Billy trató de sonreír.
John Cotton, el director del equipo, estaba esperando a Billy.
– ¡Estás fuera del partido! -le dijo.
– Pero, señor Cotton…
– Vamos, sal del campo de juego.
El padre de Billy vio alarmado cómo su hijo abandonaba el campo.
«No puede hacer eso -pensó-. Tiene que darle otra oportunidad. Tendré que hablar con el señor Cotton y explicarle…»En aquel momento sonó el teléfono móvil que siempre llevaba consigo. Lo dejó sonar cuatro veces antes de contestar. Sólo una persona tenía el número. «Sabe que detesto que me molesten los fines de semana», pensó con furia.
De mala gana, levantó la antena, oprimió un botón y dijo:
– Hola.
La voz del otro lado de la línea habló muy despacio durante varios minutos. Papá escuchó asintiendo de vez en cuando. Por último dijo:
– Sí. Entiendo. Me ocuparé de eso. -Guardó el teléfono.
– ¿Va todo bien, querido? -le preguntó su mujer.
– No, me temo que no. Quieren que trabaje el fin de semana. Y yo que planeaba asar chuletas mañana.
Su esposa le cogió la mano y le dijo, con afecto:
– No te preocupes. Tu trabajo es más importante.
«No tan importante como mi familia -pensó él con obstinación-. Dan Quayle lo entendería.»
De pronto, la mano comenzó a picarle y se la rascó. «¿Por qué me pasa esto? -se preguntó-. Uno de estos días tendré que consultar a un dermatólogo.»
John Cotton era el encargado del supermercado local, un hombre corpulento de poco más de cincuenta años que había aceptado dirigir el equipo de Alevines porque su hijo era jugador de béisbol. Su equipo acababa de perder por culpa del pequeño Billy.
El supermercado estaba cerrado y John Cotton se encontraba en el aparcamiento, dirigiéndose hacia su automóvil, cuando se le acercó un desconocido con un paquete en la mano.
– Disculpe, señor Cotton.
– ¿Sí?
– Quisiera hablar un momento con usted.
– El supermercado está cerrado.
– No es eso. Quería hablarle de mi hijo. Billy está muy triste porque lo ha sacado del equipo y le dijo que no podía volver a jugar.
– ¿Billy es su hijo? Pues lamento que haya participado en el partido. Nunca será un jugador de béisbol.
El padre de Billy dijo, enseguida:
– No está siendo usted justo, señor Cotton. Conozco a Billy y es muy buen jugador de béisbol. Ya lo verá. Cuando juegue el próximo sábado…
– No jugará el próximo sábado. Está fuera del equipo. -Pero…
– Nada de peros. Está decidido. Y si no tiene nada más que…
– Sí que tengo. -El padre de Billy desenvolvió el paquete que tenía en la mano y que contenía un bate de béisbol y dijo con tono de súplica:
– Éste es el bate que Billy ha utilizado. Como notará, está desportillado, así que no es justo castigarlo porque…
– Mire, señor, me importa un cuerno el bate. ¡Su hijo no jugará!
El padre de Billy suspiró con pesar.
– ¿Seguro que no cambiará de idea?
– Seguro que no.
Cuando Cotton extendía el brazo hacia la manecilla de la puerta del coche, el padre de Billy balanceó el bate contra la ventanilla de atrás y la hizo trizas.
Cotton lo miró, sobresaltado.
– ¿Qué… qué demonios hace?
– Un poco de calentamiento -explicó Papá. Levantó el bate, lo balanceó y lo estrelló en la rodilla de Cotton.
John Cotton gritó y se desplomó, retorciéndose de dolor. -¡Está loco de remate! -gritó-. ¡Socorro!
El padre de Billy se arrodilló junto a él y le dijo en voz baja: -Si vuelve a gritar, le romperé la otra rodilla.
Cotton lo miraba, aterrado.
– Si mi hijo no juega el sábado que viene, le mataré y también mataré a su hijo. ¿Me ha entendido?
Cotton lo miró a los ojos y asintió, mientras luchaba para no gritar de dolor.
– Muy bien. Ah, y no quisiera que esto se supiera. Tengo amigos. -Miró su reloj. Tenía el tiempo justo para coger el próximo vuelo a Boston. De nuevo sintió escozor en la mano.
A las siete de la mañana del domingo, enfundado en un traje con chaleco y llevando un costoso maletín de cuero, pasó por Vendome, atravesó Copley Square y entró en la calle Stuart. Media manzana después del Castle Plaza Convention Center, entró en el edificio Boston Trust y se aproximó a recepción. Era imposible que el recepcionista pudiera identificarlo con la cantidad de inquilinos que había.
– Buenos días -dijo el hombre.
– Buenos días, señor. ¿Puedo ayudado?
Él suspiró.
– Ni Dios puede ayudarme. Creen que no tengo otra cosa que hacer que pasarme los domingos haciendo el trabajo que otros deberían haber hecho.
El guardia asintió, comprensivo:
– Sé bien lo que es eso. -Empujó el libro de registro-. ¿Podría firmar, por favor?
El hombre firmó y se dirigió a los ascensores. La oficina que buscaba se encontraba en el quinto piso. Cogió el ascensor hasta el sexto, bajó un piso por la escalera y caminó por el corredor. El cartel de la puerta rezaba Renquist, Renquist & Fitzgerald, Abogados. Miró en todas direcciones para asegurarse de que el corredor estuviera desierto, abrió el maletín y extrajo una pequeña ganzúa y una barra. Le llevó cinco segundos abrir la cerradura. Entró y cerró la puerta.
El recibidor era de estilo antiguo y conservador, como correspondía a uno de los bufetes de abogados más importantes de Boston. El hombre permaneció allí un momento, tratando de orientarse, y luego se dirigió al archivo donde se guardaban los registros. Dentro había varios archivadores de acero, con etiquetas alfabéticas delante. Intentó abrir el que llevaba la marca R-S. Estaba cerrado con llave.
Sacó una llave maestra, una lima y un par de pinzas del maletín. Introdujo la llave en la cerradura y la giró con suavidad hacia uno y otro lado. Al cabo de un momento la sacó y examinó las marcas negras que exhibía. Sosteniendo la llave con un par de pinzas, le limó los sectores negros cuidadosamente. Volvió a meterla en la cerradura y repitió el procedimiento. Se puso a canturrear en voz baja mientras estaba enfrascado en la tarea y de pronto se dio cuenta de lo que entonaba: Lugares lejanos.
«Llevaré a mi familia de vacaciones -pensó, muy contento-. Serán unas verdaderas vacaciones. Apuesto a que a los chicos les encantará Hawai.»
El cajón del archivador se abrió y tiró hacia afuera. Sólo tardó un momento en encontrar la carpeta que buscaba. Sacó una pequeña cámara Pentax del maletín y puso manos a la obra. Diez minutos después había terminado. Sacó varios pañuelos de papel del maletín, buscó el agua y los mojó. Volvió al archivo y recogió las limaduras de acero del suelo. Cerró con llave el archivador, salió al corredor, cerró con llave la puerta que daba a las oficinas y abandonó el edificio.
Capítulo 5
Mar adentro, a primera hora de la tarde, el capitán Vacarro se dirigió al camarote de Harry Stanford.
– Signar Stanford…
– ¿Sí?
El capitán le señaló el mapa electrónico que había sobre la pared.
– Me temo que el viento ha empeorado. El ojo dellibecchio está en el estrecho de Bonifacio, precisamente adonde nos dirigimos. Sugiero que busquemos refugio en un puerto hasta que…
Stanford lo interrumpió sin contemplaciones.
– Éste es un buen barco y usted es un buen capitán. Estoy seguro de que podrá capear el temporal.
El capitán Vacarro vaciló.
– Como usted diga, signar. Haré todo lo que esté a mi alcance.
– Estoy seguro de que así será, capitán.
Harry Stanford estaba sentado en el despacho planeando su estrategia. Se reuniría con René en Córcega y lo arreglaría todo. Después, el helicóptero lo llevaría a Nápoles y, desde allí, alquilaría un avión para ir a Boston. «Todo saldrá bien -decidió-. Lo único que necesito son cuarenta y ocho horas. Nada más que cuarenta y ocho horas.»