– ¿No tendríamos que hacer participar a nuestra policía en esto? -sugirió Fitzgerald.
Steve sacudió la cabeza.
– Es todo circunstancial, Simon. El único delito que podemos demostrar es que alguien desenterró un cadáver… y ni siquiera sabemos quién lo hizo.
– ¿Y qué me dices del investigador que contrataron y que comprobó las huellas dactilares de la mujer?
– Frank Timmons. Le dejé tres mensajes. Si esta noche a las seis no tengo noticias suyas, cogeré un vuelo a Chicago. Ese hombre está metido hasta las cejas en este asunto.
– ¿Qué crees que iban a hacer con la parte de la herencia que la impostora iba a recibir?
– Algo me dice que el que planeó todo esto le hizo firmar un documento por el cual le pasaba su parte. Esa persona probablemente empleó algunas compañías ficticias para ocultarlo. Estoy convencido de que se trata de uno de los miembros de la familia. Creo que podemos eliminar a Kendall como sospechosa. -Le contó a Fitzgerald la conversación que había mantenido con ella-. Si Kendall estuviera detrás de esto, no se me habría presentado con una confesión, al menos no lo habría hecho en este momento. Habría esperado hasta que lo del testamento se arreglara y tuviera el dinero. En lo que concierne a su marido, creo que también lo podemos eliminar. Es un chantajista de poca monta. No me parece capaz de haber planeado una cosa así.
– ¿Y qué me dices de los otros?
– En lo que respecta al juez Stanford, hablé con un amigo mío que pertenece a la Sociedad de Abogados de Chicago. Mi amigo dice que todo el mundo tiene muy buen concepto de
Stanford. De hecho, acaban de nombrado juez principal. Tiene otra cosa a su favor: fue el primero en decir que la primera Julia era una impostora, y el que insistió en que se realizara una prueba del ADN. Dudo que hiciera una cosa como ésta. Woody, en cambio, me interesa mucho. Estoy bastante seguro de que consume drogas, y ése es un hábito muy caro. He investigado a su esposa Peggy. No es lo bastante inteligente como para haber trazado este plan. Pero se rumorea que tiene un hermano que no es trigo limpio. Pienso investigarlo.
Steve habló con su secretaria por el interfono:
– Por favor, póngame con el teniente Michael Kennedy, de la policía de Boston.
Algunos minutos después, sonó el timbre del teléfono. -El teniente Kennedy está en la línea uno.
Steve levantó el auricular.
– Teniente, gracias por contestar a mi llamada. Soy Steve Sloane, del bufete jurídico Renquist, Renquist y Fitzgerald. Estamos tratando de localizar a una persona por algo que tiene que ver con la herencia de Harry Stanford. Se llama Hoop Malkovich y trabaja en una panadería del Bronx.
– Ningún problema. Volveré a comunicarme con usted. -Gracias.
Después de almorzar, Simon Fitzgerald pasó por la oficina de Steve.
– ¿Cómo va la investigación? -preguntó. -Demasiado lenta para mi gusto. Quienquiera que haya planeado esto ha cubierto muy bien sus huellas.
– ¿Cómo está Julia?
Steve sonrió.
– Maravillosamente bien.
Algo en el tono de su voz hizo que Simon Fitzgerald lo mirara con más atención.
– Es una joven muy atractiva.
– Ya lo sé -dijo Steve con tono nostálgico-. Ya lo sé.
Una hora después, recibió una llamada de Australia. -¿Señor Sloane?
– Sí.
– Soy el inspector jefe McPhearson, de Sydney.
– Sí, inspector.
– Encontramos a su hombre.
A Steve le dio un brinco el corazón.
– ¡Fantástico! Me gustaría disponer su inmediata extradición…
– No creo que haya prisas. Dmitri Kaminsky está muerto. A Steve se le cayó el alma a los pies.
– ¿Qué?
– Hace poco encontramos su cuerpo. Le habían seccionado los dedos y había recibido varios disparos.
Las pandillas rusas tienen una costumbre muy extraña con los traidores. Primero les cortan los dedos, luego los dejan desangrarse y por último los matan de un tiro.
– Entiendo. Gracias, inspector.
«Punto muerto.» Steve se quedó un rato con la vista fija en la pared. Todas sus pistas comenzaban a evaporarse. Se dio cuenta de lo mucho que había contado con el testimonio de Dmitri Kaminsky.
Su secretaria interrumpió sus pensamientos.
– Un tal señor Timmons lo llama por la línea tres.
Steve consultó su reloj: eran casi las seis de la tarde. -¿Señor Timmons?
– Sí. Lamento no haber podido contestar sus llamadas antes. He estado ausente de la ciudad dos días. ¿En qué puedo servido?
«En mucho -pensó Steve-. Puede decirme cómo falsificó esas huellas digitales.» Steve eligió cuidadosamente sus palabras.
– Lo llamo con respecto a Julia Stanford. Cuando usted estuvo hace poco en Boston, verificó sus huella dactilares y…
– Señor Sloane…
– ¿Sí?
– Yo nunca he estado en Boston.
Steve hizo una inspiración profunda.
– Señor Timmons, según el registro del Holiday Inn, usted estuvo aquí el…
– Alguien ha utilizado mi nombre.
Steve escuchó, espantado. Era la última pista, y conducía a un punto muerto.
– Supongo que no tiene idea de quién puede haber sido. -Le confieso que es muy extraño, señor Sloane. Una mujer aseguró que yo estuve en Boston y que podía identificarla como Julia Stanford. y yo jamás la había visto antes.
Steve sintió que sus esperanzas resurgían.
– ¿Sabe quién es?
– Sí. Se llama Posner. Margo Posner.
Steve cogió una pluma.
– ¿Dónde puedo localizarla?
– En el Centro Reed de Salud Mental, en Chicago. -Muchísimas gracias. Realmente me ha sido de gran utilidad.
– Mantengámonos en contacto. Yo también quisiera saber qué está ocurriendo. No me gusta que la gente se haga pasar por mí.
– De acuerdo. -Steve colgó. Margo Posner.
Cuando Steve volvió a su casa, Julia lo esperaba.
– He preparado la cena -le dijo-. Bueno, no es exactamente así. ¿Te gusta la comida china?
Él sonrió.
– ¡Me encanta!
– Espléndido. Tengo ocho envases de comida china. Cuando Steve entró en el comedor, en la mesa había flores y velas.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Julia.
Steve le contestó, con cautela:
– Es posible que tengamos la primera pista concreta. Tengo el nombre de una mujer que parece estar envuelta en esto. Mañana por la mañana volaré a Chicago para hablar con ella. Tengo el presentimiento de que mañana tendremos todas las respuestas.
– ¡Sería maravilloso! -exclamó Julia-. Me alegraré tanto cuando todo haya terminado.
– Yo también -dijo Steve. «¿O no? Ella realmente pertenecerá a la familia Stanford… y estará por completo fuera de mi alcance.»
Capítulo 31
La cena duró dos horas y, en realidad, ninguno de los dos tuvo conciencia de lo que comía. Hablaron sobre todo y sobre nada, y fue como si se conocieran desde siempre. Se refirieron al pasado y al presente, y tuvieron la precaución de no hablar del futuro. «No hay ningún futuro para nosotros», pensó Steve con pesar.
Por último, y de mala gana, Steve dijo:
– Bueno, será mejor que nos vayamos a la cama.
Ella lo miró con las cejas levantadas y los dos estallaron en carcajadas.
– Lo que quise decir…
– Sé muy bien lo que quisiste decir. Buenas noches, Steve. -Buenas noches, Julia.
A la mañana siguiente temprano, Steve cogió un vuelo de United a Chicago. Cuando llegó, cogió un taxi en el Aeropuerto O'Hare.
– ¿Adónde lo llevo? -preguntó el conductor. -Al Centro Reed de Salud Mental.