«Woody necesita ayuda -pensó Kendall-. Tengo que hacer algo. Es mi hermano. Hablaré con él.»
Kendall fue en busca de Clark.
– ¿El señor Woodrow está en casa?
– Sí, señora. Creo que se encuentra en su habitación.
– Gracias.
Pensó en la escena ocurrida en la mesa y en los moretones que Peggy tenía en la cara. «¿Qué ocurrió? Tropecé con una puerta… ¿Cómo podía haberlo soportado todo aquel tiempo?» Kendall subió y llamó a la puerta del cuarto de Woody. No hubo respuesta.
– ¿Woody?
Abrió la puerta y entró. En el cuarto había un fuerte olor a almendras amargas.
Kendall permaneció allí un momento y luego se dirigió al baño. Alcanzaba a ver a Woody por la puerta entreabierta: calentaba heroína sobre un trozo de papel de aluminio. Cuando el polvo comenzó a licuarse, Woody inhaló el humo a través de una pajita que tenía en la boca.
Kendall entró en el baño. -¿Woody…?
Él giró la cabeza y sonrió.
– Por supuesto que puedes -dijo ella con vehemencia-. Puedes hacerlo. Ganaremos esta batalla juntos. Peggy y yo te ayudaremos. ¿Quién te proporciona la heroína, Woody?
Él se quedó mirándola, perplejo. -¡Por Dios! ¿No lo sabes?
Kendall sacudió la cabeza.
– No.
– Peggy.
Capítulo 27
Simon Fitzgerald observó el relicario de oro durante un buen rato.
– Yo conocí a su madre, Julia, y la apreciaba. Fue maravillosa con los hijos de Stanford, y ellos la adoraban.
– También ella los adoraba -dijo Julia-. Solía hablarme de ellos continuamente.
– Lo que le sucedió a su madre fue terrible. No puede imaginar el escándalo que provocó. Boston puede ser una ciudad muy pequeña. Harry Stanford se portó muy mal, y a su madre no le quedó otra salida que irse -sacudió la cabeza-. La vida debe de haber sido muy difícil para ustedes dos.
– Mamá lo pasó mal. Lo peor fue que creo que siguió amando a Harry Stanford, a pesar de todo. -Miró a Steve-. No entiendo qué está ocurriendo. ¿Por qué mi familia no quiere verme?
Los dos hombres se miraron.
– Yo se lo explicaré -dijo Steve y vaciló un instante para tratar de encontrar las palabras adecuadas-. Hace poco, una mujer se presentó aquí alegando ser Julia Stanford.
– ¡Pero eso es imposible! -saltó Julia-. Yo soy… Steve levantó una mano.
– Ya lo sé. La familia contrató a un investigador privado para asegurarse de que fuera la auténtica Julia Stanford.
– Y descubrieron que no lo era.
– No. Descubrieron que sí lo era.
Julia lo miró, confundida.
– ¿Qué?
– Ese detective dijo que tenía las huellas digitales de Julia
Stanford, de cuando ella se sacó el permiso de conducir en Indiana cuando tenía diecisiete años; esas huellas dactilares eran idénticas a las que tomó a la mujer que decía llamarse Julia Stanford.
Julia entendía todavía menos que antes.
– Pero yo… yo nunca he estado en Indiana.
– Julia -dijo Fitzgerald-, por lo visto existe una complicada conspiración para obtener parte de los bienes de Stanford.
Me temo que usted se encuentra en medio de ella.
– ¡No puedo creerlo!
– Quienquiera que esté detrás de esto no puede permitir que haya cerca dos Julias Stanford.
Steve añadió:
– La única forma de que el plan tenga éxito es quitarla de en medio.
– Cuando dice «quitarla de en medio»… -Se detuvo, al recordar algo_. ¡Oh, no!
– ¿Qué sucede? -preguntó Fitzgerald.
– Hace dos noches hablé por teléfono con la chica que comparte el piso conmigo y la encontré histérica. Dijo que un hombre había ido a nuestro piso con un cuchillo y había tratado de atacarla. ¡Creyó que ella era yo! -Julia casi no podía hablar-. ¿Quién… quién está haciendo esto?
– Probablemente, un miembro de la familia -le dijo Steve. -Pero… ¿por qué?
– Está en juego una gran fortuna, y el testamento será legitimado dentro de pocos días.
– ¿Qué tiene que ver eso conmigo? Mi padre ni siquiera me reconoció. No pudo haberme dejado nada.
– En realidad -dijo Fitzgerald-, si logramos probar su identidad, su parte de la herencia será de aproximadamente mil millones de dólares.
Julia se quedó atónita. Cuando recuperó la voz, dijo: -¿Mil millones de dólares?
– Así es. Pero hay otra persona que anda detrás de ese dinero. Por eso usted corre peligro.
– Entiendo -los miró y empezó a sentir pánico-. ¿Qué voy a hacer?
– Le diré lo que no va a hacer -dijo Steve-. No volverá a su hotel. Quiero que permanezca oculta hasta que descubramos qué está pasando.
– Podría volver a Kansas hasta…
– Creo que será mejor que se quede aquí, Julia -dijo Fitzgerald-. Ya encontraremos un lugar para esconderla.
– Podría quedarse en mi casa -sugirió Steve-. A nadie se le ocurriría buscarla allí.
Los dos hombres miraron a Julia.
Ella dudó un momento.
– Bueno… sí. Me parece bien.
– Espléndido.
– Nada de esto ocurriría -dijo Julia, muy despacio- si mi padre no se hubiera caído del yate.
– Bueno, yo no creo que se cayera -dijo Steve-. Creo que lo empujaron.
Cogieron el ascensor deL servicio hasta el garaje, situado en el subsuelo del edificio, y subieron al automóvil de Steve. -No quiero que nadie la vea -dijo Steve-. Tenemos que mantenerla oculta durante los próximos días.
Cuando iban por la calle State, él preguntó:
– ¿Qué tal si almorzamos?
Julia lo miró y sonrió.
– Siempre parece estar alimentándome.
– Conozco un restaurante que está fuera de la zona más transitada. Es una vieja casona en la calle Gloucester. No creo que nadie nos vea allí.
L'Espalier era una casa elegante del siglo XIX, con una de las mejores vistas de Boston. Cuando Steve y Julia entraron, fueron recibidos por el dueño.
– Buenas tardes -dijo-. Acompáñenme, por favor. Tengo una bonita mesa para ustedes junto a la ventana.
– Si no le importa-dijo Steve-, preferiríamos una junto a la pared.
El dueño parpadeó.
– ¿Junto a la pared?
– Sí. Nos gusta la intimidad.
– Desde luego. -Los condujo a una mesa situada en un rincón-. Enseguida les mandaré un camarero. -Miró fijamente a Julia y de pronto su cara se iluminó-. ¡Ah, señorita Stanford! Es un placer tenerla aquí. He visto su fotografía en el periódico.
Julia miró a Steve sin saber qué decir.
Steve exclamó:
– ¡Dios mío! ¡Hemos dejado los niños en el coche! ¡Vayamos a buscarlos! -Y, al dueño-: Quisiéramos dos martinis, muy secos. Sin aceitunas. Enseguida volvemos.
– Sí, señor.
El dueño los vio salir a toda prisa del restaurante. -¿Qué estamos haciendo? -preguntó Julia. -Huyendo de aquí. Lo único que tiene que hacer ese tipo es llamar por teléfono a la prensa, y entonces sí que estaremos metidos en un lío. Iremos a otro lugar.
Encontraron un pequeño restaurante en la calle Dalton, y pidieron el almuerzo.
Steve la contempló un momento.
– ¿Qué se siente al ser una celebridad? -le preguntó. -Por favor, no haga chistes sobre eso. Me siento terriblemente mal.
– Ya lo sé -dijo él con tono contrito-. Lo siento.
Le resultaba muy fácil y cómodo estar con ella. Pensó en lo grosero que había estado cuando la conoció.
– ¿Realmente cree que corro peligro, señor Sloane? -preguntó Julia.
– Llámeme Steve. Sí. Me temo que sí. Pero sólo será durante un tiempo. Cuando el testamento sea legitimado, sabremos quién está detrás de esto. Mientras tanto, me aseguraré de que esté a salvo.