La doctora comenzó a arrancar algunas plantas.
De pronto se sintió inquieta. No había razón para estarlo, el gran círculo seguía tan desierto como antes. La sombra de las nubes pasó rauda sobre la hierba; la luz del día cambió. Un espino raquítico tomó la forma de una anciana encorvada; el súbito chillido de una urraca hizo que los pájaros más pequeños salieran volando.
En cualquier caso, habría deseado no ser la única silueta que sobresalía en medio de tanta llanura. Qué tonta había sido. Las plantas y la aparente desolación del lugar la habían tentado y, cansada de la cháchara que la acompañaba desde Canterbury, había cometido el error de aventurarse sola por esos parajes, después de pedirle a Mansur que cuidara del prior. Un gran error. Había anulado su inmunidad ante los predadores. De hecho -como bien sabían los hombres de la región- estar allí sin la compañía de Margaret y Mansur era como llevar un letrero que dijera: «Venid a violarme». Si la invitación fuera aceptada, no sería responsabilidad del violador, sino suya.
Maldecía la prisión en la que los hombres encarcelaban a las mujeres. Adelia ya había padecido sus barrotes invisibles cuando -para ir de una clase a otra- Mansur insistía en acompañarla por los largos y oscuros corredores de la escuela de Salerno. Sentía que de ese modo se destacaba entre los demás estudiantes y adquiría la apariencia de una persona ridícula, rodeada de privilegios especiales.
Pero, ciertamente, había aprendido la lección el día que prescindió de su acompañante. Recordaba el ultraje y la desesperación con las que había tenido que defenderse, con uñas y dientes, de un estudiante; la sensación indigna de pedir auxilio a gritos -que, gracias a Dios, habían sido oídos- y el consiguiente sermón de sus profesores y, por supuesto, de Mansur y Margaret, acerca de los pecados de la arrogancia y la negligencia, que atentaban contra la buena reputación. Nadie había culpado a aquel joven, aunque más tarde Mansur -para enseñarle a tener buenos modales- le había roto la nariz.
Pese a todo, Adelia seguía siendo la misma, su arrogancia no había desaparecido, y se obligó a caminar un poco más, aunque en dirección a los árboles, recogiendo un par de plantas antes de mirar a su alrededor.
Nada. La brisa agitó las flores del espino; la luz volvió a atenuarse cuando una nube pasó delante del sol.
Apareció un faisán, aleteando y chillando. Adelia se volvió para mirar.
Como si hubiera brotado de la tierra, un hombre se dirigía hacia ella, proyectando una larga sombra.
Esta vez no se trataba de un estudiante con la cara llena de granos. Era uno de los rudos y leales cruzados que custodiaban la peregrinación. Los eslabones metálicos de su cota de malla siseaban bajo el tabardo. En su boca se dibujaba una sonrisa, pero sus ojos tenían una expresión tan dura como el metal que le cubría la cabeza y la nariz.
– Bien, muy bien… -decía por anticipado-, muy bien, señorita.
Adelia se sintió profundamente consternada a causa de su propia estupidez y de lo que se avecinaba. Contaba con algunos recursos; uno de ellos, una pequeña y siniestra daga que llevaba dentro de la bota. Se la había dado su madre adoptiva, una siciliana resuelta, con el consejo de dirigirla al ojo del atacante. Su padrastro judío le había sugerido una defensa más suticlass="underline" «Decid a vuestros agresores que sois una doctora y miradlos con preocupación, como si hubieran estado en contacto con la peste. Eso hará flaquear a cualquier hombre».
No obstante, dudaba acerca del ardid más aconsejable para enfrentarse a la masa metálica que avanzaba hacia ella. Y, teniendo en cuenta la misión que debía cumplir, tampoco podía divulgar cuál era su profesión.
El hombre estaba aún a cierta distancia. Se mantuvo erguida y trató de conservar la altivez.
– ¿Sí? -respondió bruscamente. Tal vez habría podido impresionarlo si hubiera podido decir que era Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar y estuvieran en Salerno, pero en esa solitaria colina aquello poco podía ayudar a una extranjera pobremente ataviada, de quien se sabía que viajaba en un carro de buhoneros, acompañada por dos hombres.
– Así me gusta -replicó el hombre-, una mujer que dice «sí».
Siguió avanzando. Ya no cabían dudas sobre sus intenciones. Adelia se agachó, buscando a tientas dentro de su bota.
Entonces dos cosas sucedieron a un tiempo, procedentes de distintas direcciones.
Se oyó el zumbido del aire que, desde detrás de los árboles, era desplazado por algo que giraba a través de él. Una pequeña hacha clavó su hoja en la tierra, entre Adelia y el caballero. Por otra parte, un grito resonó en la colina.
– En nombre de Dios, Gervase, reunid a vuestros malditos perros y llevadlos de regreso al camino. La señora está impaciente.
Adelia advirtió un cambio en la mirada del caballero. Se inclinó hacia delante, arrancó enérgicamente el hacha de la tierra y se puso de pie, sonriendo.
– Debe de ser mágica -comentó en inglés.
El otro cruzado seguía gritándole que buscara a sus perros y regresara al camino. La turbación del hombre frente a Adelia se transformó en algo semejante al odio, y luego, en forzado desinterés. Entonces se dio la vuelta para reunirse con su compañero.
Adelia pensó que no había hecho buenos amigos en ese lugar.
«Dios, cómo detesto tener miedo, -se dijo-. Maldito sea. Y maldito sea este maldito país, al que no quería venir».
Disgustada consigo misma porque estaba temblando, caminó hacia un lugar sombreado debajo de los árboles.
– Os pedí que os quedarais junto al carro -indicó la doctora en árabe.
– Es verdad -acordó Mansur.
Adelia le devolvió el hacha, a la que él llamaba parvaneh, es decir, mariposa. Mansur se la metió en un extremo del cinto, de modo que quedara oculta debajo de la túnica, mientras dejaba a la vista su daga tradicional enfundada en su hermosa vaina. El hacha era un arma inusual entre los árabes, pero no para las tribus, y los antepasados de Mansur pertenecían a una de aquellas que se habían enfrentado a los vikingos y se habían dirigido a Arabia, donde a cambio de sus mercancías exóticas no sólo habían obtenido armas, sino el secreto para fabricar el acero de calidad superior con el que estaban hechas.
La señora y su sirviente bajaron juntos la colina, caminando entre los árboles. Adelia a trompicones; Mansur, a grandes zancadas, con tanta facilidad como si anduviera por un sendero.
– ¿Qué clase de mierda de cabra era ésa? -quiso saber el árabe.
– Uno de ellos se llama Gervase; el otro, Joscelin. Eso creo.
– Cruzados -espetó Mansur, y lanzó un escupitajo.
Tampoco Adelia tenía en alta estima a los cruzados. Salerno estaba de paso hacia Tierra Santa y había tenido oportunidad de verlos cuando iban o volvían. La mayoría de los soldados del ejército cruzado eran intolerables. Tan ignorantes como entusiastas de la obra que realizaban para mayor gloria de Dios, alteraban la armonía en la que vivían diferentes credos y razas con sus protestas por la presencia de judíos, moros y cristianos, a los que a menudo atacaban por practicar religiones diferentes de la suya. A su regreso, habitualmente se les veía amargados, enfermos y empobrecidos. Sólo algunos habían sido recompensados con las riquezas o la gracia divina que esperaban y, en consecuencia, eran igualmente molestos.
Conocía a algunos que jamás habían ido a Ultramar -como denominaban al Reino de Jerusalén- y simplemente se quedaban en Salerno hasta que agotaban la suma de dinero que recibían por sumarse a las cruzadas. Luego retornaban a su lugar de origen, donde se ganaban la admiración de la gente de la ciudad o la aldea con algunos cuentos producto de su imaginación y una túnica de cruzado que habían comprado a bajo precio en el mercado de Salerno.