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Sigue siendo guapo y lleva mi traje favorito de dos piezas azul. Pero no me mira. En cuanto me ve desvía la mirada. Es una situación violenta, pero estoy decidida a no llorar. Me obligo a hablar, a pedir perdón. Ha habido un error, digo. Te esperé.

Él no quiere saber nada. Me pregunta qué hago aquí.

No lo sé ni yo, digo. ¿Qué otra cosa puedo decir? No soy de las que comprueban la profundidad del agua. Siempre creo que flotaré de alguna manera. Tengo diecinueve años. He estado trabajando para mantenerme. Doy clases de chino a adultos en una escuela nocturna, cuido niños y vendo entradas de teatro. Todo eso lo controlo, lo entiendo y sobrevivo. Pero no puedo entender qué nos ha pasado…

No deberías haber venido a Pekín, dice él.

Necesitaba verte, Yu Qiwei. No sé, estoy viviendo con tu fantasma.

Yunhe, me llama, pronuncia mi nombre. Hace que me eche a llorar de modo incontrolable.

Ella permanece frente a Yu Qiwei con lágrimas en los ojos. Sopla el viento y la despeina. No se lo toca, no arregla el desorden. Lo mira. Poséeme de nuevo.

Es una noche que ella nunca olvidará. Hacen el amor como si hubiera llegado el fin del mundo. Los dos tratan de superar la barrera que se ha construido entre ambos. Ella repite el ritual conocido. El cuerpo de él le dice que la ha echado de menos. Llora, se hace con el control del deseo de él. Explora todo lo que sabe que le satisface. Los recuerdos regresan. Cree haber ganado. Él le dice que la quiere, que nadie puede ocupar su lugar, que siempre estará allí cuando ella lo necesite.

Pero la verdad siempre permanece en la oscuridad. Ya no es lo mismo. En los días siguientes la lucha empieza a salir a la superficie. Se ve y se oye cuando ella habla, se mueve y hace el amor. Está hasta en las palabras que utiliza: Soy fuerte. Nada me destruye.

Al lanzar esas palabras se enfrenta a la despedida inevitable. Al gritarse esas frases, sobrevive y mantiene el equilibrio para no ser destrozada.

Yu Qiwei la instala en la residencia universitaria. Sin dinero ni visitas, ella espera días, semanas, meses. Él hace promesas pero no aparece. Se muestra educado, pero distante e impasible. Ella sale a buscarlo. Lo sigue y averigua que no va a volver a sus brazos: está viendo a otra mujer.

Ella pasa todo el invierno en la fría habitación de la residencia. Se siente como un perro abandonado. Decide esperar hasta primavera. Tal vez para entonces se haya derretido el helado corazón de Yu Qiwei. Tal vez la invite a salir, tal vez las flores de la primavera lo exciten y el tiempo le haga comprender que ya la ha torturado bastante.

Lo he intentado, pero soy incapaz de dejar ir este sentimiento. Ni aun después de separarnos, ni aun después de que él vuelva a casarse, ni siquiera después de que yo me haya casado con Mao. No consigo hacer las paces con él y conmigo misma, aunque acepto que es mi destino. Emocionalmente no soy capaz de dejarlo ir. No puedo soportar que lo posea otra mujer. La quemazón dura toda mi vida. No acaba con su muerte, de insuficiencia cardíaca a los cuarenta y cinco años, en 1958. No oculto mi antipatía hacia su mujer, Fan Qing.

Cuando mira atrás, casi ve el motivo. El intenso dolor del abandono. Yu Qiwei no le permitió terminar su papel. La deja preguntándose por qué no desempeñó bien su papel. Él hizo mutis antes de que cayera el telón. Ella no era de las que aceptan una humillación. Tal vez por eso él se escabulló y murió antes de que ella gobernara China. Tal vez sabía que ella no aceptaría que la rechazara y le haría pagar con su vida por todo lo que había hecho. Y no quería pagar lo que en su opinión no debía. No se equivocaba. Ella se pasó la vida canjeando los depósitos de sus desengaños.

4

Nunca he navegado ni había imaginado que pudiera ser tan horrible navegar. Estoy mareada y he estado vomitando. Embarqué hace diez días en un barco de carga barato que iba de Shandong a Shanghai. Nunca he estado en Shanghai. Me pareció que tenía que hacer algo para escapar de mi situación. ¿Qué tengo que perder? El barco se llama Pallet y bordea la costa. Cuando no estoy vomitando por la borda, contemplo el mar. Me prohíbo pensar en Yu Qiwei. Por la noche duermo en el suelo de la bodega entre cientos de pasajeros de origen humilde y sus animales. Una noche me despierto totalmente cubierta de excrementos de pato.

Marcharme parecía la única salida. En cuanto volví de Pekín a Shandong, Yu Shan vino a verme. Trató de comportarse como una buena amiga, pero su hermano se interponía entre nosotras. Vino a verme de nuevo el día que me marchaba para Shanghai. Le había pedido a ella y al señor Zhao contactos en Shanghai. Fueron lo bastante amables de facilitarme un nombre, un productor de cine llamado Shi procedente de Shandong. Yu Shan me deseó buena suerte. Parecía aliviada de verme partir. No me dijo que su hermano está a punto de casarse.

Yu Qiwei nunca me escribió después de que me marchara. Ni una palabra. Fue como si nunca nos hubiéramos amado. No le interesó saber dónde estaba ni cómo me sentía. No se enteró de que una vez quise morir por él.

La joven está decidida a dejar atrás el dolor. Se queda mirando fijamente el horizonte, hacia el futuro. En sus momentos de mayor debilidad, sigue creyendo que tiene el poder de dar aliento a un nuevo papel. Lo siente con todo su ser. Ha decidido volver a actuar, es lo que mejor hace; si no puede hacer realidad su sueño de ser protagonista en la vida real, lo será en el escenario.

Es muy temprano y la niebla es densa. El barco se interna por fin en el mar de la China Oriental y se dirige hacia el río Huangpu. Deja tras de sí un amplio arco blanco en las aguas negras. Cuando la joven se vuelve hacia la proa del barco, allí está Shanghai, con sus edificios recortados contra el horizonte rozando las nubes. El barco se desliza con torpeza en el atracadero. Bajan la pasarela y la gente se precipita y empuja. En mitad de la pasarela le asalta el oído un dialecto extranjero. Todo será diferente aquí, se dice. Por encima de ella parpadean los letreros de neón, como ojos de dragón. JABONES BRITÁNICOS, CEPILLOS DE DIENTES JOHNSON, PINTALABIOS FRANCESES DE COLOR ROSA PÚRPURA. ESTÁ FASCINADA.

El señor Shi tendrá poco más de treinta años. Tiene las facciones del típico hombre de Shandong, y es alto y ancho de hombros. Su risa suena como un trueno. Me recibe calurosamente y se lanza sobre mi equipaje. No hemos andado dos pasos y ya me ha dicho que es productor de teatro y cine. Yu Shan ya me ha informado, pero su obra no me suena. Por su forma de hablar asumo que al menos tiene buenos contactos. Parece encantado de verme. Detiene un triciclo público.

El señor Shi sigue hablando mientras nos subimos al triciclo. Noto un dejo de su viejo acento de Shandong. Shanghai es el París de Asia, dice. Es el paraíso de los aventureros. O estimula a la gente o la hunde. Mientras escucho al señor Shi advierto la moda en Shanghai. Las mujeres tienen clase. Van con faldas bastante cortas y zapatos puntiagudos y de tacón alto. Los diseños son imaginativos y osados. Nuestro triciclo zigzaguea por entre la gente. Yo me aferró con firmeza a la barra para no caerme. Los edificios a ambos lados de las calles son mucho más altos de los que he visto jamás. Tengo la impresión de que el señor Shi tiene previsto enseñarme toda la ciudad en ese momento, pero no estoy de humor. Me siento cansada y mugrienta.

Con toda la amabilidad de la que soy capaz pido al señor Shi que diga al conductor que tome la ruta más corta al apartamento que me ha conseguido. El señor Shi parece decepcionado, pero se inclina hacia delante para hablar con el conductor. Se echa para atrás y me ofrece un cigarrillo. Se sorprende cuando declino. Todo el mundo fuma en Shanghai, dice. Tiene que aprender mucho, y será un honor para mí ser su guía.

Entramos en un barrio humilde, nos metemos en una calle destartalada y nos detenemos frente a una casa de dos pisos. El edificio parece inclinarse hacia el interior y está cubierto de hollín oscuro. El señor Shi paga al conductor y recoge mi equipaje. Entramos en el edificio. No hay luz. Los escalones de las escaleras son empinados y faltan algunos. Por fin llegamos al rellano del segundo piso. El señor Shi lucha con la llave en la cerradura. La gira a uno y otro lado mientras se disculpa por el estado del apartamento. Es lo mejor que he podido encontrar con su presupuesto. Le digo que no se preocupe. Que esperaba algo peor. Parece aliviado. Finalmente consigue abrir la puerta. Un olor hediondo me golpea la cara. En la oscuridad siento las cucarachas corretear por mis pies.