– Sólo acompáñenos en silencio, señorita Posner -dijo el médico.
– ¡Auxilio! -gritó Margo-. ¡Ayúdenme!
Los otros pasajeros contemplaban la escena, boquiabiertos.
– ¿Qué les ocurre a todos? -aulló Margo-. ¿Están ciegos? ¡Me están secuestrando! ¡Yo soy en realidad Julia Stanford! ¡Soy la hija de Harry Stanford!
– Por supuesto que lo es -dijo el doctor Zimmerman con tono tranquilizador-. Ahora cálmese.
Los otros pasajeros vieron, con azoramiento, que llevaban a Margo a la parte posterior de la ambulancia mientras ella pataleaba y gritaba.
Una vez dentro de la ambulancia, el médico sacó una jeringuilla y le clavó la aguja en el brazo.
– Relájese -le dijo-. Todo va bien.
– ¡Usted debe de estar loco! -dijo Margo-. Debe de… -sus ojos comenzaron a cerrarse.
Las puertas de la ambulancia se cerraron y el vehículo se alejó a toda velocidad.
Cuando Tyler recibió el informe, estalló en carcajadas. Le parecía ver a aquella perra codiciosa cuando se la llevaban. Dispondría que la mantuvieran encerrada durante el resto de su vida.
«Ahora la partida realmente ha terminado. ¡Lo conseguí! El viejo se retorcería en su tumba -si todavía tuviera una- si supiera que yo controlo las Empresas Stanford. Le daré a Lee todo lo que siempre ha soñado.»
Perfecto. Todo estaba perfecto.
Los acontecimientos del día despertaron en Tyler una gran excitación sexual. «Necesito aliviarme.» Abrió su maletín y, de la parte de atrás extrajo un ejemplar de la Guía Damron. En Boston figuraban varios bares para homosexuales.
Eligió The Quest, ubicado en la calle Boylston. «Me saltaré la cena e iré directamente al club.»
Julia y Sally se vestían para salir a trabajar.
Sally preguntó:
– ¿Cómo fue tu salida de anoche con Henry?
– Igual que siempre.
– ¿Igual de mal, eh? ¿Todavía no habéis fijado fecha para la boda?
– ¡Dios no lo quiera! -exclamó Julia-. Henry es muy dulce, pero… -Suspiró-. No es para mí.
– Es posible que él no lo sea -dijo Sally-, pero éstos sí son para ti -le entregó cinco sobres.
Todos contenían facturas. Julia los abrió. Tres decían «Vencida» y otra llevaba la leyenda «Tercer aviso». Julia las observó un momento.
– Sally, ¿podrías prestarme…?
Sally la miró, sorprendida.
– No te entiendo, Julia.
– ¿Qué quieres decir?
– Trabajas como una esclava, no puedes pagar tus cuentas, y lo único que tendrías que hacer es levantar el dedo meñique para conseguir algunos millones de dólares.
– No es mi dinero.
– ¡Por supuesto que lo es! -saltó Sally-. Harry Stanford era tu padre, ¿no? Ergo, tienes derecho a parte de sus bienes. Y te prevengo que no uso con frecuencia la palabra ergo.
– Olvídalo. Ya te conté cómo trató a mi madre. Seguro que no me ha dejado ni un centavo.
Sally suspiró.
– ¡Maldición! ¡Y yo que tenía la ilusión de estar viviendo con una millonaria!
Caminaron hacia el aparcamiento donde tenían sus coches. El lugar de Julia estaba vacío. Ella lo miró, sobresaltada. -¡Ha desaparecido!
– ¿Estás segura de que lo dejaste aquí anoche? -preguntó
Sally.
– Sí.
– ¡Entonces alguien te lo ha robado!
Julia sacudió la cabeza.
– No -dijo en voz baja.
– ¿Qué quieres decir?
Giró la cabeza para mirar a Sally.
– Deben haberlo embargado. Debo tres pagos. -Maravilloso -dijo Sally-. Realmente maravilloso.
Sally no podía dejar de pensar en la situación de su compañera de piso. «Es como un cuento de hadas -pensó-. Una princesa que no sabe que es una princesa. Sólo que en este caso ella lo sabe, pero es demasiado orgullosa para hacer algo al respecto.
¡No es justo! La familia tiene todo ese dinero, y ella no tiene nada.
Bueno, si Julia no quiere hacer nada, yo lo haré. Y ella me lo agradecerá.»
Aquella noche, cuando Julia salió, Sally volvió a examinar la caja con los recortes. Sacó un artículo periodístico reciente que mencionaba que los herederos de Stanford habían regresado a Rose Hill para los servicios fúnebres.
«Si la princesa no va a ellos -pensó Sally-, ellos vendrán a la princesa.»
Se sentó y comenzó a escribir una carta. Estaba dirigida al juez Tyler Stanford.
Capítulo 21
– Es una pena que Julia se haya tenido que ir tan pronto -dijo Kendall-. Me habría gustado conocerla mejor.
– Estoy seguro de que piensa volver tan pronto como le sea posible -dijo Marc.
«Vaya si es cierto», pensó Tyler. Él se aseguraría de que Margo no saliera nunca de la institución para enfermos mentales.
La conversación giró hacia el futuro.
Peggy dijo, tímidamente:
– Woody piensa comprarse un grupo de ponis de polo.
– ¡No es un «grupo»! -saltó Woody-. Es una caballeriza. Una caballeriza de ponis de polo.
– Lo siento, querido. Yo sólo…
– ¡Olvídalo!
– ¿Qué planes tienes tú? -preguntó Tyler a Kendall.
… contamos con su apoyo… apreciaríamos que depositaran un millón de dólares norteamericanos… dentro de los próximos diez días.
– ¿Kendall?
– Ah, sí. Pienso… bueno, ampliar mi negocio. Abriré tiendas en Londres y en París.
– Parece maravilloso -dijo Peggy.
– Dentro de dos semanas tengo un desfile en Nueva York.
Debo viajar allí y prepararlo.
Kendall miró a Tyler.
– ¿Qué harás tú con tu parte de la herencia?
Tyler contestó, con tono piadoso:
– En su mayor parte, obras de caridad. Son tantas las organizaciones que necesitan ayuda…
Sólo escuchaba a medias la conversación que se desarrollaba en la mesa.
Miró a sus hermanos. «Si no fuera por mí, no recibiríais nada. ¡Nada!»
Giró la cabeza para observar a Woody. Su hermano se había convertido en un drogadicto, había destrozado su vida. «El dinero no le ayudará -pensó Tyler-. Sólo le permitirá
Tyler Stanford firmó los papeles de la reclusión de Margo Posner en el Centro Reed de Salud Mental. Tres psiquiatras debían refrendar el internamiento, pero Tyler sabía que le resultaría fácil conseguirlos.
Repasó mentalmente todo lo que había hecho desde el principio y decidió que no había errores. Dmitri había desaparecido en Australia, y se había librado de Margo Posner. Quedaba sólo Hal Baker, pero él no sería problema. Todo hombre tiene su talón de Aquiles, y el suyo era su estúpida familia. «No, Baker jamás hablará porque no podría soportar la idea de pasar el resto de su vida en la cárcel, lejos de sus seres queridos.»
Todo estaba perfectamente.
«Tan pronto se legitime el testamento, volveré a Chicago y recogeré a Lee. Hasta es probable que compremos una casa en Saint Tropez.» La sola idea lo excitó sexualmente. «Navegaremos alrededor del mundo en mi yate. Siempre he querido conocer Venecia… y Positano… y Capri… Haremos un safari por Kenia, y veremos juntos el Taj Mahal a la luz de la luna. Y, ¿a quién le debo todo esto? A papaíto, a mi querido papaíto. "Eres un marica, Tyler, y siempre lo serás. No sé cómo diablos pude engendrar a alguien como tú…"»
«¿Quién ríe último ahora, papá?»
Tyler bajó la escalera para almorzar con sus hermanos. De nuevo tenía hambre.
comprar más drogas.» Se preguntó dónde las conseguiría Woody.
Tyler miró a su hermana. Kendall era una mujer brillante y famosa, y había sacado partido de su talento. Marc estaba sentado junto a ella y, en aquel momento, relataba una anécdota divertida a Peggy. «Es atractivo y encantador. Una lástima que esté casado.»
Y, después, estaba Peggy. La pobre Peggy. Jamás entendería cómo soportaba a Woody. «Debe de quererlo mucho. Seguro que no ha obtenido nada de su matrimonio.»