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La señora Mao se queda mirando el documento, conteniendo el aliento.

Es el funeral del siglo. Sobre la plaza de Tiananmen llueven flores de papel blanco. En lo alto de la puerta de la Paz Celestial, la señora Mao permanece de pie detrás de Hua Guo-feng, quien da a la nación el discurso conmemorativo. Vestida totalmente de negro, la señora Mao lleva la cara cubierta con un pañuelo de raso negro. No puede soportar compartir la misma tarima con su enemigo.

El ataúd de cristal es grande. Las mejillas de Mao están cubiertas de una gruesa capa de polvos, los labios son de un rojo poco natural, y las comisuras de la boca han sido artificialmente levantadas para formar una sonrisa. El cuerpo se extiende como la ladera de una colina: del pecho para abajo hay una repentina curva descendente; los intestinos vaciados hacen que la tripa parezca una depresión. La cabeza se ve enorme.

La señora Mao permanece a menos de un metro del ataúd, estrechando manos a extraños extranjeros y del país. Lleva dos horas haciéndolo. Tiene tortícolis y le duele la muñeca. Pálida y nerviosa, en la mano tiene un pañuelo de seda blanco que se lleva de vez en cuando a las mejillas. Es incapaz hasta de fingir unas lágrimas. No puede parar de pensar en lo que Mao le dijo. «Te arrojarán y encerrarán en mi ataúd.»

Nah ha estado llorando desconsolada al lado de su madre.

Se ha derrumbado mi cielo.

Medio cielo, Nah.

No, el cielo entero.

No sirves realmente para nada.

El nuevo dirigente de China, Hua, tiene cara de viejo lagarto. Se le cierran los párpados sobre la mitad de las pupilas, lo que le da una expresión soñolienta. Su traje gris imita el de Mao. Está rígido, con una sonrisa helada en la cara. Cuando la señora Mao pone en duda el testamento, saca del bolsillo del pecho un rollo de papel y muestra la conocida letra: «Para el camarada Hua Guo-feng. Contigo al mando puedo descansar en paz».

Ella se ríe histérica, se da media vuelta y se acerca a la puerta gritando: Tengo la verdadera versión del testamento de Mao. Él mismo me lo leyó al oído. Se encuentra por casualidad con el mariscal de setenta y nueve años, Ye Jian-ying, que se dispone a presentar sus respetos a Mao.

¿Cómo puede presenciar esto y no hacer nada, mariscal?, grita ella.

El mariscal pasa por su lado sin prestarle atención.

¡Aún no se ha enfriado el cuerpo del presidente y ya estás tramando un golpe de Estado!

¡Camarada Jiang Qing!, gime el mariscal Ye Jian-ying. No me quedan más de diez años de vida. Pero estoy dispuesto a renunciar a ellos con tal de hacer un bien a este país.

Es el 5 de octubre de 1976, muy temprano. Un viento recio hace que las hojas se arremolinen en el aire. De la noche a la mañana el verde del jardín imperial se vuelve amarillo. Los troncos desnudos apuntan como púas al cielo. En el Salón del Puerto de los Pescadores la señora Mao ofrece una fiesta de despedida.

Las lámparas de bronce en forma de antorcha brillan con intensidad por todo el salón. Ya son más de las doce de la noche. La señora Mao entretiene a los invitados con una cena opípara y secuencias de la ópera que están filmando. Después de la proyección vuelven a encender las luces y los invitados se levantan. Con un elegante traje largo azul, ella brinda por la suerte y la salud de todos. Bajo su máscara sonriente se esconde nerviosismo. Se tranquiliza contando chistes buenos, pero nadie se ríe.

Los invitados son sus personas fieles en todas las esferas. Entre ellos los famosos cantantes de ópera. ¿Sabéis de qué estaba hecho el pastel de cumpleaños de la emperatriz Wu? La señora Mao habla como si estuviera en un escenario. Luego se responde: De tierra, semillas y malas hierbas. ¿Por qué? ¡Porque es nutritivo!

Del público llegan unas pocas risas. El monólogo continúa. Pasa de un tema a otro de forma inconexa. La señora Mao tan pronto critica la relación entre el eunuco Li Lian-ying y la emperatriz viuda, como describe un bonito telar que utilizaba en Yenan.

Los hilos se rompían sin razón, explica riendo. Me dije: Menuda revolucionaria de salón que soy si no puedo conquistar un estúpido telar. De modo que me quedé levantada toda la noche hasta que conseguí hacerlo funcionar. Sí, así soy yo. Tozuda como una mula. Bueno, basta de bromas. Como todos podéis ver, estoy nerviosa. ¿De qué hablábamos? Ah, sí, hablábamos de la devoción a costa de la muerte. Sí, no es un tema frívolo.

Al cabo de un momento de silencio continúa. Estoy destinada a ser reina o prisionera. Mao me ha dejado sola para que descubra por mí misma el final. Es su forma de enseñar. Como ya he dicho, detesta que lo calen. Como actriz, interpreto mi papel. No puedo contar con el ejército. Ésta es mi principal preocupación. Mientras el presidente vivía no se atrevieron a tocarme, pero ahora son capaces de cualquier cosa. Hua Guo-feng no es una amenaza para mí. La amenaza son los viejos camaradas. Ye Jian-ying y Deng Xiao-ping. Una vez hablé de ello con Mao. Le dije que tal vez había nacido para representar un personaje trágico. Le hizo gracia y dijo que era un comentario fascinante.

¿Lo es?, pregunta ella recorriendo la habitación con la mirada. Imaginaos que me cogen y me matan mañana. Miradme bien. Estoy inmóvil. Los que me preocupáis sois vosotros, vuestra vida y vuestra familia. Todos vosotros. Porque irán por vosotros. Tal vez no os maten, pero os harán sufrir. Es el precio que tenéis que pagar por haberme seguido. ¿Qué puedo decir? ¿Qué voy a decir a vuestros hijos? ¿Que soy una buena causa?… Baja la cabeza y las lágrimas se deslizan por sus mejillas. ¿Qué puedo hacer para protegeros?

El público responde con sollozos. El cantante de ópera, Hao Liang, el protagonista de La leyenda de la linterna roja, se adelanta. ¡Hombres de coraje!, exclama. Vamos al Politburó, vamos a donde la gente pueda escucharnos, las estaciones de radio, los escenarios, las salas de redacción. ¡Expresemos nuestro vivo deseo de que la camarada Jiang Qing sea la presidenta del Partido Comunista y la presidenta de China! Cambiemos la situación con nuestra acción. Estoy seguro de que el pueblo nos seguirá.

La habitación se hace eco en una sola voz. Siguen juramentos de lealtad. Un invitado saca un pañuelo blanco, se muerde el dedo del corazón y escribe con su sangre: «La camarada Jiang Qing para la presidencia o mi cerebro desparramado por la Gran Muralla».

Es un gran momento en mi vida. El 5 de octubre en el Salón del Puerto de los Pescadores. La gran pasión demostrada por los grandes actores. La magia de un escenario. Logro olvidar la realidad.

A través de mis cálidas lágrimas veo entrar en el salón a Chun-qiao y a su discípulo. Interrumpen la fiesta con un mensaje de emergencia: mi enemigo ha empezado a actuar. A pesar del pánico de Chun-qiao, no me doy prisa en despedirme de cada uno personalmente. Tengo el presentimiento de que es la última vez que los veo.

Hao Liang, digo al actor, me gustaría darte las gracias por tu espléndido trabajo en la película. En el futuro las películas hablarán por nosotros. Has iluminado mi vida. Hemos sudado días y noches para obtener una excelente calidad en el cine. El recuerdo es lo que nos regalamos el uno al otro. No puedo darte lo suficiente. Pero mi corazón siempre estará cerca de ti en el cielo o en el infierno. El héroe que has representado en el escenario murió a manos del enemigo. Recuérdame y recuérdate a ti mismo así.

Al amanecer llamo a Chun-qiao para mantener el contacto. Me comunica que los viejos camaradas y los dirigentes militares se han visto mucho. Le pido que venga a verme inmediatamente. Llega media hora más tarde.

¿Has hablado con mis amigos, el comandante Wu y el comandante Chen?, pregunto. He mantenido una buena relación con ellos y han prometido apoyarme.

Eres boba si crees que cumplirán la promesa que te hicieron en vida de Mao. He tratado de contactar con ellos pero no me devuelven las llamadas.