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– Suena fascinante.

– Sucedió hace alrededor de treinta años… treinta y uno, para ser exactos… cuando ingresé en este bufete. En aquel entonces, el viejo Renquist se ocupaba de los asuntos de Stanford. Harry Stanford era un «fuera de serie»; si no hubiera existido, habría sido imposible inventarIo. Era un coloso; tenía una energía sorprendente y una ambición desmedida. Era, también, un gran atleta: solía boxear en la universidad y era un gran jugador de polo. Pero, incluso de joven, Harry

Stanford era imposible. Era el único hombre que he conocido que carecía por completo de compasión. Era sádico y vengativo y tenía los instintos de un buitre. Le encantaba llevar a sus competidores a la bancarrota. Se rumoreaba que era responsable de más de un suicidio.

– Parece un monstruo.

– Por un lado, sí. Por el otro, fundó un orfanato en Nueva

Guinea y un hospital en Bombay, y donó varios millones a instituciones de caridad… de forma anónima. Nadie sabía nunca cómo actuaría.

– ¿Cómo hizo para amasar semejante fortuna? -¿Cómo andas en mitología griega?

– La tengo un poco olvidada.

– ¿Conoces la historia de Edipo?

Steve asintió.

– Mató a su padre para conseguir a su madre. -Correcto. Bueno, ése era Harry Stanford. Sólo que él mató a su padre para conseguir el voto de su madre,

Steve lo miró, atónito.

– ¿Qué?

Fitzgerald se inclinó hacia adelante.

– A comienzos de los años treinta, el padre de Harry tenía una tienda de ultramarinos aquí en Boston. Le iba tan bien que abrió una segunda tienda, y pronto tuvo una cadena. Cuando Harry terminó la universidad, su padre lo hizo socio y lo puso en la junta de directores. Como dije, Harry era ambicioso. Tenía grandes sueños. En lugar de comprar carne, quería que la cadena tuviera su propia ganadería. Quería comprar tierras y cultivar sus propios vegetales, y envasar sus propios productos. Su padre no estuvo de acuerdo y sostuvieron continuas peleas. Hasta que Harry tuvo su idea más geniaclass="underline" le dijo a su padre que quería que la compañía construyera una cadena de supermercados que vendieran de todo, desde automóviles a muebles y seguros de vida, y hacer a los clientes miembros honorarios. Al padre de Harry le pareció un disparate y rechazó la idea. Pero Harry no pensaba darse por vencido y decidió que tenía que librarse del viejo. Convenció a su padre de que se tomara unas vacaciones prolongadas y, mientras estaba ausente,

Harry se embarcó en la tarea de ganarse a la junta de directores. Era un vendedor brillante y les vendió su idea. Convenció a sus tíos, que estaban en la junta, para que votaran por él, y engatusó a los demás integrantes del directorio. Los invitó a almorzar, intervino en una cacería del zorro con uno y jugó a golf con otro. También se acostó con la esposa de un tercero, sabiendo que ella tenía gran influencia sobre su marido. Pero su madre era la que tenía la mayor cantidad de acciones y el voto definitivo. Harry la convenció de que se las diera a él y votara en contra de su marido.

– ¡Es increíble!

– Cuando el padre de Harry volvió, se enteró de que el voto de su familia le había echado de la compañía.

– ¡Dios mío!

– Aún hay más. A Harry no le bastó con esto. Cuando su padre trató de entrar en su propia oficina, descubrió que tenía la entrada prohibida en el edificio. Y recuerda que, por aquel entonces, Harry tenía poco más de treinta años. En la compañía lo apodaban «El hombre de hielo». Pero en algo sí hay que darle crédito, Steve: él solo convirtió a las Empresas Stanford en una de las multinacionales más importantes del mundo. Expandió su compañía hasta incluir madera, productos químicos, comunicaciones, electrónica y una cantidad impresionante de propiedades. Y terminó con todas las acciones en su poder.

– Debía de ser un hombre increíble -dijo Steve.

– Lo era. Para los hombres… y para las mujeres. -¿Estaba casado?

Simon Fitzgerald se quedó pensativo largo rato, recordando. Cuando finalmente habló, dijo:

– Harry Stanford estaba casado con una de las mujeres más hermosas que he conocido: Emily Temple. Tuvieron tres hijos: dos chicos y una niña. Emily pertenecía a una familia de clase alta de Hobe Sound, Florida. Adoraba a Harry y trató de cerrar los ojos a su infidelidad, hasta que un día le resultó imposible seguir tolerándola. Había contratado a una institutriz para los chicos, una mujer llamada Rosemary Nelson. Era joven y atractiva. Lo que la hacía más atractiva para Harry Stanford era que se negaba a acostarse con él. Eso lo enloqueció. No estaba acostumbrado a que lo rechazaran. Cuando Harry Stanford decidía mostrar todo su encanto, era irresistible de modo que finalmente consiguió llevarse a Rosemary a la cama. La dejó embarazada y ella fue a ver a un médico. Por desgracia, el yerno de aquel médico era reportero de un periódico, se enteró de la historia y la publicó. Hubo un escándalo infernal. Ya sabes cómo es Boston. Apareció en todos los periódicos. Todavía tengo recortes en alguna parte.

– ¿Abortó?

Fitzgerald sacudió la cabeza.

– No. Harry quería que abortara, pero ella se negó. Tuvieron una pelea terrible. Él le dijo que la amaba y que quería casarse con ella. Claro que había dicho lo mismo a decenas de mujeres. Pero Emily oyó la conversación y aquella misma noche se suicidó.

– Qué horror. ¿Y qué pasó con la institutriz?

– Rosemary Nelson desapareció. Sabemos que tuvo una hija, a la que llamó Julia, en el hospital Sto. Joseph de Milwaukee. Le envió una nota a Stanford, pero creo que él ni siquiera se molestó en contestarle. Por aquel entonces se había liado con otra mujer y ya no le interesaba Rosemary.

– Un encanto…

– La verdadera tragedia se desató después. Los chicos culparon a su padre del suicidio de su madre. En aquel momento tenían diez, doce y catorce años. Eran lo bastante mayores para sentir pena, pero demasiado jóvenes para luchar contra su padre. Lo odiaban. Y el mayor temor de Harry era que, algún día, le hicieran a él lo que él le había hecho a su propio padre. Así que hizo lo posible para que eso no ocurriera jamás. Los envió a distintos internados y campamentos de verano, y dispuso lo necesario para que ninguno pudiera ver demasiado a los otros. No recibieron ningún dinero de él; tuvieron que vivir con el pequeño fondo fiduciario que les dejó su madre. Stanford siempre utilizó con ellos el sistema de la vara con la zanahoria colgando delante. Les enseñaba su fortuna como la zanahoria y se la alejaba cuando hacían algo que lo disgustaba.

– ¿Qué fue de los hijos?

– Tyler es juez en Chicago. Woodrow no hace nada: es un vividor. Vive en Hobe Sound y apuesta mucho dinero al golf y al polo. Hace algunos años, se tiró a una camarera de una casa de comidas, la dejó embarazada y, para sorpresa de todos, se casó con ella. Kendall es una diseñadora famosa y está casada con un francés. Viven en Nueva York. -Se puso en pie-. Steve, ¿has estado alguna vez en Córcega?

– No.

– Me gustaría que volaras allí. Están reteniendo el cuerpo de Harry Stanford; la policía no quiere soltarlo. Quiero que vayas a solucionarlo todo.

– Está bien.

– Si fuera posible que salieras hoy…

– De acuerdo. Lo intentaré.

– Gracias. Te lo agradecería mucho.

– ¿Quién está al mando aquí?

– El capitaine Durer.