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– Pero sin duda debe de haber una manera de…

– Lo siento. Me temo que no.

Kendall y Marc se miraron. Había desesperación en la cara de ella.

Marc se puso en pie.

– Gracias por dedicamos su tiempo.

– Lamento no haber podido ayudarles -dijo el vicepresidente y los acompañó a la puerta de su oficina.

– No. Acabo de dejar mi automóvil. Buenas noches. -y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.

– Buenas noches, señora Renaud.

Por la mañana, cuando Kendall pasó por la oficina del garaje, la máquina de escribir había desaparecido y en su lugar había un ordenador.

Sam vio que lo observaba.

– Bonito, ¿no? Decidí que nos trasladáramos al siglo XX. «¿Ahora que tenía dinero para hacerlo?»

Cuando Kendall le relató a Marc lo sucedido esa tarde, él dijo:

– Es una posibilidad, pero necesitamos tener pruebas.

El lunes por la mañana, cuando Kendall fue a su oficina, Nadine la esperaba.

– ¿Se siente mejor, señora Renaud?

– Sí, gracias.

– Ayer fue mi cumpleaños. ¡Mire lo que me regaló mi marido! -Se acercó al armario y sacó una lujosa estela de visón-. ¿No es preciosa?

Cuando Kendall entró aquella tarde al garaje, no vio a Sam ni a Red.

Aparcó y, al pasar por la pequeña oficina, a través de la ventana vio una máquina de escribir sobre una mesa. Se detuvo, se quedó mirándola y se preguntó si tendría una letra E incompleta. «Tengo que averiguarlo», pensó.

Se acercó a la oficina, dudó un momento, luego abrió la puerta y entró. Cuando se acercaba a la máquina de escribir, Sam apareció de pronto de la nada.

– Buenas tardes, señora Renaud -dijo-. ¿Puedo hacer algo por usted?

Ella giró sobre sus talones, sorprendida.

Capítulo 19

Julia Stanford disfrutaba de tener a Sally como compañera de piso. Siempre se mostraba optimista, divertida y alegre. Había tenido un mal matrimonio y jurado no volver nunca a tener una relación estrecha con un hombre. Julia no estaba segura de cuál era el significado de «nunca» para Sally, porque parecía salir todas las semanas con un hombre diferente.

– Los hombres casados son los mejores -filosofaba Sally-. Se sienten culpables, así que siempre te compran regalos. Con los solteros tienes que preguntarte: ¿por qué no se habrá casado?

Cierto día le dijo a Julia:

– No estás saliendo con ningún hombre, ¿verdad?

– No. -Julia pensó en los hombres que habían querido salir con ella-. No quiero salir sólo por el hecho de salir, Sally. Tengo que estar con alguien que realmente me importe.

– Pues bien, ¡yo tengo un hombre para ti! -dijo Sally-. ¡Te encantará! Se llama Tony Vinetti. Le hablé de ti y se muere de ganas por conocerte.

– Realmente, no creo que…

– Te pasará a buscar mañana a las ocho.

Tony Vinetti era alto, muy alto, y de aspecto algo desgarbado pero atractivo. Tenía el pelo oscuro y grueso, y una sonrisa cautivadora cuando miraba a Julia.

– Sally no exageraba. ¡Eres deslumbrante!

– Gracias -dijo Julia y sintió una oleada de placer. -¿Has ido alguna vez al Houston's?

Era uno de los restaurantes más elegantes de la ciudad de Kansas.

– No. -Lo cierto era que no podía permitirse el lujo de comer en semejante lugar. Ni siquiera con el reciente aumento de sueldo.

– Bueno, allí es donde tenemos reservada una mesa.

En la cena, Tony habló en su mayor parte sobre sí mismo, pero a Julia no le importó. Era un hombre entretenido y encantador. «Es una maravilla», le había dicho Sally. y lo era.

La cena estuvo deliciosa. De postre, Julia pidió soufflé de chocolate y Tony, helado. Mientras tomaban el café, Julia pensó: «¿Me invitará a ir a su casa? Y, si lo hace, ¿iré? No. No puedo aceptar. No en nuestra primera cita. Pensará que soy una mujer fácil. Cuando salgamos la próxima vez…»

Llegó la cuenta. Tony la revisó y dijo:

– Parece estar bien. -Fue señalando los distintos platos-. Tú has comido paté y langosta…

– Sí.

– Y, además, patatas fritas y ensalada, y luego el soufflé,

¿no es así?

Ella lo miró, desconcertada.

– Sí, es verdad…

– Muy bien. -Hizo una suma rápida-. Tu parte de la cuenta son cincuenta dólares con cuarenta centavos.

Julia se quedó petrificada.

– ¿Cómo dices?

Tony sonrió.

– Sé lo independientes que sois en la actualidad las mujeres. No dejáis que los hombres os inviten a nada. Pero yo dijo con tono magnánimo- me haré cargo de tu parte de la propina.

– Lamento que no haya funcionado -se disculpó Sally-. Realmente es un dulce. ¿Volverás a verlo?

– No puedo permitirme ese lujo -dijo Julia con amargura.

– Bueno, tengo a alguien más para ti. Te encantará… -No. Sally, de verdad que no quiero…

– Confía en mí.

* * *

Ted Riddle tenía cerca de cuarenta años, y Julia tuvo que admitir que era bastante atractivo. La llevó al restaurante Jennie's, en Strawberry Hill, famoso por su auténtica comida croata.

– Sally me hizo un gran favor -dijo Riddle-. Eres preciosa.

– Gracias.

– ¿Te ha dicho Sally que tengo una agencia de publicidad? -No, no me lo ha dicho.

– Pues sí, tengo una de las firmas más importantes de la ciudad. Todo el mundo me conoce.

– Qué bien. Yo no…

– Pues sí. Nos ocupamos de celebridades, bancos, negocios grandes, cadenas de tiendas…

– Bueno, yo… supermercados, lo que se te ocurra.

– Me parece…

– Te contaré cómo empecé…

En ningún momento dejó de hablar durante la cena, y el único tema fue Ted Riddle.

A la noche siguiente, Jerry McKinley se presentó. Era bien parecido y tenía una personalidad dulce y agradable. Cuando cruzó la puerta y miró a Julia, dijo:

– Sé que las citas a ciegas son siempre difíciles. Yo soy bastante tímido, así que sé cómo debes de sentirte, Julia.

A ella le cayó bien enseguida.

Fueron a cenar al restaurante chino Evergreen, en la calle State. -Sé que trabajas para una firma de arquitectos. Debe de ser emocionante. Creo que la gente no se da cuenta de lo importantes que son los arquitectos.

«Es un hombre muy sensible», pensó Julia, feliz. Le sonrió. -No puedo estar más de acuerdo contigo.

La velada fue deliciosa y, cuanto más hablaban, más admiración sentía Julia por él. Decidió mostrarse audaz.

– ¿Quieres subir a mi piso para tomar una última copa? -le preguntó.

– No. Vayamos al mío.

– ¿A tu piso?

Él se inclinó hacia adelante y le apretó la mano.

– Sí. Allí es donde guardo los látigos y las cadenas.

– Lo más probable es que se sintiera nervioso -se disculpó Sally.

– Bueno, te aseguro que me puso nerviosa a mí. Si quieres saber algún dato sobre la vida de Ted Riddle desde el día en que nació, no tienes más que preguntármelo.

Henry Wesson tenía un estudio de contabilidad en el mismo edificio que Peters, Eastman & ToIkin. Dos o tres mañanas por semana, Julia se encontraba con él en el ascensor. Parecía un hombre bastante agradable. Tendría poco más de treinta años, parecía inteligente, era rubio y usaba gafas con armazón negro.

La relación de ambos comenzó con saludos corteses de cabeza, luego «buenos días», después «está muy guapa hoy», y, al cabo de varios meses, «me pregunto si no querrá cenar conmigo una de estas noches». La miró con ansiedad, esperando una respuesta.

Julia sonrió. -Está bien.

– Jerry McKinley.

– ¿Qué?

– Jerry McKinley. Acabo de recordarlo. Solía salir con una amiga mía. Y ella estaba absolutamente loca por él. -Gracias, Sally, pero no.