Kang Sheng cierra los ojos y se recuesta en su almohada. Ahora sacad vuestra libreta de notas y apuntad con cuidado. Demostraré por última vez que soy útil al presidente.
Con una voz cada vez más débil dice el año, la fecha, los testigos y el lugar donde ha tenido lugar la traición de la señora Mao, Jiang Qing.
No presto atención a mis rivales. Kang Sheng no puede hacerme caer más bajo. Estoy haciendo todo lo posible para acercarme al cada vez más rígido Mao. Tiene que abrir su mandíbula y pronunciar mi nombre ante la nación. Lo intentaré todo. Cueste lo que cueste. Por suerte encuentro a alguien que me ayude. El sobrino de Mao, Mao Yuan Xin. Le hago saber que su tía Jiang Qing está dispuesta a adoptarle como príncipe del reino. El joven expresa su buena voluntad y no tarda en ganarse la confianza de su tío. Ya no tendré que pelearme con los guardias y podré enviar mensajes directamente a Mao a través de Xin.
Mis enemigos y yo estamos compitiendo en una carrera contra el último aliento de Mao. He perdido la noción del tiempo. Ya no tengo apetito. Tengo todos los sentidos concentrados en una sola cosa: el movimiento de la boca de Mao. Aunque me he convencido de que el amor que sintió por mí hace tiempo que murió, sigo deseando que ocurra un milagro. He pedido a Xin que permanezca junto a su tío las veinticuatro horas con un magnetofón y una cámara. Estoy esperando que Mao evoque de pronto su juventud. Tal vez entonces vuelva a verme y se acuerde de rendir tributo a ese amor. Lo necesito con urgencia. Necesito las caricias de sus dedos. Su frase «Jiang Qing me representa» va a poner las cosas en su sitio. «Un movimiento de un dragón equivale al desplazamiento de un caballito de mar durante diez años.» Me salvará y curará. He estado hasta considerando una alternativa. Una vez que Mao haya pronunciado las palabras es posible que me retire. Tengo más de sesenta años. Mirar hacia el futuro ha dejado de ser mi principal interés. Sin honor, sin embargo, no quiero vivir. Soy Jiang Qing, el gran amor de la vida de Mao.
Pero no lo hará. No volverá a pronunciar mi nombre. Su silencio autoriza a los demás a eliminarme; a asesinarme a sangre fría. Por mucho que intento pintar de rosa lo negro, la verdad habla por sí sola en voz alta. Mao está decidido a seguir adelante con su traición. Quiere castigarme por ser quien soy. Quiere achacarme la muerte de Shang-guan Yun-zhu. Me ha señalado como su enemigo.
¿Por qué me molesto entonces en ordenar que nos construyan un panteón para los dos en la colina Babo? ¿Por qué iban a enterrarlo a mi lado en lugar de al lado de Zi-zhen o Kai-hui? ¿O de Shang-guan Yunz-hu? No quiero volver a recordar cómo me amabas. Por las noches me escuecen los ojos de llorar por tu afecto. ¿Por qué no yaces solo después de todo el odio que sientes hacia mí?
En medio de las fuertes nevadas de enero de 1976 fallece el primer ministro Chu. Lento y necio, ciego y sordo, ha ido a contracorriente. Ha brindado demasiadas veces a la salud de los demonios. Sin embargo se le recuerda como el primer ministro del pueblo. Para desengaño de Jiang Qing, la nación no hace caso de la orden de Mao de quitar importancia a la ceremonia y llora la muerte de Chu. La plaza de Tiananmen se cubre de coronas blancas. El enfermo Mao lo interpreta como una clara muestra de resentimiento. Sospecha que el amigo de Chu, el recién ascendido primer ministro, Deng Xiao-ping, está tramando una traición.
Con palabras susurradas y medio atragantadas, Mao ordena la destitución de Deng Xiao-ping. La orden se lleva a término de inmediato. El país está confundido.
La señora Mao, Jiang Qing, no pierde tiempo. Se aprovecha de la situación y sale de un salto a escena. En nombre de Mao nombra a los miembros de su futuro gabinete: Chun-qiao como primer ministro, su discípulo Yiao como viceprimer ministro, Wang como ministro de Defensa Nacional y Yu como ministro de Cultura y Artes.
Yu quiere que yo comprenda su sufrimiento. Se está marchitando como la hierba en verano. Está aterrorizado con el nuevo cargo. Pero me niego a soltarlo del anzuelo. Estamos de pie en mi oficina, discutiendo cara a cara. Abro la ventana para dejar entrar el aire frío. Me siento frustrada y contrariada. El cielo es como una sábana azul zafiro con nubes que la desgarran como a zarpazos. Te apoyaré, te le prometo. Podrás ser una figura decorativa. Tus ayudantes barrerán el suelo detrás de ti. ¿Qué pasa que seas artista? Se espera que hagas las cosas de distinta forma. Los grandes genios se supone que tienen cuernos, ya se lo he dicho a todo el mundo. El pueblo lo entenderá.
Él gruñe, habla entre dientes y suplica.
Suavizo mi tono. Ante ti se está formando un arco iris, Yu. Lo único que tienes que hacer es abrir los ojos.
Se seca la frente con las mangas y sus labios empiezan a tensarse. No…, no puedo hacerlo. Soy…
No me hables de tu miedo. ¡Hemos traído el barco! ¡Yu Hui-yong, el barco ya está dentro! ¡Vamos, sube a bordo!
Ella continúa con gestos animados, extendiendo los brazos y agitándolos en el aire. ¡Un golpe más y caerá en nuestras manos el fruto de la victoria!
Yu se rinde.
La señora Mao se deja caer en el sofá.
Los demás miembros la miran fijamente.
Yu se acerca al alféizar de la ventana y coge un tiesto. Desprende con cuidado la tierra con un dedo. Es una especie silvestre, dice de repente. Las hojas se enroscan alrededor como una corona. En los tallos brotarán pequeñas flores blancas. Vuelve la planta hacia el sol. Disfruto observando cómo las plantas levantan las hojas y se vuelven de un verde más intenso. Disfruto de verdad.
La señora Mao permanece de pie, erguida como una estatua de Lenin en la plaza Roja de Moscú. En su voz no hay rastro de sentimiento. En pocas palabras, no permitiré ninguna traición. Eres mi hombre. Hace una pausa para contenerse, pero de pronto rompe a llorar. Si quieres que suplique, ahora mismo me arrodillo y lo hago. Te suplico que dejes de insultarme… No soy fría ni insensible por naturaleza… He elegido antes el amor. Pero no dio sentido a mi vida. He perdido el alma del artista… Es mi destino fatal. Uno puede curar una enfermedad, pero no el destino. La batalla que libro es inevitable. Mi corazón estalla… Deja que te recuerde, que os recuerde a todos, que ya no hay salida. Estamos juntos en esto y somos soldados. De modo que corramos hacia donde está el fuego.
El 9 de septiembre de 1976 la historia de China vuelve una página. A la edad de ochenta y tres años, Mao Zedong exhala el último aliento. Al enterarse por Xin de la noticia, Jiang Qing entra por la fuerza en el Estudio de los Crisantemos, y revuelve entre las cartas y documentos de Mao en busca de un testamento. Pero no hay ninguno. Da media vuelta y convoca una reunión del Politburó en el Pabellón Luz Púrpura. Quiere anunciar personalmente la muerte del presidente.
No asiste nadie salvo los miembros de su gabinete. Pregunta a su secretaria qué está pasando y ésta le dice que una nueva figura, un hombre llamado Hua Guo-feng, un secretario provincial de la misma ciudad que Mao, se ha hecho con el poder. Está tratando de ponerse en contacto con ella; Mao ha dejado un testamento en el que lo nombra sucesor.
¡Eso es ridículo! ¡Totalmente ridículo! Oye su propio eco en el pasillo vacío.
El palacio está silencioso. Es un día sin viento. El cuerpo sin vida de Mao yace en el Gran Salón del Pueblo, en la sala del Hunan. Se le ve más rígido que cuando respiraba. Le han peinado hacia atrás el pelo a la altura de las orejas. Las facciones parecen serenas, sin indicio de dolor. Tiene los brazos pegados a los costados. La chaqueta gris que lleva puesta está almidonada. Del pecho para abajo está cubierto por una bandera roja con una hoz y un martillo de color amarillo.
¡Embustero! La señora Mao golpea la mesa con los puños. El presidente no ha dejado ningún testamento.
No hay duda de que la caligrafía es de Mao, murmura el secretario. Lo ha confirmado un arqueólogo y calígrafo especializado en xing-shu.