Capítulo 30
Se detuvo. La letra E estaba incompleta.
– ¿Por qué, Marc? Por el amor de Dios, ¿por qué? -La voz de Kendall estaba llena de angustia.
– Fue culpa tuya.
– ¡No! Ya te lo dije… fue un accidente. Yo…
– No hablo del accidente, sino de ti. La esposa triunfadora, que estaba demasiado ocupada para encontrar tiempo para su marido.
Fue como si él la hubiera abofeteado.
– Eso no es verdad. Yo…
– Sólo pensabas en ti, Kendall. Dondequiera que fuéramos, tú siempre eras la estrella. Y yo debía seguirte como un perrillo.
– ¡No es justo! -exclamó ella.
– ¿No lo es? Tú vas a tus desfiles de modas en todo el mundo para estar segura de que tu fotografía aparezca en los periódicos, y yo tengo que quedarme aquí solo, esperando que vuelvas. ¿Crees que me gustaba que me llamaran «señor Kendall»? Yo quería una esposa. Pero no te preocupes, mi querida Kendall. Me consolaba con otras mujeres mientras tú te encontrabas ausente.
El rostro de Kendall era color ceniza.
– Eran mujeres auténticas, de carne y hueso, que tenían tiempo para mí, y no una cáscara vacía y artificial.
– ¡Basta! -gritó Kendall.
– Cuando me contaste lo del accidente, descubrí la manera de librarme de ti. ¿Quieres saber algo, querida mía? Disfrutaba al verte sufrir cuando leías esas cartas. Me recompensaba un poco por toda la humillación que he tenido que soportar.
– ¡Es suficiente! Recoge tus cosas y sal de aquí. ¡No quiero verte nunca más!
Marc sonrió.
– Hay muy pocas posibilidades de que lo hagas. A propósito, ¿todavía piensas ir a la policía?
– ¡Fuera de aquí! -dijo Kendall-. ¡Vete enseguida!
– Ya me voy. Creo que volveré a París. Y, querida, yo no diré nada si tú no lo haces. Estás a salvo.
Una hora después, Marc se fue.
Kendall trataba de controlarse.
– Sólo quiero terminar de una vez con esta pesadilla. -¿Y qué me dice de su marido?
Ella levantó la vista.
– ¿Por qué?
– El chantaje está penado por la ley. Usted tiene el número de la cuenta del Banco suizo donde transfirió el dinero que él le robó. Lo único que tiene que hacer es presentar cargos y…
– ¡No! -exclamó ella con vehemencia-. No quiero saber nada más de él. Que siga con su vida. Yo necesito seguir con la mía.
Steve asintió.
– Como usted diga. La acompañaré a la policía. Es posible que tenga que pasar la noche en el calabozo, pero muy pronto la sacaré bajo fianza.
– Ahora podré hacer algo que no hice jamás.
– ¿Qué?
– Diseñar un vestido a rayas.
A las nueve de la mañana, Kendall telefoneó a Steve Sloane. -Buenos días, señora Renaud. ¿Qué puedo hacer por usted? -Esta tarde vuelvo a Boston -respondió Kendall-. Tengo que hacer una confesión.
Se sentó frente a Steve; estaba pálida y desencajada. Permaneció allí como paralizada, sin poder empezar.
Steve le dio el pie:
– Me dijo que tenía que confesar algo.
– Sí. Yo… yo maté a una persona -dijo y se echó a llorar-. Fue un accidente, pero huí. -Su rostro era una máscara de angustia-. Huí… y la dejé allí.
– Cálmese -dijo Steve- y empiece por el principio.
Y Kendall comenzó a hablar.
Aquella noche, cuando regresó a su casa, Steve le contó a Julia lo sucedido.
Ella se quedó horrorizada.
– ¿Su propio marido la chantajeaba? Qué espanto. -Lo miró un largo rato-. Me parece maravilloso que te pases la vida ayudando a las personas que tienen problemas.
Steve la miró y pensó: «Yo sí que tengo problemas».
Treinta minutos más tarde, Steve reflexionaba sobre lo que acababa de oír.
– ¿Y usted quiere ir a la policía?
– Sí. Es lo que debería haber hecho desde el principio.
Yo… bueno, ya no me importa lo que puedan hacerme.
– Puesto que usted se entrega voluntariamente y fue un accidente -dijo Steve-, creo que el tribunal se mostrará indulgente.
A Steve Sloane lo despertó el aroma de café recién hecho y de tocino frito. Se incorporó en la cama, sorprendido. «¿La señora que se encarga de las tareas domésticas habrá venido esta mañana?» Le había dicho que no fuera. Steve se puso la bata y las pantuflas y se dirigió a la cocina.
Julia estaba allí, preparando el desayuno. Levantó la vista cuando Steve entró.
– Buenos días -dijo con tono jovial-. ¿Cómo te gustan los huevos?
– Bueno… revueltos.
– Muy bien. Los huevos revueltos y el tocino son mi especialidad. De hecho, mi única especialidad. Ya te dije que soy un desastre como cocinera.
Steve sonrió.
– No tienes por qué cocinar. Si quisieras, podrías contratar cientos de cocineros.
– ¿De veras recibiré tanto dinero, Steve?
– Así es. Tu parte de la herencia será de más de mil millones de dólares.
A Julia de pronto le resultó difícil tragar.
– ¿Mil millones de…? ¡No puedo creerlo!
– Es verdad.
– En el mundo no hay tanto dinero, Steve.
– Lo cierto es que tu padre lo tenía casi todo.
– Yo… no sé qué decir.
– ¿Entonces yo puedo decir algo?
– Desde luego.
– Los huevos se están quemando.
– ¡Lo siento! -Se apresuró a sacarlos del fuego-. Prepararé otros.
– No te molestes. El tocino quemado será suficiente. Ella se echó a reír.
– De verdad, lo lamento.
Steve se acercó a la alacena y sacó una caja de cereales. -¿Qué te parecería un buen desayuno frío?
– Perfecto -contestó Julia.
Steve sirvió cereales para cada uno en un tazón, sacó la leche de la nevera, y los dos se sentaron frente a la mesa de la cocina.
– ¿No tienes a nadie que te haga la comida? -preguntó Julia.
– ¿Lo que quieres saber es si tengo novia o algo así?
Ella se ruborizó.
– Sí, algo así.
– No. Tuve pareja durante dos años, pero no funcionó. -Lo lamento.
– ¿Y tú? -preguntó Steve.
Julia pensó en Henry Wesson.
– Creo que no.
Él la miró, intrigado.
– ¿No estás segura?
– Es difícil de explicar. Uno de los dos quiere casarse -dijo, con mucho tacto-, y el otro no.
– Entiendo. Cuando esto termine, ¿piensas volver a Kansas?
– Honestamente no lo sé. Me parece tan raro estar aquí… Mi madre siempre me hablaba de Boston. Había nacido aquí y le encantaba. En cierta forma, es como volver a casa. Ojalá hubiera conocido a mi padre.
«No, mejor que no», pensó Steve.
– ¿Tú lo conociste?
– No. Él trataba sus asuntos sólo con Simon Fitzgerald.
Estuvieron conversando durante más de una hora y entre ambos se estableció una fácil camaradería. Steve contó a Julia lo que había sucedido poco antes: la aparición de la desconocida que aseguraba ser Julia Stanford, la tumba vacía y la desaparición de Dmitri Kaminsky.
– ¡Es increíble! -dijo Julia-. ¿Quién podría estar detrás de todo esto?
– No lo sé, pero me propongo averiguarlo -le aseguró Steve-. Mientras tanto, aquí estarás segura. Muy segura. Ella sonrió y dijo:
– Sí, me siento segura y protegida. Gracias.
Él empezó a decir algo pero se interrumpió. Miró su reloj. -Será mejor que me vista y vaya al bufete. Tengo mucho que hacer.
Steve se encontraba reunido con Fitzgerald.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Fitzgerald.
Steve negó con la cabeza.
– Sólo cortinas de humo. Quienquiera que haya planeado todo esto es un auténtico genio. Estoy tratando de encontrar a Dmitri Kaminsky. Sé que voló de Córcega a París, y de allí a
Australia. Hablé con la policía de Sydney. Se sorprendieron muchísimo al enterarse de que Kaminsky estaba en su país. Interpol envió una circular y lo están buscando. Creo que Harry Stanford firmó su certificado de defunción cuando llamó aquí y dijo que quería cambiar su testamento. Alguien decidió impedírselo. El único testigo de lo que ocurrió aquella noche en el yate es Dmitri Kaminsky. Cuando lo encontremos, sabremos mucho más.