Capítulo 20
Tyler empezaba a ponerse histérico. Durante las últimas veinticuatro horas había estado marcando el número particular de Lee sin obtener respuesta. «¿Con quién estará -se torturaba Tyler-. ¿Qué estará haciendo?»
Cogió el teléfono y volvió a marcar.
El teléfono sonó un buen rato y, justo cuando Tyler iba a colgar, oyó la voz de Lee.
– ¿Diga?
– ¡Lee! ¿Cómo estás?
– ¿Quién demonios habla?
– Soy Tyler.
– ¿Tyler? -Pausa-. Ah, sí.
Tyler sintió una punzada de desilusión.
– ¿Cómo estás?
– Muy bien -contestó Lee.
– Te dije que tendría una sorpresa maravillosa para ti. -¿Ah, sí? -Lee parecía aburrido.
– ¿Recuerdas lo que me dijiste sobre ir a Saint Tropez en un hermoso yate blanco?
– ¿Y…?
– ¿Te gustaría ir el mes próximo?
– ¿Hablas en serio?
– Ya lo creo que sí.
– Bueno, no sé. ¿Tienes un amigo con un yate?
– Estoy a punto de comprar uno.
– No estarás metido en algún lío, ¿verdad, juez?
– En absoluto. Es sólo que acabo de recibir dinero. Mucho dinero.
– Saint Tropez, ¿eh? Sí, suena estupendo. Por supuesto que me encantaría ir contigo.
Tyler sintió un profundo alivio.
– ¡Maravilloso! Mientras tanto, no… -ni siquiera se atrevía a pensarlo-. Me mantendré en contacto contigo, Lee colgó y se sentó en el borde de la cama. Me encantaría ir contigo. Se imaginaba a los dos en un yate precioso, viajando juntos por el mundo. Juntos.
Tyler abrió la guía telefónica y se puso a buscar en las páginas amarillas.
Las oficinas John Alden Yachts, Inc. se encontraban en la Dársena Comercial de Boston. El gerente de ventas se acercó a Tyler cuando entró.
– ¿En qué puedo servirle, señor?
Tyler lo miró y dijo, con tono indiferente:
– Quiero comprar un yate.
Lo más probable era que el yate de su padre formara parte de los bienes, pero Tyler no tenía intención de compartir un barco con sus hermanos.
– ¿De motor o de vela?
– Bueno, no estoy seguro. Quiero poder viajar en él por todo el mundo.
– Entonces probablemente se trate de uno a motor. -Tiene que ser blanco.
El gerente de ventas lo miró, extrañado.
– Sí, por supuesto. ¿De qué tamaño le gustaría?
El Blue Skies tenía cincuenta y cinco metros de eslora. -De sesenta metros.
El gerente de ventas parpadeó.
– Entiendo. Desde luego, un barco de ese tamaño sería muy caro, señor…
– Juez Stanford. Mi padre era Harry Stanford.
La cara del hombre se iluminó.
– El dinero no es problema -dijo Tyler.
– ¡Desde luego que no! Pues bien, juez Stanford, le conseguiremos un yate que todo el mundo envidiará. Blanco, por su puesto. Mientras tanto, aquí tiene una carpeta con algunos barcos disponibles. Llámeme cuando decida cuáles le interesan.
Woody Stanford pensaba en ponis de polo. Toda su vida había tenido que montar animales pertenecientes a caballerizas de amigos, pero ahora podría permitirse el lujo de comprar ponis en las cuadras más importantes del mundo.
En aquel momento hablaba por teléfono con Mimi Carson.
– Quiero comprarte la caballeriza -dijo Woody, con voz excitada. Escuchó un momento-. Sí, toda la caballeriza. Hablo en serio. De acuerdo…
La conversación duró media hora y, cuando finalmente Woody cortó la comunicación, sonreía. Fue en busca de Peggy.
Ella estaba sentada, sola, en la terraza. Woody alcanzó a vede los moretones en la cara, donde le había pegado.
– Peggy…
Ella levantó la vista, temerosa.
– ¿Sí?
– Tengo que hablar contigo. Yo… no sé por dónde empezar. Ella esperó.
Woody respiró hondo.
– Sé que he sido un marido espantoso. Algunas de las cosas que he hecho son imperdonables. Pero, querida, ahora todo cambiará. ¿No lo entiendes? Somos ricos. Realmente ricos. Quiero compensarte -le cogió la mano-. Esta vez dejaré las drogas. De veras. Tendremos una vida completamente diferente.
Ella lo miró a los ojos y dijo, con voz apagada: -¿En serio, Woody?
– Lo prometo. Sé que lo he dicho otras veces, pero esta vez va en serio. Lo he decidido. Iré a una clínica para que me curen. Quiero salir de este infierno. Peggy… -En su voz había desesperación-. No puedo hacerlo sin ti. Sabes que no…
Ella lo miró un buen rato y después lo acunó en sus brazos. -Pobrecito. Ya lo sé -susurró-. Ya lo sé. Yo te ayudaré…
Había llegado el momento en que Margo Posner debía irse. Tyler la encontró en el estudio. Cerró la puerta.
– Quería darte las gracias de nuevo, Margo.
Ella sonrió.
– Ha sido divertido. Lo he pasado muy bien -lo miró con expresión taimada-. Tal vez debería convertirme en actriz. Él sonrió.
– Y serías una actriz excelente. Desde luego, a este público lo has engañado.
– Sí lo hice, ¿verdad?
– Aquí tienes el resto de tu dinero. – Tyler sacó un sobre del bolsillo-. Y el billete de avión a Chicago.
– Gracias.
Tyler consultó su reloj.
– Será mejor que te vayas si no quieres perder el avión. -Sí. Sólo quiero que sepas cuánto aprecio lo que has hecho por mí. Me refiero a sacarme de la cárcel y todo eso.
El sonrió.
– No es nada. Que tengas buen viaje.
– Gracias.
Tyler la observó subir a preparar su equipaje. La partida había terminado.
«Jaque mate.»
Margo Posner estaba en su dormitorio terminando de preparar el equipaje cuando Kendall entró.
– Hola, Julia. Sólo quería… -se detuvo en seco-. ¿Qué estás haciendo?
– Regreso a casa.
Kendall la miró, sorprendida.
– ¿Tan pronto? ¿Por qué? Esperaba que pudiéramos pasar un tiempo juntas y conocemos más. Tenemos que ponemos al día… han sido muchos años.
– Sí, claro. Tendrá que ser en otra ocasión.
Kendall se sentó en el borde de la cama.
– Es como un milagro, ¿verdad? Encontramos después de todos estos años.
Margo siguió preparando sus cosas.
– Sí. Ya lo creo que es un milagro.
– Debes de sentirte un poco como Cenicienta. Quiero decir, eso de vivir una vida común y corriente, y de pronto que alguien te entregue mil millones de dólares.
Margo interrumpió su tarea.
– ¿Qué?
– Dije…
– ¿Mil millones de dólares?
– Sí. Según el testamento de papá, eso es lo que heredará cada uno de nosotros.
Margo miraba a Kendall, estupefacta.
– ¿Cada uno recibirá mil millones de dólares?
– ¿No te lo han dicho?
– No -respondió Margo muy despacio-. No me lo han dicho -en su rostro apareció una expresión pensativa-. ¿Sabes, Kendall?, tienes razón. Tal vez deberíamos conocemos más.
Tyler estaba en el solarium, viendo fotografías de yates, cuando Clark se le acercó.
– Disculpe, juez Stanford. Tiene una llamada. -Pásamela aquí.
Era Keith Percy, de Chicago.
– ¿Tyler?
– Sí.
– ¡Tengo muy buenas noticias para ti!
– ¿Ah, sí?
– ¿Qué te parecería ser nombrado juez principal? -Sería maravilloso, Keith -contestó Tyler, tratando de reprimir la risa.
– ¡Pues entonces el cargo es tuyo!
– Bueno… no sé qué decir -«¿Qué tendría que decir? ¿Que los multimillonario s no ocupan el estrado de una mugrienta sala de Chicago, ni dictan sentencias a los marginados de este mundo? ¿Que estaré demasiado ocupado navegando por el mundo en mi yate?»
– ¿Cuándo podrás estar de regreso a Chicago?
– Lo cierto es que tardaré un tiempo -respondió Tyler-. Tengo mucho que hacer aquí.
– Bueno, todos te estaremos esperando.
– Adiós. -Colgó y consultó su reloj. Era la hora en que Margo debía salir para el aeropuerto. Tyler subió a despedirse de ella.