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Cada vez que veo la cara manchada de lágrimas de mi madre envejezco. Siento que me salen canas. Estoy harta de ver a mi madre atormentada. A menudo deseo que se muera para liberarla de la obligación de cuidar de mí.

Pero su madre sigue viviendo por ella, la hija que desearía que fuera un varón. Así es como la infelicidad impregna el alma de la niña. Se pasa casi toda su vida sin estar contenta con la persona que es. Lo irónico del asunto es que desea de todo corazón satisfacer el deseo de su madre. Por eso empieza su carrera de actriz. Muy joven, en su propia casa, interpreta papeles. Cuando cree no ser quien es, se siente relajada y sin miedo. Está en un lugar seguro donde el terror de su padre no puede alcanzarla y las lágrimas de su madre ya no pueden llevársela consigo.

Más adelante se hace evidente que la señora Mao no perdona. Cree que cada uno debe cobrar sus deudas. No le interesa entender qué es el perdón. Lo que entiende es la venganza. La entiende en su forma más salvaje. Nunca en su vida titubea antes de ordenar la total aniquilación de sus enemigos. Lo hace con toda naturalidad. Es un ejercicio que empezó a practicar de niña.

Veo a mi padre golpear a mi madre con una pala. Ha ocurrido de repente. Sin previo aviso. No doy crédito a mis ojos. Está fuera de sí. Llama a mi madre mujerzuela. Ella se hace un ovillo. El pecho me va a estallar. La golpea por detrás y por delante gritando que le romperá los huesos. Mi madre está en estado de shock, es incapaz de moverse. Mi padre la arrastra por el suelo, le da patadas, la pisotea como para aplanarla como un trozo de papel.

Siento cómo el terror me revuelve el estómago. De un salto me coloco entre los dos. Ya no eres mi padre, anuncio temblando toda yo. ¡Nunca te perdonaré! ¡Un día de éstos te encontrarán muerto porque habré puesto matarratas en tu vaso!

El hombre se vuelve y levanta la pala por encima de la cabeza.

Me arden los labios. Tengo los dientes delanteros bailando en la boca.

Durante la producción de sus óperas y ballets de los años setenta, la señora Mao describe la herida a las actrices, actores, artistas y a la nación. Nuestras heroínas deben estar cubiertas de heridas, dice. Heridas de las que brote sangre. Heridas infligidas con armas como palas, látigos, cristales, astillas, balas o explosiones. Examinad las heridas, prestad atención al grado de las quemaduras, a las capas de tejido infectado. A la transición de color entre la carne. Y a las formas que os recuerdan un cuerpo infestado de gusanos.

Tiene ocho años y ya está decidida. No tiene claro si su padre echó a su madre o si ésta huyó. En cualquier caso la niña ya no tiene casa. La madre se lleva consigo a su hija. Deambulan de calle en calle y de ciudad en ciudad. La madre trabaja de criada. O de lavandera, inferior en rango a una ayudante de cocina. La madre trabaja donde les permiten, a ella y a la niña, pasar la noche. Por la noche la madre sale a menudo misteriosamente. Suele volver al amanecer. La madre no explica adónde va. Un día que la niña insiste le dice que va a distintas casas. Pela patatas o calienta los pies de los hijos del señor de la casa. Nunca dice a la niña que calienta los pies del mismo señor. La madre se marchita rápidamente. Su piel se arruga como se riza la superficie de un lago, y el pelo se le seca como un tallo en invierno.

Algunas noches la niña se aburre de esperar a su madre. No puede dormir pero le da miedo salir. Se queda en silencio en la cama. Después de medianoche oye disparos. Los cuenta para saber a cuánta gente han matado.

Mi cifra siempre coincide con el número de cabezas que cuelgan al día siguiente de la puerta de la ciudad. Mis compañeras de colegio hablan entre ellas así: Te mataré y colgaré tu cabeza de un gancho. Te meteré una pipa de opio entre los dientes.

Odio el colegio. Es porque soy objeto de ataques. Porque no tengo padre y tengo una madre que hace trabajos que despiertan sospechas. Suplico a mi madre que me cambie de colegio. Pero la situación no cambia. Empeora tanto que un día un compañero de clase suelta un perro.

La señora Mao más tarde utiliza el incidente en un ballet y en una ópera del mismo título, Las mujeres del destacamento rojo. Los villanos van tras la joven esclava con perros de aspecto perverso. Primer plano de los dientes del perro y primer plano de la herida. Partes del cuerpo sangrando.

La cara de mi madre se vuelve irreconocible. Pierde su forma y se vuelve tan chupada que se intuye el contorno del cráneo. Sus bonitos pómulos empiezan a sobresalir y tiene profundas ojeras. Está tan enferma que no puede ir muy lejos andando. Sin embargo seguimos huyendo. La han despedido del trabajo. No puede hablar, susurra entre jadeos. Escribe una carta a sus padres suplicando que la acojan. Me pregunto por qué no lo ha hecho antes. No me lo explica. Tengo la impresión de que no era la hija predilecta de sus padres. Probablemente tiene malos recuerdos del pasado. Pero ahora no tiene otra elección.

Mis abuelos viven en Jinan, la capital de la provincia de Shan-dong. Comparada con Zhu, es una ciudad elegante. Está en la orilla sur del río Amarillo, a unos catorce kilómetros de distancia. Es un centro comercial y político. Es muy antigua. El nombre de las calles refleja su antiguo esplendor: calle de los Juzgados, calle de las Finanzas, calle Militar, etc. Hay suntuosos templos y llamativos teatros de ópera. No me entero hasta más tarde de que muchos de los teatros de ópera son en realidad prostíbulos.

Mis abuelos y yo no nos conocíamos y el encuentro cambia mi vida. De la noche a la mañana dejo de depender de mi madre. Mi abuelo se hace cargo de mí. Es un hombre amable, manso en realidad, erudito pero incapaz de hacer frente a la realidad. Me enseña ópera. Me pide que recite después de él. Frase por frase y tono por tono, terminamos las más famosas arias. No me gusta, pero quiero complacerlo.

Cada mañana, sentado en una silla de junco con una taza de té, mi abuelo empieza la lección. Primero me explica de qué trata la historia, la situación y el personaje, y a continuación canta. Lo hace muy mal, por lo que resulta muy divertido. Lo acompaño sin recordar exactamente lo que canto. Imito a propósito su pobre tono y trata de corregirme. Después de varios intentos descubre que le tomo el pelo y amenaza con enfadarse, y entonces me comporto. Alcanzo la nota con una voz perfecta. Aplaude y ríe. Cuando abre mucho la boca veo una cavidad sin un solo diente.

Seguimos adelante. Pronto sé cantar pasajes de La historia novelada de los tres reinos, sobre todo «La ciudad desierta». Mi abuelo está satisfecho. Me hace saber que soy importante. Chico o chica, a él lo mismo le da. Sólo pone una condición: que lo siga y aprenda. Me deja hacer lo que quiero por la casa. Mi abuela es una señora menuda y silenciosa, budista. Se hace eco de su marido y nunca parece tener una opinión propia. Siempre me saca de apuros. Por ejemplo, cuando rompo sin querer el frasco de tinta preferido de mi abuelo, coge sus ahorros y se apresura a ir con sus pies de loto a la ciudad para comprar uno nuevo que reemplace el viejo. Lo hace sin atraer la atención y yo la adoro.

Mi abuelo continúa cultivándome. Mueve la cabeza en círculos y yo lo imito. Cuando está de buen humor me lleva a óperas. No a las buenas -no puede permitirse pagar la entrada-, sino a las imitaciones que se representan en los prostíbulos. Durante las funciones a menudo hay peleas entre los borrachos.

Mi abuelo quiere que termine la enseñanza primaria. Eres un pavo real que vive entre gallinas, dice. Está reparando el brazo de su silla de junco cuando me lo dice. Tiene la cabeza en el suelo y su trasero apunta al techo. La frase hace mucha mella en mí.