El pelo de la madre es negro lacado, y lo lleva recogido en un moño y sujeto con un pasador de bambú. Pide a la niña que se esté quieta mientras empieza. Parece solemne, como si estuviera ante un altar. Coge el pie derecho de la niña, lo lava y lo seca con su camisa. No dice a la niña que es la última vez que ve sus pies tal como los conoce. No le dice que cuando quite las vendas parecerán pasteles de arroz triangulares con las uñas curvadas por debajo de las plantas. La madre trata de concentrarse en el futuro de la niña. Un futuro que será mejor que el suyo.
Empieza a vendar. La niña observa con interés. La madre aplica la papilla entre cada capa de tela. Es un mediodía de verano en la habitación de la madre. Fuera de la ventana trepan campanillas, diminutas y rojas como gotas de sangre. La niña se mira el pie que le está vendando su madre en el espejo del tocador. En el marco aparece también un jarrón antiguo delicadamente tallado con un ramillete de jazmín. El aroma de las flores frescas es intenso. La manecilla de un viejo reloj de pared se columpia con un sonido rústico. La casa está silenciosa. Las demás concubinas duermen la siesta y las sirvientas están sentadas en la cocina pelando judías en silencio.
La madre tiene la frente cubierta de sudor, que empieza a caerle como cuentas rotas por las mejillas. La niña pregunta a su madre si no debería parar para descansar. La mujer sacude la cabeza y dice que ya casi está. La niña se mira los pies. Son tan gruesos como patas de elefante. Le parece divertido. Mueve los dedos dentro del capullo. ¿Ya está?, pregunta. Cuando la madre se lleva el tarro, la niña salta al suelo y juega.
En adelante te quedarás en la cama, dice la madre. El dolor tardará un poco.
La niña no tiene problemas hasta la tercera semana. Ya está aburrida de sus patas de elefante y ahora llega el dolor. Sus dedos gritan pidiendo espacio. Su madre está cerca. Está allí para impedir que se arranque las vendas. Defiende las patas de elefante como si defendiera el futuro de la niña. No se cansa de explicar a la niña sollozante por qué tiene que soportar el dolor. Entonces éste se vuelve insoportable. Los pies de la niña se han infectado. A la madre se le saltan las lágrimas. No, no, no, no te los toques. Insiste, llora, maldice. A sí misma. A los hombres. Se pregunta por qué Dios no le ha dado un hijo. Una y otra vez dice a la niña que las mujeres son como la hierba, nacen para ser pisoteadas.
Estamos en el año 1919. En la provincia china de Shandong. En la ciudad donde nació Confucio y que se llama Zhu. Rodeada de antiguas murallas y puertas. Desde la ventana de la niña, las colinas parecen tortugas gigantes que avanzan muy lentamente por el horizonte. El río Amarillo atraviesa la ciudad y sus aguas turbias se abren paso perezosas hacia el mar. Las ciudades y las provincias de la costa llevan ocupadas por fuerzas extranjeras desde que China perdió la guerra del Opio en 1860. La provincia de Shandong cayó bajo el control de los alemanes primero y luego de los japoneses. China se está viniendo abajo y nadie hace caso del llanto de la niña.
La niña nunca olvidará el dolor. Ni cuando se convierta en la esposa de Mao, la mujer más poderosa de China, a finales de los años sesenta y durante los setenta. Recuerda el dolor como el «testimonio de los crímenes del feudalismo» y expresa su indignación en una serie de óperas y ballets, La mujer del destacamento rojo y La muchacha del cabello blanco, entre otras muchas. Hace que el billón de habitantes comparta su dolor.
Comprender el dolor es comprender por lo que pasó el proletariado en el viejo orden, grita en un mitin. ¡Es comprender la necesidad del comunismo! Cree que el dolor que experimentó le da derecho a liderar la nación. Es la clase de dolor que te perfora todo tu ser, explica a la actriz que protagoniza la ópera. No puedes apoyar en el suelo los dedos de los pies ni tampoco volar. Estás atrapada, encadenada. Hay una sierra invisible. No tienes dedos en los pies. Te falta el aire. Se te oye por toda la casa, pero nadie viene en tu auxilio.
Recuerda vívidamente su lucha con el dolor. Una heroína en el escenario de la vida real. Arrancarse las vendas de sus pies es su debut.
¡Sin rebelión no hay supervivencia!, grita en los mítines durante la Revolución Cultural.
Mi madre se queda horrorizada cuando arrojo las hediondas vendas ante ella y le enseño mis pies. Los tengo azules y amarillos, hinchados y rezumando pus. Un par de moscas se posan en las vendas. El montón parece un monstruoso pulpo muerto de cien tentáculos. Si intentas vendarme otra vez los pies me mataré, digo a mi madre. Hablo en serio. Estoy dispuesta a hacerlo. Ya he encontrado un lugar donde yacer. En el templo de Confucio. Me gustan los versos que se leen en la verja:
No hay ningún monje en el templo,
de modo que será el viento el que barra el suelo.
No hay velas en el templo,
de modo que será la luna la que lo ilumine.
Es preciso que tengas los pies de loto, grita mi madre. Tú no has nacido para trabajar.
Después se rinde. Me pregunto si ya sabe que un día me necesitará para que huya con ella.
Recuerda a su padre como un hombre alcoholizado y violento. Tanto su madre como ella lo temen. Las pega. No hay forma de saber cuándo perderá los estribos. Cada vez que ocurre da un susto de muerte a la niña.
No es un hombre pobre. La señora Mao no dice la verdad cuando más adelante lo describe como un proletario para impresionar a sus compatriotas. En realidad es un próspero hombre de negocios, el carpintero de la ciudad y dueño de una ebanistería. En la mesa hay comida y la niña va al colegio.
Nunca he comprendido por qué mi padre pega a mi madre. Nunca hay una verdadera razón. No interviene nadie de la casa. Todas las mujeres oyen las palizas. Todos mis hermanastros son testigos. Sin embargo nadie dice ni pío. Si mi padre no está contento con mi madre, va a su habitación, se quita el zapato y empieza a pegarla. Las concubinas son esclavas que se compran y sirven para calentar la cama, pero me pregunto si la verdadera cólera de mi padre se debe a que mi madre no le ha dado un hijo.
Es así como su padre siembra en ella la sensación de no valer para nada. Es algo con lo que ella convive. En cuanto empieza a recordar el ambiente en que creció, experimenta una cólera que estalla a su tiempo y ritmo. Como una crecida del río Amarillo, llega en grandes olas. Su violencia cambia el paisaje interior de mi madre. La cólera empeora con los años. Se convierte en una bestia cautiva. Respira y crece en la clandestinidad. Y la consume. Su presencia constante le hace sentir inútil. Detrás de cada uno de sus actos está el deseo de combatir a la bestia, de demostrar que no existe.
Soy por naturaleza rebelde contra los opresores. Cuando mi madre me dice que aprenda a «comer una albóndiga hecha de tu lengua» y «a esconder tu brazo roto dentro de la manga», me rebelo sin pensar en las consecuencias.
Frustrada, mi madre me pega. Me pega con una escoba. Le asusta mi forma de ser. Cree que me matarán como a los jóvenes revolucionarios cuyas cabezas cuelgan de astas de bandera en la puerta de la ciudad. Asesinados por las autoridades.
Mi madre me regaña, me llama «Mu-yu», el instrumento que utiliza el monje para salmodiar, hecho para ser golpeado todo el tiempo. Pero yo no tengo remedio. Siempre es después, después de que se ha cansado de pegarme, cuando se derrumba y rompe a llorar. Se llama a sí misma madre inepta, y está segura de que acabará recibiendo un castigo en la próxima vida. Acabará convertida en un animal de lo más desafortunado, una vaca que en vida soporta grandes cargas y cuando muere se la comen, y convierten su piel en chaquetas y sus cuernos en medicinas.