ¿Deseaba verme?
– Sí – Tyler le indicó una silla-. Siéntese. -Había revisado sus antecedentes laborales y le dijeron muy poco, salvo que hacía poco que había salido de Rusia-. ¿Usted nació en Rusia?
– Sí -contestó el individuo mirando a Tyler con cautela. -¿En qué parte?
– En Georgia.
– ¿Por qué abandonó Rusia para venir a los Estados
Unidos?
Karninsky se encogió de hombros.
– Aquí hay más oportunidades.
«¿Oportunidades para qué?», se preguntó Tyler. Había algo evasivo en la actitud de aquel hombre. Hablaron durante veinte minutos y al cabo de ese tiempo Tyler estaba convencido de que Dmitri Kaminsky ocultaba algo.
Tyler llamó por teléfono a Fred Masterson, un conocido suyo que trabajaba en el FBI.
– Fred, quiero que me hagas un favor.
– Por supuesto. Si alguna vez voy a Chicago, ¿te ocuparás de mis multas de tráfico?
– Hablo en serio.
– Dime lo que necesitas.
– Quiero que investigues a un ruso que entró en el país hace seis meses.
– Espera un momento. Eso corresponde a la CIA.
– Tal vez, pero no conozco a nadie que trabaje allí. -Tampoco yo.
– Fred, te agradecería muchísimo que hicieras esto por mí. Tyler oyó que el otro hombre suspiraba.
– De acuerdo. ¿Cómo se llama?
– Dmitri Kaminsky.
– Te diré lo que haré. Conozco a alguien que trabaja en la
Embajada Rusa en Washington. Veré si tiene información sobre Kaminsky. Si no es así, me temo que no podré ayudarte.
– Hazlo, entonces.
– ¿Cómo vas con el problema de la servidumbre? -Sigo investigándolos, papá.
– Bueno, no tardes una eternidad -gruñó su padre y abandonó la habitación.
Aquella noche, Tyler cenó con su padre. Inconscientemente, había esperado que su padre estuviera más viejo, más frágil y más vulnerable con el paso del tiempo. Harry Stanford tenía, en cambio, un aspecto sano y vigoroso, como si estuviera en la flor de la vida. «Vivirá siempre -pensó Tyler con desesperación-. Nos sobrevivirá a todos.»
Durante la cena, la conversación fue absolutamente unilateral.
– Acabo de cerrar un trato para comprar la compañía de electricidad de Hawai…
»La semana que viene volaré a Amsterdam para solucionar algunas complicaciones del GATT…
»El Secretario de Estado me ha invitado a acompañarlo a China…
Tyler casi no pudo intervenir ni una sola vez. Al terminar la comida, su padre se puso en pie.
A la mañana siguiente, Tyler recibió una llamada de Fred Masterson, del FBI.
– ¿Tyler?
– Sí.
– Has pescado una joya.
– ¿Ah, sí?
– Dmitri Kaminsky era un asesino a sueldo de la polgoprudnenskaya.
– ¿Qué demonios es eso?
– Te lo explicaré. Hay ocho poderosas bandas de criminales en Moscú. Todos luchan entre ellos, pero los dos más importantes son los chechens y la polgoprudnenskaya. Tu amigo Kaminsky trabajaba para el segundo de esos grupos. Hace tres meses, le encargaron que matara a uno de los líderes de los chechen. En lugar de matarlo, Kaminsky se le acercó y le propuso un trato mejor. La polgoprudnenskaya lo descubrió y ordenó matar a Kaminsky. Las pandillas rusas tienen una costumbre muy rara; primero le cortan los dedos al individuo, después lo dejan desangrarse un rato y, finalmente, lo matan de un disparo. -¡Dios mío!
– Kaminsky logró escapar de Rusia, pero todavía lo buscan. -Es increíble -dijo Tyler.