A pesar de que se esforzaba por ser amable, la doctora se estaba impacientando. Había pasado la mayor parte de la noche atendiéndolo. Lo menos que él podía hacer era seguir su consejo.
– ¿Estáis escuchándome, excelencia?
– Os ruego que me perdonéis, señora -repuso el prior enderezándose.
– Os dije que puedo enseñaros a usar el catheter. Si aprendéis cómo hacerlo, os resultará sencillo poner en práctica el procedimiento.
– Señora, creo que podemos esperar a que surja la necesidad.
Muy bien, pensó Adelia, si así lo prefería.
– Mientras tanto, deberíais hacer más ejercicio y comer menos. Cargáis demasiado peso.
– Salgo a cazar todas las semanas. A caballo, o a pie, siguiendo a los perros -explicó el prior Geoffrey, herido en su amor propio.
Dominante, pensó el prior Geoffrey. ¿Y es de Sicilia? Su experiencia con las mujeres sicilianas -breve pero inolvidable- le recordó el atractivo de las árabes. Los ojos negros que le sonreían por encima de un velo; el roce de los dedos teñidos de henna; las palabras tan suaves como la piel, el aroma de…
Por Dios, pensó Adelia. ¿Por qué le dan tanta importancia a las fruslerías?
– No me importa -repuso bruscamente.
– ¿Cómo?
La doctora suspiró, impaciente.
– Según veo, lamentáis que tanto la mujer como la doctora carezcan de ornamentos. Es lo que siempre sucede -afirmó-. De ambas estáis percibiendo lo que en realidad son, señor prior. Si deseáis ornatos, tendréis que buscarlos en otra parte. No tenéis más que pasar esa piedra -le indicó, señalando una roca cercana- y encontraréis un charlatán que podrá deslumbraros con la conjunción favorable de Mercurio y Venus, que os prometerá un venturoso futuro y os venderá agua coloreada a cambio de una pieza de oro. A mí me da lo mismo. Yo sólo os mostraré la realidad.
El prior estaba desconcertado. Tenía ante sí la confianza, incluso la arrogancia, de un experto artesano. La mujer podría haber sido un fontanero al que había recurrido para reparar una cañería rota. Salvo porque, según recordó, había evitado que estallara su cañería personal. Sin embargo, hasta lo práctico podía embellecerse.
– ¿Sois tan directa con todos vuestros pacientes?
– No suelo atender pacientes.
– No me sorprende.
Adelia se rió.
Fascinante, pensó el prior, extasiado. Recordó a Horacio: «Dulce ridentem Lalagen amabo». «Seguiré amando a mi Lalage de dulce risa». Pero la risa le había conferido instantáneamente a la joven mujer vulnerabilidad e inocencia, algo totalmente opuesto a la actitud admonitoria que había adoptado antes, por lo que el súbito cariño que brotaba de él no tenía por destinataria a Lalage, sino a una hija. El prior decidió que debía protegerla.
Adelia tenía la mano extendida y le estaba ofreciendo algo.
– Os he prescrito una dieta.
– ¡Papel, por el Señor! -exclamó el prior-. ¿De dónde obtenéis papel?
– Los árabes lo fabrican.
El paciente echó un vistazo a la lista. La caligrafía de la doctora era abominable, pero logró descifrarla.
– ¿Agua? ¿Agua hervida? ¿Ocho tazas al día? Señora, ¿queréis matarme? El poeta Horacio dice que nada valioso puede esperarse de las personas que beben agua.
– Podríais probar con Marcial -respondió la doctora-, él vivió más años. Non est vivere, sed valere vita est. La vida no es vivir, sino estar sano.
El prior meneaba la cabeza, asombrado.
– Os ruego que me digáis vuestro nombre -pidió humildemente.
– Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar -enunció Adelia-. O doctora Trótula, si preferís. Es el título que la escuela de Salerno otorga a las mujeres profesoras [3].
El prior no sabía cuál elegir.
– ¿Vesubia? Un bonito nombre, muy original.
– Adelia -sugirió ella-. Sencillamente, fui encontrada en el Vesubio. -La mujer extendió la mano como si fuera a estrechar la del prior, éste contuvo el aliento, pero, en cambio, le cogió la muñeca. Apoyó el pulgar en el dorso y con los otros dedos presionó la parte más blanda. Sus uñas estaban cortas y limpias, como todo su cuerpo-. Me abandonaron en la montaña cuando era un bebé. En una vasija de barro. -La doctora hablaba distraídamente. El prior comprendió que, en realidad, su intención no era contarle su vida, sino mantenerlo callado mientras oía su pulso-. Los médicos que me encontraron y me criaron pensaron que posiblemente yo era griega, porque en Grecia existía la costumbre de abandonar a las hijas no deseadas. -Soltó la muñeca del prior y meneó la cabeza-. Demasiado rápido. En verdad, deberíais adelgazar.
«Debe cuidarse», pensó Adelia. Era la única solución.
Al prior le rondaban en la cabeza aquellas peculiaridades. Si bien el Señor podía exaltar a los menos encumbrados, no era necesario que ella exhibiera su innoble origen a todo el mundo. ¡Oh, Dios! Lejos de su medio estaría tan expuesta como un caracol sin su concha.
– ¿Habéis sido educada por dos hombres?
Adelia se sintió ofendida, como si el prior hubiera sugerido que su crianza no había sido normal.
– Era un matrimonio -aclaró, frunciendo el ceño-. Mi madre adoptiva también es una Trótula. Una cristiana nacida en Salerno.
– ¿Y vuestro padre adoptivo?
– Un judío.
De nuevo lo mismo. ¿Le contaría Adelia también aquello a las aves del cielo?
– Entonces, ¿fuisteis educada en su fe?
Para el prior era importante saberlo. Podía ser su estigma, debía salvarla de la quema.
– No tengo fe, excepto en aquello que puede ser demostrado.
– ¿Sabéis qué es la creación? ¿El propósito de Dios? -preguntó el prior horrorizado.
– Ciertamente, la creación existió. Que hubiera un propósito, lo ignoro.
«Dios mío, -pensaba el prior-, no la castigues todavía. La necesito. No sabe lo que dice».
Adelia estaba de pie. Su eunuco había girado el carro, de modo que estaba listo para bajar al camino. Simón caminaba hacia ellos.
– Señora Adelia, estoy en deuda con vos y quiero recompensaros tanto como sea posible. Podéis pedirme un favor y, con la gracia de Dios, os lo concederé.
Adelia se volvió para mirarlo; estaba considerando la oferta. Vio sus ojos amables, su inteligencia, su bondad. Le agradaba. Pero para su profesión lo importante era su cuerpo. Todavía no, pero sí algún día. Observar la glándula que había dificultado el funcionamiento de la vejiga, pesarla, compararla…
Simón comenzó a correr en dirección a ellos. Ya la había visto mirar de esa manera en otras ocasiones. Adelia sólo era capaz de juzgar las cosas con criterio médico: le pediría al prior que le permitiera disponer de su cadáver.
– Excelencia -intervino Simón, jadeando-, excelencia, si desearais tener una gentileza, podríais persuadir a la priora para que permita a la doctora Trótula ver las reliquias del pequeño Peter. Tal vez puedan arrojar luz acerca de la manera en que murió.
– ¿De verdad? -El prior Geoffrey miró a Vesubia Adelia Rachel Ortese-. ¿Y cómo podríais hacerlo?
– Me dedico a los muertos.
Capítulo 4
A medida que se acercaban a la gran puerta de la abadía de Barnwell, el lejano castillo de Cambridge se iba haciendo visible en la única elevación que había en varias millas a la redonda. Las ruinas de la torre, que se había incendiado el año anterior, y el andamiaje que las rodeaba le conferían a su silueta un aspecto descuidado y espinoso. Aunque comparado con las grandes ciudadelas que Adelia había visto en las laderas de los Apeninos era una fortaleza más bien pequeña, otorgaba un rudo encanto al paisaje.