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– Entendido. Boeing ocho nueve cinco Papa autorizado a la ruta superior cuarenta, según plan de vuelo. -Miró al copiloto-. Todo en orden.

El piloto se desperezó, se puso en pie, se acercó a la puerta y miró hacia la cabina.

– ¿Cómo está nuestro pasajero? -preguntó el copiloto.

– Creo que tiene hambre.

Capítulo 3

El Blue Skies se aproximaba a Portofino; incluso desde lejos, la vista era imponente, con sus colinas cubiertas de olivos, pinos, cipreses y palmeras. Harry Stanford, Sophia y Dmitri se encontraban en cubierta, observando la línea costera a la que se aproximaban.

– ¿Has estado con frecuencia en Portofino? -preguntó Sophia.

– Sí, algunas veces.

– ¿Dónde está tu casa principal?

«Demasiado personal.»

– Te gustará Portofino, Sophia, es un lugar muy hermoso. El capitán Vacarro se les acercó.

– ¿Almorzarán a bordo, signar Stanford?

– No. Almorzaremos en el Splendido.

– Muy bien. ¿Deberé prepararlo todo para levar anclas después del almuerzo?

– Creo que no. Disfrutemos de la belleza del lugar.

El capitán Vacarro lo miró sorprendido. Harry Stanford tenía mucha prisa de repente y, al cabo de un momento, parecía tener todo el tiempo del mundo. Y, ¿con la radio desconectada? ¡Increíble! Pazzo.

Cuando el Blue Skies ancló, Stanford, Sophia y Dmitri bajaron a tierra en la lancha del yate. El pequeño puerto de mar era encantador, con una variedad de coloridas tiendas y trattorias que tapizaban el único camino que conducía a las colinas. Una docena de pequeños barcos de pesca se encontraban varados en la playa de guijarros.

Stanford se dirigió a Sophia.

– Almorzaremos en el hotel que está en la cima de la colina. Desde allí hay una vista preciosa. -Indicó con la cabeza un taxi detenido más allá del muelle-. Toma un taxi hasta allí; yo me reuniré contigo dentro de algunos minutos. -Le entregó algunas liras.

– Muy bien, caro.

La siguió con la mirada mientras se alejaba y después le dijo a Dmitri:

– Tengo que hacer una llamada.

«Pero no desde el barco», pensó Dmitri.

Los hombres se dirigieron a las dos cabinas telefónicas que había al final del muelle. Dmitri vio que Stanford entraba en una e insertaba una moneda.

– Operadora, quiero hacer una llamada al Union Bank of Switzerland, en Ginebra.

Una mujer se acercó a la segunda cabina telefónica. Dmitri se plantó delante de la puerta y le bloqueó el paso.

– Disculpe -dijo ella-. Yo…

– Espero una llamada.

La mujer lo miró, sorprendida.

– Oh -dijo, y miró esperanzada la cabina en la que estaba Stanford.

– Yo de usted no esperaría -gruñó Dmitri-. Estará al teléfono un buen rato.

La mujer se encogió de hombros y se alejó.

– Hola.

Dmitri observaba a Stanford hablar por teléfono.

– ¿Peter? Tenemos un pequeño problema.

Stanford cerró la puerta de la cabina.

Hablaba muy rápido y Dmitri no podía oír lo que decía. Al concluir la conversación, Stanford colgó y abrió la puerta de la cabina telefónica.

– ¿Todo bien, señor Stanford? -preguntó Dmitri.

– Vamos a comer algo.

* * *

El Splendido es la joya de la corona de Portofino: un hotel con una magnífica vista panorámica de la bahía de aguas color esmeralda. El hotel hospeda a los muy ricos y cuida celosamente su reputación. Harry Stanford y Sophia almorzaron en la terraza.

– ¿Quieres que pida por ti? -preguntó Stanford-. Tienen algunas especialidades que creo que te gustarán mucho.

– Por favor, hazlo -respondió Sophia.

Stanford ordenó trenette, la pasta local, ternera y focaccia, el pan salado de la región.

– Y tráiganos una botella de Schramsberg del 88. -Se dirigió a Sophia-: Figura el primero en la lista del lnternational Wine Challenge de Londres. Yo soy el dueño del viñedo.

Ella sonrió.

– Eres afortunado.

La suerte no tenía nada que ver.

– Estoy convencido de que el hombre tiene que disfrutar de las delicias comestibles que Dios ha puesto sobre la Tierra. -Le cogió la mano-. Y también de otras delicias.

– Eres un hombre sorprendente.

– Gracias.

A Stanford le excitaba que las mujeres hermosas lo admiraran. Sophia era lo bastante joven como para ser su hija yeso lo excitaba todavía más.

Cuando terminaron de almorzar, Stanford miró a Sophia y sonrió.

– Volvamos al yate.

– ¡Oh, sí!

Harry Stanford era un amante versátil, apasionado y experto. Su inmenso amor propio lo hacía preocuparse más por satisfacer a una mujer que por lograr satisfacción él mismo. Sabía cómo excitar las zonas eróticas de una mujer y orquestar el acto amoroso en una sinfonía sensual que llevaba a sus amantes a cumbres que jamás habían alcanzado antes.

Pasaron la tarde en la suite de Stanford; cuando terminaron, Sophia estaba extenuada. Harry Stanford se vistió y subió al puente a ver al capitán Vacarro.

– ¿Le gustaría seguir hacia Cerdeña, signor Stanford? -preguntó el capitán.

– Pasemos primero por Elba.

– Muy bien, señor. ¿Está todo a su gusto?

– Sí -dijo Stanford-. Todo está muy bien. -Comenzaba a excitarse de nuevo, así que volvió al camarote.

Llegaron a la isla de Elba a la mañana siguiente y anclaron en Portoferraio.

Cuando el Boeing 727 entró en el espacio aéreo de los Estados Unidos, el piloto habló con el Centro de control.

– Centro de Nueva York, el vuelo Boeing ocho nueve cinco Papa está pasando del nivel de vuelo dos seis cero al nivel de vuelo dos cuatro cero.

Por la radio se oyó una voz procedente del Centro de control de Nueva York.

– Entendido, se les permite entrar en uno dos mil, directo al JFK. Realicen aproximación en uno dos siete punto cuatro.

Desde la parte posterior del avión brotó un suave gruñido.

– Tranquilo, Prince. Pórtate bien. Te pondré el cinturón de seguridad.

Cuatro hombres aguardaban cuando el 727 tocó tierra. Se encontraban en distintos puntos estratégicos para poder ver a los pasajeros descender del avión. Esperaron durante media hora. El único pasajero que salió fue un pastor alemán blanco.

Portoferraio es el principal centro comercial de la isla de Elba. Sus calles están flanqueadas por tiendas elegantes y sofisticadas; tras el muelle, los edificios del siglo XVIII se encuentran apretujados debajo de la escarpada ciudadela del siglo XVI edificada por el duque de Florencia.

Harry Stanford había visitado muchas veces la isla y, curiosamente, se sentía muy cómodo allí. Allí había sido exiliado Napoleón Bonaparte.

– Iremos a ver la casa de Napoleón -le dijo a Sophia-. Nos encontraremos allí. -Se dirigió a Dmitri-: Llévala a la Villa del Mulini.

– Sí, señor.

Stanford vio cómo se alejaban Dmitri y Sophia. Consultó su reloj. El tiempo se estaba acabando. Su avión ya habría aterrizado en el aeropuerto Kennedy. Cuando ellos se enteraran de que él no estaba a bordo, la cacería humana se reanudaría. «Les llevará un tiempo encontrar el rastro -pensó Stanford-. Entonces, ya estará arreglado todo.»

Entró en la cabina telefónica que había en un extremo del muelle.

– Quiero una conferencia con Londres -dijo a la operadora-. Al Barclay's Bank. Uno siete uno…

Media hora después, recogió a Sophia y la llevó de vuelta al puerto.

– Sube a bordo -le dijo-. Tengo que hacer una llamada.

Sophia lo vio dirigirse a la cabina telefónica que estaba en el puerto. «¿Por qué no usará los teléfonos del yate?», se preguntó. En el interior de la cabina, Harry Stanford decía: