– El cuerpo de Harry Stanford desapareció. Cuando fui a hablar con Dmitri Kaminsky, el único testigo del accidente, también había desaparecido. Y, de pronto, nadie parece saber dónde está la primera Julia Stanford.
Simon Fitzgerald frunció el entrecejo.
– ¿Qué me quieres decir?
– Que está ocurriendo algo que necesita ser explicado -respondió Steve-. Creo que iré a hablar otra vez con esa señora.
Steve Sloane entró en el vestíbulo del hotel Copley Square y se acercó al recepcionista.
– ¿Podría llamar, por favor, a la señorita Julia Stanford? El empleado levantó la vista.
– Lo siento, señor. La señorita Stanford ha abandonado el hotel.
– ¿Dejó alguna dirección?
– No, señor. Me temo que no.
Steve se sintió muy frustrado. No podía hacer nada más.
«Bueno, tal vez estaba equivocado -pensó con filosofía-. Quizá realmente es una impostora. Ahora no lo sabré jamás.» Dio media vuelta y salió a la calle. En aquel momento, el portero conducía a una pareja a un taxi.
– Disculpe -le dijo Steve.
El portero lo miró.
– ¿Desea un taxi, señor?
– No. Quiero preguntarle algo. ¿Ha visto salir del hotel a la señorita Stanford esta mañana?
– Desde luego que sí. Todo el mundo la miraba. Es toda una celebridad. Yo le conseguí un taxi.
– Y supongo que no sabe adónde se dirigió. -Steve descubrió que contenía la respiración.
– Claro que sí. Yo mismo le dije al conductor adónde llevarla.
– ¿Y adónde fue? -preguntó Steve con impaciencia.
– A la terminal de los Autobuses Greyhound, en la South Station. Me pareció raro que una persona tan rica como ella fuera…
– Sí quiero un taxi -dijo Steve.
Steve entró en la terminal de autobuses y recorrió el lugar con la mirada. No la vio. «Se ha ido», pensó con desesperación. Por el altavoz anunciaban la salida de los coches. Oyó que la voz decía… «y ciudad de Kansas». Steve corrió hacia la plataforma anunciada.
Julia estaba subiendo al autobús.
– ¡Un momento! -gritó él.
Ella se volvió, asombrada.
Steve corrió hacia ella.
– Tengo que hablar con usted.
Julia lo miró, furiosa.
– Yo no tengo nada más que decide -dijo y giró para irse. Él la cogió del brazo.
– ¡Espere un minuto! De verdad, tenemos que hablar. -Mi autobús se va.
– Habrá otro.
– Es que mi maleta está en él.
Steve se dirigió a un mozo de estación.
– Esta mujer está a punto de tener un niño. Saque enseguida su maleta del autobús. ¡Dése prisa!
El mozo miró a Julia desconcertado.
– Muy bien -y abrió el compartimento de equipajes-. ¿Cuál es la suya, señora?
Julia miró a Steve, sin entender nada.
– ¿Sabe lo que está haciendo?
– No -contestó Steve.
Ella lo observó un momento y tomó una decisión. Señaló su maleta.
– Es ésa.
El mozo la sacó.
– ¿Quiere que le consiga una ambulancia o un taxi? -Gracias. Estoy bien.
Steve cogió la maleta y los dos se dirigieron a la salida. -¿Ya ha desayunado?
– No tengo apetito -dijo ella con frialdad.
– Será mejor que desayune. No olvide que ahora tendrá que comer por dos.
Desayunaron en Biba's.
Julia se encontraba sentada frente a Steve, tensa por la furia.
Después de pedir, Steve dijo:
– Tengo curiosidad por saber una cosa. ¿Qué le hizo pensar que podía reclamar parte de la fortuna de los Stanford sin tener pruebas de su identidad?
Ella lo miró, indignada.
– No he venido a reclamar parte de la fortuna Stanford. Seguro que mi padre no me dejó nada. Lo que quería era conocer a mi familia. Pero es obvio que ellos no querían conocerme a mí.
– ¿No tiene ningún documento… ninguna prueba en absoluto de quien es usted?
Ella pensó en todos los recortes acumulados en su piso y sacudió la cabeza.
– No, nada.
– Hay alguien con quien quiero que hable.
– Éste es Simon Fitzgerald -vaciló-. Ésta es…
– Julia Stanford.
Fitzgerald dijo, con escepticismo:
– Siéntese, señorita.
Julia se sentó en el borde de una silla, lista para ponerse en pie e irse.
Fitzgerald la observaba con atención. La muchacha tenía los ojos color gris profundo de los Stanford, pero también los tenían millones de otras personas.
– Usted alega ser la hija de Rosemary Nelson.
– Yo no alego nada. Soy la hija de Rosemary Nelson. -¿Y dónde está su madre?
– Murió hace algunos años.
– Oh, lamento saberlo. ¿Podría hablamos de ella?
– No -dijo Julia-. Preferiría no hacerlo. -Se puso en pie-. Quiero salir de aquí.
– Mire… estamos tratando de ayudarla-dijo Steve. Ella lo miró.
– ¿Ah, sí? Mi familia no quiere verme y usted quiere entregarme a la policía. No necesito esa clase de ayuda -dijo y se dirigió hacia la puerta.
Steve dijo:
– ¡Espere! Si usted es quien dice ser, debe de tener algo que pruebe que es la hija de Harry Stanford.
– Ya le dije que no -dijo Julia-. Mi madre y yo apartamos por completo de nuestras vidas a Harry Stanford.
– ¿Cómo era su madre? -preguntó Simon Fitzgerald.
– Era muy guapa -respondió Julia. Su voz se suavizó-. Era la más hermosa de… -recordó algo-. Tengo una foto suya. -Se quitó un pequeño relicario de oro, con forma de corazón, que llevaba sujeto al cuello, y se lo entregó a Fitzgerald.
Él la miró un momento y después abrió el relicario. A un lado había una fotografía de Harry Stanford y al otro, una de Rosemary Nelson. La inscripción rezaba: A R.N., con amor, de N.S. La fecha era 1969.
Simon Fitzgerald se quedó mirando el relicario un buen rato. Cuando levantó la vista, dijo con voz ronca:
– Le debemos una disculpa, querida -miró a Steve-. Ésta es Julia Stanford.
Capítulo 26
– ¡Hola, hermanita! -Volvió a girar la cabeza ya inhalar profundamente.
– ¡Por el amor de Dios, deja de hacer eso!
– Va, tranquilízate. ¿Sabes cómo llaman a esto? Perseguir al dragón. ¿Ves el pequeño dragón que se forma en el humo?
– Parecía encantado.
– Woody, quiero hablar contigo.
– Por supuesto, hermanita. ¿Qué puedo hacer por ti? Sé que no es un problema de dinero. ¡Somos millonarios! ¿Por qué estás tan deprimida? ¡El sol resplandece en el cielo y es un día hermoso! -Le brillaban los ojos.
Kendall lo miró llena de compasión.
– Woody, he hablado con Peggy y me ha contado cómo empezaste a consumir drogas en el hospital.
Él asintió.
– Sí. Es lo mejor que me ha pasado en la vida.
– No, es lo peor. ¿Tienes idea de lo que estás haciendo con tu vida?
– Por supuesto que sí. ¡La estoy viviendo a fondo, hermanita!
Ella le cogió la mano y le dijo, de corazón:
– Necesitas ayuda.
– ¿Yo? Yo no necesito ayuda. ¡Estoy muy bien!
– No es verdad. Escúchame, Woody. Se trata de tu vida y no solamente de tu vida. Piensa en Peggy. Durante años la has hecho vivir un infierno, y ella lo ha soportado por lo mucho que te ama. No sólo estás destruyendo tu vida sino también la suya. Tienes que hacer algo al respecto, Woody, y ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde. Lo importante no es cómo comenzaste a consumir drogas sino que logres dejarlas.
La sonrisa desapareció del rostro de Woody. Miró a Kendall a los ojos y empezó a decir algo, pero se detuvo. -Kendall…
– ¿Sí?
Woody se pasó la lengua por los labios.
– Sé que tienes razón. Quiero dejar esto. Lo he intentado. Dios, cómo lo he intentado, pero no puedo.
Kendall no podía sacarse de la cabeza la conversación con Peggy. La pobre Peggy no parecía capaz de afrontar la situación por sí misma… Woody lo intenta. De verdad. No sabes lo maravilloso que es… ¡Cuánto lo amo!