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– Quisiera verlo, por favor.

– ¿De qué se trata?

Steve sacó una de sus tarjetas comerciales.

– Soy el abogado de Harry Stanford y he venido a llevarme su cuerpo a los Estados Unidos.

El sargento frunció el entrecejo.

– Espere un momento, por favor. -Entró en la oficina del capitán Durer y cerró la puerta. La oficina estaba repleta de periodistas de televisión de todo el mundo. Todos parecían hablar al mismo tiempo.

– Capitán, ¿por qué estaba Stanford en cubierta, en medio de la tormenta, cuando…?

– ¿Cómo pudo caer del yate, en mitad de un…?

– ¿Existe algún indicio de que haya habido algo irregular…?

– ¿Le han hecho la autopsia…?

– ¿Quién más estaba en el barco con…?

– Por favor, caballeros -dijo el capitán Durer y levantó una mano-. Por favor, caballeros. Por favor. -Paseó la vista por la habitación; al advertir que todos los periodistas estaban pendientes de cada palabra suya, sintió una felicidad sin límites. Siempre había soñado con un momento como éste. Si lo manejaba correctamente, significaría un importante ascenso y…

El sargento interrumpió sus pensamientos.

– Capitán… -Le susurró algo al oído y le entregó la tarjeta de Steve Sloane.

El capitán Durer la estudió y frunció el entrecejo.

– No puedo verlo ahora -saltó-. Dile que vuelva mañana, a las diez de la mañana.

– Sí, señor.

El capitán Durer permaneció pensativo mientras el sargento abandonaba la habitación. No pensaba permitir que nadie lo despojara de aquel momento de gloria. Miró a los periodistas y sonrió.

– Bien, ¿qué me estaban preguntando…?

En el vuelo de Air France de París a Córcega, Steve Sloane se dedicó a leer una guía de la isla. Se enteró así de que era montañosa, que el puerto estaba en Ajaccio, y que ésta era también la ciudad natal de Napoleón Bonaparte. El libro estaba lleno de estadísticas interesantes, pero Steve no estaba preparado para la belleza sorprendente de la isla. Cuando el avión se aproximaba a Córcega, vio una pared muy alta de roca blanca que se parecía mucho a los blancos acantilados de Dover. Era un espectáculo impresionante.

El avión aterrizó en el aeropuerto de Ajaccio y un taxi transportó a Steve por el Cours Napoleón, la calle principal que se extendía desde la plaza general De Gaulle hacia el norte, en dirección a la estación de ferrocarril. Steve había hecho los arreglos necesarios para que hubiera un avión preparado para llevar el cuerpo de Harry Stanford a París, donde el féretro sería transferido a un avión con destino a Boston. Lo único que necesitaba era conseguir que le entregaran el cuerpo.

El taxi lo dejó frente al edificio de la Prefectura, en el Cours Napoleón. Subió un tramo de escaleras y entró en la oficina de recepción. Un sargento uniformado se encontraba sentado frente al escritorio.

– Bonjour. Puis-je vous aider?

En la oficina exterior, el sargento decía a Sloane:

– Lo lamento, pero el capitán Durer está muy ocupado. Le pide que vuelva mañana, a las diez de la mañana.

Steve lo miró, desconcertado.

– ¿Mañana por la mañana? Eso es ridículo… no quiero esperar tanto.

El sargento se encogió de hombros.

– Eso es asunto suyo, monsieur.

Steve frunció el entrecejo.

– Está bien. No tengo habitación reservada en ningún hotel. ¿Me puede recomendar uno?

– Mais oui. Le recomiendo el hotel Colomba, en Avenue de Paris, 8.

Steve dudó un momento.

– ¿No habría ninguna manera de…?

– Mañana, a las diez.

Steve dio media vuelta y abandonó la oficina.

En el despacho de Durer, el capitaine se sentía feliz respondiendo a la andanada de preguntas de los periodistas.

Un reportero de televisión le preguntó:

– ¿Cómo puede estar seguro de que fue un accidente? Durer miró hacia la lente de la cámara.

– Por fortuna, hubo un testigo ocular de este terrible suceso. La cabina de monsieur Stanford tenía una terraza privada en cubierta. Al parecer, algunos papeles importantes volaron de sus manos y él corrió a recuperarlos. Cuando extendió los brazos perdió el equilibrio y cayó al agua. Su guardaespaldas lo vio y enseguida pidió ayuda. El barco se detuvo y pudieron recuperar el cuerpo.

– ¿Qué reveló la autopsia?

– Córcega es una isla pequeña, caballeros. No estamos adecuadamente equipados para hacer una autopsia completa. Sin embargo, nuestro médico forense informa que se trató de asfixia por inmersión. Encontró agua de mar en sus pulmones. No había hematomas ni ninguna señal de algo irregular.

– ¿Dónde está ahora su cuerpo?

– Lo tenemos en la cámara frigorífica hasta conceder la autorización para que se lo lleven.

Uno de los fotógrafos dijo:

– ¿Tiene inconveniente en que le hagamos una fotografía a usted, capitán?

El capitán Durer vaciló un momento para conferirle dramatismo al momento.

– No. Por favor, caballeros, hagan lo que deban hacer. y los flashes de las cámaras comenzaron a destellar.

Steve Sloane almorzó en La Fontana, en la Rue Notre Dame; como no tenía nada que hacer durante el resto del día, se dedicó a explorar la ciudad.

Ajaccio era una pintoresca ciudad mediterránea que disfrutaba de la gloria de ser el lugar de nacimiento de Napoleón Bonaparte.

«Creo que Stanford se habría sentido identificado con este lugar», pensó Steve.

En Córcega era la temporada de turismo, y las calles estaban repletas de visitantes que conversaban en francés, italiano, alemán y japonés.

Esa noche, Steve cenó comida italiana en La Boccaccio y regresó a su hotel.

– ¿No hay ningún mensaje para mí? -preguntó con optimismo al conserje.

– No, monsieur.

Una vez en la cama, empezó a recordar lo que Simon Fitzgerald le había contado sobre Harry Stanford.

«Abortó?»

«No. Harry quería que abortara, pero ella se negó. Tuvieron una pelea terrible. El le dijo que la amaba y que quería casarse con ella. Claro que había dicho lo mismo a decenas de mujeres. Pero Emily oyó la conversación y aquella misma noche se suicidó». Steve se preguntó de qué manera se habría suicidado. Finalmente se quedó dormido.

* * *

A mañana siguiente, a las diez, Steve Sloane se presentó de nuevo en la Prefectura. El mismo sargento se encontraba sentado al otro lado del escritorio.

– Buenos días -le dijo Steve.

– Bonjour, monsieur. ¿En qué puedo servirle?

Steve le entregó otra tarjeta comercial.

– Estoy aquí para ver al capitán Durer.

– Un momento. -El sargento se puso en pie, se dirigió a la oficina interior y cerró la puerta.

El capitán Durer, ataviado con un imponente uniforme nuevo, estaba siendo entrevistado por un equipo de la RAI, la televisión italiana. En aquel momento, miraba hacia la cámara.

– Cuando me hice cargo de este caso, mi primera medida fue asegurarme de que no hubiera nada sospechoso en la muerte de monsieur Stanford.

El que lo entrevistaba preguntó:

– ¿Y quedó satisfecho, en el sentido de que no lo había, capitán?

– Completamente satisfecho. No cabe duda de que sólo se trató de un desgraciado accidente.

El director dijo:

– Bene. Cortemos y tomemos desde otro ángulo, con un plano más cercano.

El sargento aprovechó la oportunidad para entregarle al capitán Durer la tarjeta de Steve Sloane.

– Está fuera -dijo.

– ¿Qué te pasa? -gruñó Durer-. ¿No ves que estoy ocupado? Dile que vuelva mañana. -Acababa de enterarse de que había casi una docena de periodistas a punto de llegar, algunos procedentes de lugares tan lejanos como Rusia y Sudáfrica-. Demain.

– Oui.