Se preguntó cuál sería la expresión de sus caras si él se pusiera en pie y les dijera: «Yo controlo las Empresas Stanford. Mandé asesinar a nuestro padre y, después, hice desenterrar su cuerpo y contraté a una mujer para que se hiciera pasar por nuestra hermanastra.» La sola idea lo hizo sonreír. Resultaba difícil mantener un secreto tan delicioso como aquel
Después del almuerzo, Tyler fue a su cuarto para volver a llamar por teléfono a Lee. No hubo respuesta. «Ha salido con alguien, pensó Tyler, desesperado. No se cree lo del yate. Pues bien, ¡se lo demostraré! ¿Cuándo legitimarán ese maldito testamento? Tendré que llamar a Fitzgerald, o a ese joven abogado Steve Sloane.»
Alguien llamó a la puerta. Era Clark.
– Disculpe, juez Stanford. Ha llegado una carta para usted. Seguro que es de Keith Percy, felicitándome.
– Gracias, Clark. -Cogió el sobre. Tenía un remitente de la ciudad de Kansas. Se quedó mirándolo un momento y luego lo abrió y comenzó a leer la carta.
Estimado juez Stanford:
Creo que debería saber que tiene una hermanastra llamada Julia. Es la hija de su padre y de Rosemary Nelson. Vive aquí en la ciudad de Kansas. Su dirección es 1425, avenida Metcalf, departamento 3B, Ciudad de Kansas, Kansas.
Estoy segura de que Julia se alegrará mucho de tener noticias suyas. Atentamente,
Una amiga
Tyler se quedó mirando la carta con incredulidad y sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo.
– ¡No! -gritó en voz alta-. ¡No! -«¡No lo permitiré! ¡No ahora! Quizá sea una impostora.» Pero tuvo la espantosa premonición de que aquella Julia era la auténtica. «Y, ahora, la hija de puta se presentará para reclamar su parte de la herencia! Mi parte -se corrigió Tyler-. No le pertenece. No puedo permitir que venga aquí. Lo estropearía todo. Tendría que explicar lo de la otra Julia, y…» Se estremeció-. ¡No! -«Tengo que conseguir que la eliminen. Y rápido.»
Cogió el teléfono y marcó el número de Hal Baker.
Capítulo 22
El dermatólogo sacudió la cabeza.
– He visto casos similares al suyo, pero nunca tan graves. Hal Baker se rascó la mano y asintió.
– Verá, señor Baker, nos enfrentamos a tres posibilidades. La picazón puede estar causada por un hongo, una alergia o una neurodermatitis. La muestra de piel que tomé de su mano y puse bajo el microscopio me demostró que no era un hongo. Y usted dijo que no usa sustancias químicas en su trabajo…
– Así es.
– De modo que las posibilidades se han reducido. Lo que usted tiene es lichen simplex chronicus, o una neurodermatitis localizada.
– Suena espantoso. ¿Hay algo que se pueda hacer?
– Por fortuna, sí -el médico sacó un tubo del armario que había en un rincón del consultorio y lo abrió-. ¿En este momento le pica la mano?
Hal Baker volvió a rascársela.
– Sí. Es como si tuviera fuego.
– Quiero que se unte esta crema.
Hal Baker apretó el tubo y comenzó a frotarse la crema en la mano. Fue una especie de milagro.
– ¡La picazón ha desaparecido! -exclamó Baker.
– Bien. Use esa crema y no tendrá más problemas.
– Gracias, doctor. No sé cómo decide el alivio que siento.
– Le daré una receta. Puede llevarse ese tubo.
– Gracias.
Mientras conducía de regreso a casa, Hal Baker cantaba en voz alta. Era la primera vez que la mano no le picaba desde que había conocido al juez Tyler Stanford. Experimentaba una sensación maravillosa de libertad. Sin dejar de silbar, metió el coche en el garaje y entró en la cocina. Helen lo aguardaba.
– Te han llamado por teléfono -dijo ella-. Era un tal señor Jones y dijo que era urgente.
La mano comenzó a picarle de nuevo.
Había hecho daño a algunas personas, pero lo había hecho por amor a sus hijos. Había perpetrado algún delito, pero por el bien de su familia. Hal Baker no se consideraba culpable. Pero esto era diferente. Era un asesinato a sangre fría.
Cuando llamó por teléfono, dijo:
– No puedo hacer eso, juez. Tiene que buscar a otra persona.
Se hizo un silencio. Luego:
– ¿Cómo está su familia?
El vuelo a la ciudad de Kansas se desarrolló sin incidentes. El juez Stanford le había dado instrucciones detalladas. Se llama Julia Stanford. Usted tiene su dirección. Ella no lo estará esperando. Lo único que tiene que hacer es ir y terminar con el asunto.
Cogió un taxi desde el Aeropuerto Municipal de la Ciudad de Kansas a la ciudad.
– Hermoso día -dijo el conductor.
– Sí.
– ¿De dónde viene?
– De Nueva York. Vivo allí.
– Bonito sitio para vivir.
– Ya lo creo que sí. Tengo que hacer unas reparaciones en casa. Por favor, ¿me lleva a una ferretería?
– De acuerdo.
Cinco minutos después, Hal Baker le decía a un empleado del negocio:
– Necesito un cuchillo de caza.
– Tenemos justo lo que necesita, señor. ¿Quiere acompañarme, por favor?
El cuchillo era precioso: tenía unos quince centímetros de largo, punta bien afilada y filo en forma de sierra.
– ¿Éste le va bien?
– Por supuesto que sí -contestó Hal Baker.
– ¿Lo pagará en efectivo o con tarjeta?
– En efectivo.
Su siguiente parada fue una papelería.
Hal Baker observó el bloque de pisos de la avenida Metcalf 1425 durante cinco minutos, y examinó las entradas y salidas. Se fue y volvió a las siete de la tarde, cuando comenzaba a oscurecer. Quería estar seguro de que, si Julia Stanford tenía un empleo, habría vuelto del trabajo. Había notado que el edificio no tenía portero. Había ascensor, pero él subió por la escalera. No le parecían seguros los espacios pequeños y cerrados. Eran trampas. Llegó al tercer piso. El apartamento 3B estaba al final de pasillo, a la izquierda. Llevaba el cuchillo sujeto con cinta adhesiva al bolsillo interior de la chaqueta. Tocó el timbre. Un momento después, la puerta se abrió y se encontró frente a una atractiva mujer.
– Hola -dijo ella con una sonrisa agradable-. ¿En qué puedo servirlo?
Era más joven de lo que esperaba, y se preguntó fugazmente por qué querría el juez Stanford que la matara. «Bueno, no es asunto mío.» Sacó una tarjeta y se la entregó.. -Pertenezco a la Compañía A. C. Nielsen -dijo-. No tenemos a nadie en esta zona, y buscamos a cualquier persona que esté interesada.
Ella sacudió la cabeza.
– No, gracias. -Comenzó a cerrar la puerta.
– Pagamos cien dólares por semana.
La puerta permaneció entreabierta.
– ¿Cien dólares por semana?
– Sí, señora.
La puerta se abrió de par en par.
– Lo único que tiene que hacer es escribir los nombres de los programas que ve en la televisión. Le haremos un contrato de un año.
¡Cinco mil dólares!
– Pase -dijo ella.
Baker entró.
– Siéntese, señor…
– Allen. Jim Allen.
– …señor Allen. ¿Cómo es que me seleccionó a mí?
– Nuestra compañía hace elecciones al azar. Debemos aseguramos de que ninguna de las personas está relacionada de alguna manera con la televisión, para que nuestras mediciones de audiencia sean exactas. Usted no tiene relación con la producción de programas ni con cadenas de televisión, ¿verdad?
Ella se echó a reír.
– Diablos, no. ¿Qué tendría que hacer exactamente?
– En realidad es muy sencillo. Le daremos un gráfico con todos los programas de televisión que existen, y todo lo que usted deberá hacer es poner una marca cada vez que ve un programa. Así, nuestro ordenador podrá calcular cuántos espectadores tiene cada programa. La compañía Nielsen está diseminada por los Estados Unidos, yeso nos permite tener una idea bien clara de qué programas son los más vistos y en qué zonas. ¿Le interesa a usted el trabajo?