Mao no quiere verla. Pero ella sigue presentándose, poniendo pretextos para irrumpir en su dormitorio.
Él despide a un guardia apostado en la verja por no conseguir detenerla.
En calidad de jefe de Estado ella recibe y acompaña a los Nixon a sus óperas y ballets. Eso le hace sentirse orgullosa y recompensada por fin. Pero al mismo tiempo siente cómo se aproxima el peligro. Habla con nerviosismo y el traductor tiene dificultades en seguirla.
No noto los años aunque ya tengo sesenta y uno. Cada día ejercito mis fuerzas. Mao no ha logrado ocultar a la gente el precario estado de su salud. En manos del mejor cámara y editor de cine, babea impotente en un documental llamado Saludando a Imelda Marcos. Se le caen los párpados, le cuelga la papada, y tiene la boca y la mandíbula desencajadas. Tiene ochenta y dos años. El sol no puede evitar ponerse. Lo que me frustra es que no acepte su destino. Se niega a retirarse. No me cede el poder. Me digo a mí misma que es demasiado viejo para pensar en mí.
Llevo demasiado tiempo luchando para renunciar ahora. En los años setenta pedí a Chun-qiao que escribiera una propuesta en nombre del Comité del Partido de Shanghai y se la enviara a Mao. En ella Chun-qiao me describía como «la promotora de la Revolución Cultural» y «colaboradora clave del Partido Comunista». En momentos de crisis, la camarada Jiang Qing pone en juego su potencia ofensiva. Dirige el Partido y la revolución sin ayuda de nadie. Combate a los enemigos más duros como Liu Shao-shi y Deng Xiao-ping. No hay nadie mejor que la camarada Jiang Qing para conducir el país y llevar la bandera de Mao Zedong.
Después de acumular polvo durante tres años encima del escritorio de Mao, la propuesta es, para mi gran decepción, rechazada. No sólo eso, Mao escribe en la portada un desagradable comentario: Tirar.
Estoy tumbada en el suelo, sin aliento. No tengo ni fuerzas para matarme. Si Mao me hubiera demostrado que era el rey de Shang, seguiría el ejemplo de la señora Yuji y me clavaría con mucho gusto un cuchillo. Y habría muerto con dignidad. Pero es demasiado tarde. Todo ha salido mal.
Va a amanecer y no he pegado ojo. Recuerdo mi juventud. La primera vez que nos vimos. Todavía me asombra. El momento mágico. La felicidad. El modo en que nos quedamos uno frente al otro en la cueva de Yenan, incapaces de separarnos.
Ahora soy un perro acorralado y apaleado. Muerdo para escapar. Lo irónico es que mi personaje se niega a abandonar su idealismo. Mi personaje trata de redimir su alma. Me empuja a vivir, a sobrevivir, a crear luz en el infierno. Cada vez que me siento en el teatro veo un fantasma de mí misma. Oigo mi voz en la de la heroína. Su forma de superar el miedo. Rezo para que no me abandone el espíritu. Y estoy bien. Vuelvo a estar llena de esperanza. Me sigo diciendo que habrá vida después de Mao. Cuando el amor exhale, seguirá habiendo algo por lo que vivir. Yo misma. La imagen de la señora Mao. La muerte de Mao ayudará a definir mi papel.
Pero en cuanto sale del teatro vuelve a sentirse débil. No se reconoce en su forma de hablar y de moverse. Una sensación de desamparo se apodera de ella. Respira el aire contaminado y huele la basura. Es como descubrir un cuerpo podrido cubierto de moscas a las cinco de la mañana a la orilla de un bonito río. No puede hacer nada para cambiar el curso de su destino. La dirigen.
La voz con la que habla no le resulta familiar. Así y todo, sigue adelante. No tiene mapa, y no sabe si algún día hallará su camino. Sigue andando. Tiene que decírselo a Yu. He sobrevivido a rápidos, pero ahora el mero avanzar se ha convertido en un viaje en sí mismo. Ya no pide ver a Mao. Echa de menos a Nah, pero la deja tranquila. Es mejor que nada le recuerde su fracaso como madre. Se siente demasiado frágil para soportar más pérdidas. Cada día cambia de hotel, cada día se pone el uniforme y libra batallas propagandísticas, promocionándose. En noviembre lanza una campaña proponiendo a Chun-qiao como primer ministro. Espera la respuesta de Mao. No llega. Asume que Mao lo está considerando. Reza. Sigue recorriendo el país y elogiando a Chun-qiao como animador.
Personalmente no simpatiza con Chun-qiao. Un hombre lleno de odio. Pero lo necesita. Necesita a alguien fuerte. Un hombre tan poderoso y tan lleno de determinación como Mao. A Chun-qiao se le da bien conspirar. Su carácter refleja el de Kang Sheng. Es un elocuente teórico comunista de oficio, y sus obras han avivado enormemente las llamas de la Revolución Cultural. Su poder de convicción es asombrosa. Él y su discípulo Yiao se compenetran. Como los músicos, Chun-qiao vende melodías y Yiao arreglos. Han estado trabajando en Las grandes citas de la camarada Jiang Qing.
Jiang Qing no puede decir que no haya esperado que Mao cambiara de opinión respecto a ella. Pero cuando lo hace, le coge desprevenida.
El 17 de julio de 1974 Mao convoca una reunión del congreso en el Pabellón Luz Púrpura.
Sin previo aviso nombra primer ministro a Deng Xiao-ping. Parece cansado y poco interesado, y se le cae el cigarrillo de las manos varias veces. Levanta la reunión mientras sirven té.
Antes de que Jiang Qing tenga tiempo de encajar el primer golpe, le llega el segundo. Al día siguiente del nombramiento de Deng, Mao publica un documento criticando a Jiang Qing como cabeza de la Banda de los Cuatro. La prensa de Pekín se hace eco de inmediato y los rumores se convierten en noticia oficial. Jiang Qing creía controlar los medios de comunicación, creía contar con adeptos, pero ha quedado demostrado que es necia. No tiene madera de política. Se ha metido en ella por motivos equivocados. Siempre ha sido así. Lo mismo le ocurrió cuando estuvo con Yu Qiwei y Tang Nah. Se mete para acercarse al hombre que ama, pero termina perdiéndose a sí misma. No sabe en qué momento la broma de Mao acerca de que es la cabecilla de la Banda de los Cuatro se ha convertido en la acusación oficial de un crimen.
22
El primero de octubre de 1975, el día de la Independencia Nacional, la prensa de Shanghai liderada por Las Noticias de la Liberación, publica una serie de artículos sobre Wu, la emperatriz convertida en emperador de la dinastía Han en el año 200 d.C. Las críticas elogian la sabiduría y la fuerza de Wu, y su éxito al gobernar China durante medio siglo. Junto a los artículos aparecen fotos de la señora Mao, Jiang Qing. Documentan sus visitas a fábricas, comunas y escuelas así como al ejército. Aparece entre una masa de gente de rasgos duros, con expresión firme y los ojos brillantes mirando hacia el futuro. En Pekín siguen criticándola. A la semana siguiente acapara los titulares la noticia del empeoramiento de la salud del primer ministro Chu y aparece en escena Deng Xiao-ping.
Hay un hombre importante que los medios de comunicación han tenido olvidado. Se trata de Kang Sheng. Tiene una enfermedad terminal y sufre de paranoia. Presiente la caída de Jiang Qing lejos de Mao y no quiere caer con ella. Ha jugado un papel ambiguo entre los Mao. Mao no ignora el hecho de que ha dado a Jiang Qing información crucial que le ha ayudado a llegar donde está. Ha dejado de contestar a las cartas y las notas de Kang Sheng para demostrarle su consternación.
El hombre de la perilla está asustado. Se ha pasado la vida complaciendo al emperador, y de pronto se enfrenta al descrédito y el cese.
Tengo un recado importantísimo para el presidente, dice Kang Sheng en su cama a las mensajeras personales de Mao, la sobrina de Mao, Wang Hai-rong, viceministra de Diplomacia, y Tang Wen-sheng, la traductora de confianza de Mao. He guardado muchos años esta información, pero ahora que mi vida toca a su fin, siento que debo al Partido una confesión: Jiang Qing y Chun-qiao son traidores. Han destruido los archivos, pero la verdad prevalece.
Las dos mujeres se quedan boquiabiertas.
Habría ido a ver personalmente al presidente si éste hubiera querido oírme, dice Kang Sheng lloroso. Pero ya no me queda mucho tiempo para trabajar para él y debo demostrarle mi lealtad.