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– Sí, por supuesto.

Sacó algunos formularios y una pluma.

– ¿Cuántas horas al día ve la televisión?

– No muchas. Trabajo todo el día.

– Pero ¿ve algo de televisión?

– Sí, claro. Miro los informativos por la noche y, a veces, alguna película antigua. Me gusta Larry King.

El hizo una anotación.

– ¿Ve programas educativos?

– Bueno, veo el documental de la National Geographic los domingos.

– A propósito, ¿vive con alguien?

– Tengo una compañera, pero no está aquí.

De modo que los dos estaban solos.

La mano empezó a picarle. La introdujo en el bolsillo interior para soltar la cinta adhesiva que sujetaba el cuchillo. Oyó pasos en el descansillo de la escalera. Se detuvo.

– ¿Dijo que me pagarían cinco mil dólares al año sólo por hacer esto?

– Así es. Ah, y olvidaba mencionarle que también le daremos un nuevo televisor en color.

– ¡Fantástico!

Las pisadas se alejaron. Baker volvió a meter la mano en el bolsillo y tocó el mango del cuchillo.

– ¿Podría darme un vaso de agua, por favor? Ha sido un día muy largo.

– Por supuesto que sí.

Él la vio ponerse en pie y acercarse al pequeño bar que había en un rincón. Sacó el cuchillo de la funda y se acercó a la mujer.

En aquel momento, ella decía:

– Mi compañera sí ve mucho los programas educativos.

Él levantó el cuchillo, listo para dar el golpe.

– Julia es más intelectual que yo.

La mano de Baker se paralizó en el aire.

– ¿Julia?

– Mi compañera de piso. Bueno, en realidad ya no lo es. Se ha ido. Cuando volví a casa encontré una nota en la que me decía que se iba y que no sabía dónde podría localizarla… -se volvió, con el vaso de agua en la mano, y vio que Baker tenía el cuchillo en alto-. ¿Qué…?

Gritó. Hal Baker se dio media vuelta y huyó.

Hal Baker llamó por teléfono a Tyler Stanford.

– Estoy en la ciudad de Kansas, pero la chica ha desaparecido.

– ¿Qué quiere decir?

– Su compañera de piso dice que se ha ido.

Tyler permaneció un momento en silencio.

– Tengo la sensación de que se dirigirá a Boston. Quiero que venga aquí enseguida.

– Sí, señor.

Tyler Stanford colgó de un golpe y comenzó a pasearse por la habitación. «¡Con lo bien que estaba saliendo todo!» Era preciso encontrar a la muchacha y eliminarla. Era una amenaza permanente. Aun después de recibir la fortuna de su padre, Tyler sabía que no estaría tranquilo mientras ella siguiera con vida. «Tengo que encontrarla-pensó-. ¡Debo hacerlo! Pero, ¿dónde?»

En aquel momento, Clark entró en el cuarto.

– Disculpe, juez Stanford. Acaba de llegar una tal Julia Stanford y quiere verlo.

Capítulo 23

La culpa de que Julia decidiera ir a Boston fue de Kendall. Cierto día, al volver de almorzar, pasó por una tienda de ropa de alta costura y en el escaparate había un diseño original de Kendall. Julia se quedó mirándolo un buen rato. «Ésa es mi hermana -pensó-. No puedo culparla por lo que le pasó a mi madre. y tampoco puedo culpar a mis hermanos.» Y, de pronto, sintió un deseo apremiante de verlos, de conocerlos, de hablar con ellos, de tener por fin una familia.

Cuando Julia volvió a la oficina, le dijo a Max Tolkin que estaría ausente unos días.

Con bastante vergüenza, le preguntó:

– ¿Podría darme un adelanto de mi sueldo?

Tolkin sonrió.

– Sí, por supuesto. Falta poco para las vacaciones. Toma. Y pásalo bien.

«¿Realmente lo pasaré bien? -se preguntó Julia-. ¿O estaré cometiendo un terrible error?»

Cuando regresó a su casa, Sally todavía no había vuelto. «No puedo esperarla -decidió-. Si no lo hago ahora, no iré nunca.» Preparó su maleta y dejó una nota.

Cuando se dirigía a la terminal de autobuses, Julia lo pensó mejor. «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué he tomado una decisión tan repentina?» Entonces pensó, con ironía: «¿Repentina? ¡He tardado veinte años!» De pronto sintió un enorme entusiasmo. ¿Cómo sería su familia? Sabía que uno de sus hermanos era juez y el otro un famoso jugador de polo, y que su hermana era una conocida diseñadora de modas. «Es una familia de triunfadores y yo, ¿quién soy? Espero que no me desprecien.» El sólo hecho de pensar en lo que la esperaba hizo que su corazón latiera con más fuerza. Subió al autobús de la compañía Greyhound y emprendió el viaje.

Cuando el autobús llegó a la South Station de Boston, Julia cogió un taxi.

– ¿Adónde la llevo, señora? -preguntó el conductor.

Y, en aquel momento, Julia perdió todo su valor. Había tenido la intención de contestar: «A Rose Hill». En cambio, dijo: -No lo sé.

El conductor giró la cabeza para mirarla.

– Caramba -dijo-, yo tampoco lo sé.

– ¿No podría dar una vuelta? Es la primera vez que vengo a Boston.

Él asintió.

– Sí, por supuesto.

Avanzaron hacia el oeste por la calle Surnmer, hasta llegar al Boston Cornmon. El conductor dijo:

– Éste es el parque público más antiguo de los Estados Unidos. Solían usarlo para las ejecuciones en la horca.

A Julia le pareció oír la voz de su madre: «Solía llevar a los niños al Cornmon en invierno, para que patinaran sobre hielo. Woody era un atleta natural. Ojalá hubieras podido conocerlo, Julia. Era un chico tan apuesto… Siempre pensé que sería el triunfador de la familia.» Fue como si su madre estuviera allí con ella, compartiendo aquel momento.

Habían llegado a la calle Charles, la entrada al Jardín Botánico. El conductor dijo:

– ¿Ve esos patitos de bronce? Aunque no lo crea, todos tienen nombre.

«Solíamos ir de merienda al Jardín Botánico. En la entrada hay unos preciosos patitos de bronce. Se llaman Jack, Kack, Lack, Mack, Nack, Ouack, Pack y Quack.» A Julia le había parecido tan divertido, que hacía que su madre le repitiera los nombres una y otra vez.

Julia miró el taxímetro. La cifra empezaba a ser muy alta. -¿Podría recomendarme un hotel no demasiado caro? -Sí, claro. ¿Qué le parecería el hotel Copley Square? -¿Me llevaría allí, por favor?

– De acuerdo.

Cinco minutos después, el taxi se detenía frente al hotel. -Disfrute de Boston, señora.

– Gracias.

«¿Lo disfrutaré, o será un desastre?» Julia pagó al conductor y entró en el hotel.

Se acercó al empleado joven que estaba detrás del mostrador de recepción.

– Hola-dijo él-. ¿En qué puedo servida?

– Quiero una habitación, por favor.

– ¿Individual?

– Sí.

– ¿Cuánto tiempo piensa quedarse?

Ella vaciló. «¿Una hora? ¿Diez años?»

– No lo sé.

– Muy bien -dijo él y observó el tablero con las llaves-. Tengo una bonita habitación para usted en el cuarto piso.

– Gracias -dijo ella y firmó el registro con mano firme.

Julia Stanford.

El empleado le entregó una llave.

– Aquí tiene. Disfrute de su estancia.

El cuarto era pequeño, pero limpio y ordenado.

En cuanto terminó de deshacer el equipaje, Julia llamó por teléfono a Sally.

– ¿Julia? ¡Dios mío! ¿Dónde estás?

– En Boston.

– ¿Estás bien? -Sally parecía histérica.

– Sí. ¿Porqué?

– Un hombre ha venido a casa a buscarte, y creo que pensaba matarte.

– ¿Qué dices?

– Tenía un cuchillo y… deberías haber visto la expresión de su cara… -Sally casi no podía hablar-. Cuando descubrió que yo no era tú, ¡salió corriendo!