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– Con el Sumitomo Bank de Tokio…

Cuando regresó al barco, quince minutos más tarde, estaba furioso.

– ¿Permaneceremos aquí esta noche? -preguntó el capitán Vacarro.

– Sí -saltó Stanford-. ¡No! Dirijámonos hacia Cerdeña. ¡Ahora!

La Costa Esmeralda de Cerdeña es uno de los lugares más exquisitos de la costa mediterránea. El pequeño pueblo de Porto Cervo es un refugio de ricos y un gran sector de la zona está salpicado por villas construidas por Alí Khan.

Lo primero que hizo Harry Stanford cuando llegaron a puerto fue dirigirse a una cabina telefónica.

Dmitri lo siguió y montó guardia en el exterior de la cabina.

– Quiero hacer una llamada a la Banca d'Italia, en Roma…

– La puerta de la cabina se cerró.

La conversación duró casi media hora. Cuando Stanford salió de la cabina, su expresión era sombría; Dmitri se preguntó qué pasaría.

Stanford y Sophia almorzaron en la playa de Liscia DiVacca. Stanford pidió la comida para los dos.

– Comenzaremos con malloreddus que son copos de pasta de trigo y seguiremos con porceddu, pequeños lechones cocinados con mirto y hojas de laurel. En cuanto a vino, beberemos Vemaccia, y de postre comeremos sebadas, unos buñuelos fritos rellenos de queso fresco y ralladura de limón, y espolvoreados con miel amarga y azúcar.

– Bene, signor. -El camarero se alejó, impresionado.

Stanford giró la cabeza para hablar con Sophia y, de repente, le dio un vuelco el corazón. Cerca de la entrada del restaurante, dos hombres sentados a una mesa lo observaban. Vestían trajes oscuros y ni siquiera se molestaban en tratar de parecer turistas. «¿Me siguen o son extranjeros inofensivos? No debo permitir que mi imaginación me gane la partida», pensó Stanford.

Sophia le hablaba.

– No te lo he preguntado antes. ¿A qué negocio te dedicas? Stanford la observó. Resultaba estimulante estar con alguien que no sabía nada sobre él.

– Estoy jubilado -contestó-. Sólo me dedico a viajar y a conocer mundo.

– ¿Y no tienes compañía? -Su voz estaba llena de compasión-. Debes de sentirte muy solo.

El apenas consiguió no reír a carcajadas.

– Así es. Me alegro de que estés aquí conmigo.

Ella puso una mano sobre la suya.

– También yo, caro.

Por el rabillo del ojo, Stanford vio que los dos hombres se iban.

Cuando terminaron de almorzar, Stanford, Sophia y Dmitri volvieron a la ciudad.

Stanford se dirigió a una cabina telefónica.

– Quiero hablar con el Credit Lyonnais de París… Mientras lo observaba, Sophia comentó:

– Es un hombre maravilloso, ¿verdad?

– No hay nadie igual.

– ¿Hace mucho que trabaja para él?

– Dos años -respondió Dmitri.

– Tiene suerte.

– Ya lo sé.

Dmitri avanzó unos pasos y montó guardia en el exterior de la cabina telefónica. Oyó que Stanford decía:

– ¿René? Supongo que sabes por qué te llamo… Sí… Sí… ¿Lo harás?… ¡Espléndido! -Su voz expresaba alivio-. No… allí no. Encontrémonos en Córcega… Sí, perfecto… Después de nuestra reunión volveré directamente a casa… Gracias, René.

Stanford colgó y se quedó un momento sonriendo. Luego marcó un número de Boston.

Contestó una secretaria:

– Despacho del señor Fitzgerald.

– Habla Harry Stanford. Páseme con él.

– ¡Ah, señor Stanford! Lo siento, el señor Fitzgerald está de vacaciones. ¿Quiere hablar con otra persona?

– No. Estoy de regreso a los Estados Unidos. Dígale que lo quiero en Boston, en Rose Hill, a las nueve de la mañana del lunes. Dígale que lleve una copia de mi testamento y un notario.

– Trataré de…

– No trate, hágalo, querida.-Colgó y pensó a toda velocidad. Cuando salió de la cabina, su voz era serena-. Debo ocuparme de un pequeño asunto, Sophia. Ve al Hotel Pitrizza y espérame.

– Está bien -dijo ella con tono seductor-. No tardes.

– No lo haré.

Los dos hombres vieron cómo se alejaba

– Volvamos al yate -dijo-. Nos vamos.

Dmitri lo miró, sorprendido.

– ¿Y qué me dice de…?

– Que se gane el viaje de vuelta haciendo la calle.

Cuando regresaron al Blue Skies, Harry Stanford fue a ver al capitán Vacarro.

– Nos vamos a Córcega -dijo-. Zarpemos de una vez.

– Acabo de recibir el último informe meteorológico, signar Stanford. Me temo que tenemos por delante una tormenta muy fuerte. Sería mejor que esperáramos y…

– Quiero partir ahora mismo, capitán.

El capitán Vacarro vaciló.

– Será un viaje muy difícil, señor. Sopla ellibecchio, el viento del suroeste que provoca grandes olas y viene acompañado por vientos huracanados.

– Eso no me importa. -La reunión que se iba a celebrar en Córcega le solucionaría todos los problemas. Miró a Dmitri-. Quiero que hagas los arreglos necesarios para que un helicóptero nos recoja en Córcega. Utiliza el teléfono público que está en el puerto.

– Sí, señor.

Dmitri Kaminski bajó al puerto y entró en la cabina telefónica.

Veinte minutos más tarde, el Blue Skies había zarpado.

Capítulo 4

Su ídolo era Dan Quayle y con frecuencia usaba ese nombre como piedra de toque.

– No me importa lo que digan sobre Quayle, es el único político con auténticos valores. La familia… eso es lo importante. Sin valores familiares, este país estaría más perdido aún de lo que está ahora. Los chicos jóvenes viven juntos sin estar casados… y tienen hijos. Es un escándalo. Con razón hay tanta delincuencia. Si Dan Quayle se presentara para presidente, con toda seguridad tendría mi voto. -Era una pena, pensó, que él no pudiera votar por culpa de una estúpida ley, pero, al margen de eso, respaldaba a Quayle en todo.

Tenía cuatro hijos: Billy, de ocho años, y las chicas, Amy, Clarissa y Susan, de diez, doce y catorce. Eran unos hijos maravillosos y su mayor alegría era pasar con ellos lo que le gustaba denominar «horas de calidad». Les dedicaba por completo los fines de semana: les hacía barbacoas en el jardín, jugaba con ellos, los llevaba al cine y a partidos de béisbol y los ayudaba con sus tareas escolares. Todos los chicos del vecindario lo adoraban. Él les reparaba las bicicletas y los juguetes, y los invitaba a merendar con su familia. Le habían puesto el apodo de Papá.

Cierta soleada mañana de domingo, se encontraba sentado en las gradas, junto a su esposa e hijas, viendo un partido de béisbol. Era un día cálido, con esponjosas nubes moteando el cielo.

A su hijo Billy, de ocho años, le tocaba batear; el uniforme de los Alevines le daba un aspecto muy profesional y adulto. Con sus tres hijas y su esposa al lado, Papá pensaba que no se podía ser más feliz. «¿Por qué no pueden todas las familias ser como la nuestra?», pensó con alegría.

Era el final de la octava entrada, iban empatados y tenían las bases llenas. Billy estaba bateando y había fallado dos veces.

Papá le gritó, para alentarlo:

– ¡Gánales, Billy! ¡Envíala al otro lado de la valla!

Billy aguardó el lanzamiento de la pelota. Era un tiro veloz y bajo; Billy movió el bate y falló.

El árbitro gritó:

– ¡Strike tres!

La entrada había terminado.

Hubo gruñidos y vítores entre los padres y amigos de los chicos que contemplaban el partido. Billy se quedó quieto, deprimido, viendo cómo los equipos cambiaban de lado.

Papá le gritó:

– Está bien, hijo. ¡Lo harás mejor la próxima vez!