– ¿Te estás disculpando? Deberías sentirte furiosa. ¿Cuánto hace que Woody te pega?
– Él no me pega -dijo Peggy con obstinación-. Tropecé con una puerta.
Kendall se le acercó.
– Peggy, ¿por qué lo aguantas? Sabes que no es preciso que lo hagas.
Pausa.
– Sí, debo hacerlo.
Kendall la miró, sorprendida.
– ¿Porqué?
Ella la miró.
– Porque le amo -y prosiguió-: Él también me ama.
Créeme, no siempre se porta así. Lo que pasa es que a veces no es él mismo.
– Te refieres a cuando consume drogas.
– ¡No!
– Peggy…
– ¡No!
– Peggy…
Peggy vaciló.
– Supongo que sí.
– ¿Cuándo empezó?
– Inmediatamente después de nuestra boda. Empezó por culpa de un partido de polo. Woody se cayó del pony y quedó gravemente herido. Mientras estaba en el hospital, le dieron drogas para calmarle el dolor. Ellos lo iniciaron. -Miró a Kendall con expresión suplicante-. Así que, como ves, no fue culpa suya. Cuando Woody salió del hospital siguió consumiendo drogas. Cada vez que yo trataba de que las abandonara, me pegaba.
– ¡Peggy, por el amor de Dios! ¡Woody necesita ayuda! ¿No lo entiendes? TU no puedes hacerlo sola. Es un drogadicto. ¿Qué droga consume? ¿Cocaína?
– No. -Breve silencio-. Heroína.
– ¡Dios santo! ¿No puedes hacer que alguien lo ayude?
– Lo he intentado -dijo con un hilo de voz-. ¡No sabes cómo lo he intentado! Woody ha estado ingresado en tres clínicas de rehabilitación. -Sacudió la cabeza-. Durante un tiempo está bien, pero luego… vuelve a empezar. No puede evitarlo.
Kendall abrazó a Peggy. -Lo siento mucho -dijo. Peggy se obligó a sonreír.
– Estoy segura de que Woody se pondrá bien. Se esfuerza mucho. De verdad -su rostro se iluminó-. Cuando acabábamos de casamos era un hombre muy divertido. Nos reíamos continuamente. Me traía pequeños regalos y… -se le llenaron los ojos de lágrimas-. ¡Lo quiero tanto!
– Si hay algo que yo pueda hacer…
– Gracias -susurró Peggy-. Aprecio tu gesto. Kendall le apretó la mano.
– Volveremos a hablar de esto.
Kendall comenzó a bajar las escaleras para reunirse con los otros. Pensaba: «Cuando éramos niños, antes de que mamá muriera, planeábamos tantas cosas bonitas. "TU serás una diseñadora famosa, hermanita, y yo seré el mejor atleta del mundo." Y lo más triste -pensó Kendall-, es que podría haberlo sido. Y ahora, esto.»
Kendall no sabía si sentir más lástima por Woody o por
Peggy.
Al llegar abajo, Clark se le acercó, portando una bandeja con una carta.
– Disculpe, señorita Kendal1. Un mensajero acaba de traer esto para usted -dijo Clark y le entregó el sobre.
Kendall lo miró, sorprendida.
– ¿Quién…? -Asintió-. Gracias, Clark.
Kendall abrió el sobre; cuando empezó a leer la carta, palideció.
– ¡No! -dijo en voz muy baja. El corazón le latía con fuerza y sintió un leve mareo. Se quedó allí, de pie, apoyada en una mesa y tratando de normalizar su respiración.
Al cabo de un momento, se dio media vuelta y entró en la sala. La reunión comenzaba a dispersarse.
– Marc… -Kendall se obligó a parecer tranquila-. ¿Puedo hablarte un momento?
Él la miró, preocupado.
– Sí, desde luego.
Tyler preguntó a Kendalclass="underline"
– ¿Te encuentras bien?
Ella forzó una sonrisa:
– Sí, estoy bien, gracias.
Kendall cogió la mano de Marc y lo condujo al piso superior. Cuando entraron en el dormitorio, Kendall cerró la puerta. -¿Qué ocurre? -le preguntó Marc.
Kendall le entregó el sobre. La carta decía:
Estimada señora Renaud:
¡Felicidades! A nuestra Asociación para la protección de la Fauna Silvestre le alegró muchísimo enterarse de su buena fortuna. Sabemos lo mucho que le interesa el trabajo que estamos realizando, y contamos con su apoyo. Por lo tanto, mucho apreciaríamos que depositara un millón de dólares norteamericanos en nuestra cuenta numerada de Zurich dentro de los próximos diez días. Esperamos tener noticias suyas muy pronto.
Igual que en las cartas anteriores, todas las letras E estaban incompletas.
– ¡Hijos de puta! -explotó Marc.
– ¿Cómo han sabido que estoy aquí? -preguntó Kendal1. -Lo único que necesitaban era leer cualquier periódico -dijo Marc con amargura. Volvió a leer la carta y sacudió la cabeza-. No abandonarán. Tenemos que ir a la policía. -¡No! -exclamó Kendall-. ¡No podemos! ¡Es demasiado tarde! ¿No lo entiendes? Sería el fin de todo. ¡De todo! Marc la abrazó y la estrechó con fuerza.
– Está bien. Ya encontraremos la manera.
Pero Kendall sabía que no la había.
Había ocurrido seis meses antes, un día que había empezado gloriosamente primaveral. Kendall había asistido a la fiesta de cumpleaños de una amiga en Ridgefield, Connecticut. Fue una reunión maravillosa y Kendall se había encontrado con varias amigas. Bebió una copa de champán. En mitad de una conversación, de pronto miró su reloj y exclamó:
– ¡Oh, no! No tenía idea de que fuera tan tarde. Marc me está esperando.
Las despedidas fueron rápidas y Kendall subió a su automóvil y partió. En el trayecto de regreso a Nueva York decidió tomar un sinuoso camino secundario hasta la autopista 1-684. Avanzaba a casi ochenta kilómetros por hora al acercarse a una curva cerrada. A la derecha del camino había un coche aparcado y Kendall automáticamente giró el volante hacia la izquierda. En aquel momento, una mujer que tenía en las manos un puñado de flores recién cortadas comenzó a cruzar el estrecho camino. Kendall trató de evitarla, pero era demasiado tarde. Después, todo pareció hundirse en la nebulosa. Oyó un golpe seco cuando golpeó a la mujer con el guardabarros delantero izquierdo. Kendall frenó, bajó del coche y, temblando como una hoja, corrió hacia donde la mujer yacía en el camino, bañada en sangre.
Kendall se quedó paralizada. Por último se inclinó, giró el cuerpo de la mujer y miró sus ojos sin vida.
– ¡Dios mío! -murmuró. Sintió que la bilis ascendía por su garganta. Levantó la vista, desesperada, sin saber qué hacer. Llena de pánico, giró la cabeza. No había automóviles a la vista. «Está muerta -pensó-. Yo no puedo ayudarla. No fue culpa mía, pero me acusarán de conducir en estado de ebriedad. El análisis de mi sangre revelará la existencia de alcohol. ¡Me enviarán a la cárcel!»
Miró por última vez el cuerpo de la mujer y corrió hacia a su coche. El guardabarros delantero izquierdo estaba abollado y en él había manchas de sangre. «Debo esconder el coche en un garaje -pensó Kendall-. La policía lo buscará.» Subió al vehículo y aceleró.
Durante el resto del trayecto hasta Nueva York, estuvo todo el rato mirando por el espejo retrovisor, esperando ver luces rojas que destellaban y el sonido de una sirena. Metió el coche en el garaje de la calle Noventa y seis, donde siempre lo guardaba. Sam, el dueño del garaje, hablaba en aquel momento con Red, su mecánico. Kendall se apeó.
– Buenas tardes, señora Renaud -dijo Sam.
– Buenas tardes -Kendall luchaba para que no le castañetearan los dientes.
– ¿No volverá a sacarlo esta noche?
– No.
Red miraba el guardabarros.
– Tiene una fea abolladura aquí, señora Renaud. Y parece que hay manchas de sangre.
Los dos hombres la miraban.
Kendall respiró hondo.
– Sí. Yo… he atropellado un ciervo en la carretera. -Tuvo suerte de que no le abollara más el coche -dijo Sam-. A un amigo mío le pasó lo mismo y quedó hecho una ruina -sonrió-. Y no creo que al ciervo le haya ido mejor.
– Por favor, apárquelo -dijo Kendall.
– Por supuesto.
Kendall se dirigió a la puerta del garaje y miró hacia atrás. Los dos hombres contemplaban el guardabarros.