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Los niños desaparecidos habían sido hallados.

Dentro del predio de San Agustín, en Barnwell, se encontraba la iglesia de San Andrés, un templo de unos doscientos pies de longitud, esculpido y ornamentado para mayor gloria de Dios. Pero ese día, la luminosidad del sol estival que se filtraba por las altas ventanas ignoraba el artesonado del techo, los rostros de piedra de los priores cuyas tumbas rodeaban las paredes, la estatua de San Agustín, el fastuoso pulpito, el brillo del altar y el tríptico. En su lugar, caía como una saeta sobre los tres pequeños ataúdes colocados en la nave, cada uno de ellos cubierto con un paño violeta, y sobre las cabezas de los hombres y mujeres que, ataviados con sus ropas de trabajo, se habían reunido en torno a ellos.

Los restos habían sido hallados esa mañana en una cañada, cerca del dique Fleam. Un pastor se había topado con ellos al amanecer, y desde entonces no había dejado de temblar.

– No estaban allí anoche, os lo juro, prior. No podía creer que fueran ellos. Los zorros no los habían atacado. Estaban tendidos uno al lado del otro, Dios los bendiga. Muy ordenados, podría decirse… -Una náusea le impidió continuar.

Sobre cada uno de los cuerpos alguien había colocado un objeto semejante a los hallados en los lugares donde los niños habían desaparecido: una suerte de Estrella de David hecha con juncos.

El prior Geoffrey dio orden de que los tres bultos fueran trasladados a la iglesia, resistiendo los desesperados intentos de una de las madres por quitarles el paño que los cubría. Había enviado un mensajero al castillo para alertar al alguacil de que podían ser nuevamente atacados y para pedirle que -dado que tenía potestad para investigar las causas de muertes violentas- examinara inmediatamente los restos y llevara a cabo una investigación entre toda la población. Así había logrado mantener la calma, pero los ánimos subyacían exaltados.

La voz del prior resonó con la convicción necesaria para apaciguar los gritos de la madre, que se transformaron en un llanto silencioso cuando le garantizó que la muerte sería esclarecida.

«No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al sonido de la última trompeta» [4]

El perfume de los jacintos silvestres que crecían junto a las puertas, que en ese momento estaban abiertas, y el incienso que impregnaba el interior conseguían tapar el hedor de los cuerpos en descomposición. Y el canto prístino de los canónigos casi lograba hacer inaudible el zumbido de las moscas que, atrapadas bajo el paño violeta, trataban de escapar.

Las palabras de San Pablo mitigaban en parte el dolor del prior, que imaginaba las almas de los niños irrumpiendo en las praderas celestiales. Pero no acallaban su ira, porque habían sido catapultados hacia aquéllas antes de tiempo. Dos de los niños le eran desconocidos, pero el otro se trataba de Harold, el hijo del vendedor de anguilas, pupilo suyo en la escuela de San Agustín. Un niño brillante, de seis años, que asistía a clases una vez a la semana. Había sido identificado por su cabello rojo. Todo un pequeño sajón. En otoño se había deleitado con las manzanas del huerto del priorato.

«Y yo le pegué en el trasero por eso», pensó el prior.

Oculta tras una columna en la parte posterior de la iglesia, Adelia observaba que en los rostros que rodeaban los ataúdes surgía poco a poco cierto consuelo. La estrecha relación entre el priorato y el pueblo le desconcertaba. En Salerno, los monjes, incluso aquellos que salían al mundo a desempeñar su tarea, mantenían cierta distancia entre ellos y los feligreses.

– Pero nosotros no somos monjes -le había explicado el prior Geoffrey-, somos canónigos.

La diferencia parecía ser sutil. Ambos vivían en comunidad, eran célibes y servían al dios de los cristianos. No obstante, en Cambridge esa diferencia determinaba la vida cotidiana.

Cuando las campanas de la iglesia dieron la noticia de que los niños habían sido hallados, los habitantes de la ciudad llegaron corriendo para abrazar y ser abrazados en su dolor.

– Nuestra orden es menos rígida que la benedictina o la cisterciense -había aclarado el prior-. Dedicamos menos tiempo a la oración y al canto y más a la educación, a brindar ayuda a los pobres y enfermos, a oír confesiones y a las tareas parroquiales en general. Seguramente estáis de acuerdo con nosotros, mi querida doctora, todo con moderación -había añadido, tratando de sonreír.

Adelia lo vio bajar del coro -después de haber pedido a los presentes que se retiraran-, mientras caminaba hacia la luz del sol junto a los padres, a los que prometía oficiar los funerales… «y descubrir al demonio que ha hecho esto».

– Sabemos quién lo ha hecho, prior -anunció uno de los padres.

Las expresiones de anuencia resonaron como gruñidos caninos.

– No pueden ser los judíos, hijo. Todavía están dentro del castillo.

– Ellos tienen sus propias maneras de salir.

Los cuerpos, todavía debajo de los paños violetas, fueron respetuosamente retirados. El alguacil, luciendo el sombrero de magistrado -que indicaba que estaba a cargo de la investigación- los acompañó cuando atravesaron una de las puertas laterales.

La iglesia se quedó vacía. Simón y Mansur decidieron, prudentemente, no adentrarse en ella. ¿Un judío y un sarraceno en medio de esas piedras sagradas? ¿En un momento como ése?

Con el morral de cuero de cabra a sus pies, Adelia permanecía oculta entre las dos columnas más cercanas a la tumba de Paulus, el primer canónigo de San Agustín de Barnwell, que había ido a ocupar su lugar junto a Dios en el año de Nuestro Señor de 1151. La inquietaba lo que se avecinaba. Hasta entonces, nunca había rehuido la responsabilidad de realizar un examen post mórtem. Y tampoco lo haría ahora. Para eso estaba allí.

– Os envío a cumplir esta misión junto a Simón de Nápoles no sólo porque sois el único anatomista que habla inglés, sino porque sois la mejor de todos -había dicho Gordinus.

– Lo sé -había respondido ella-, pero no quiero ir.

Se había visto obligada a hacerlo: el rey de Sicilia así lo había ordenado.

En la fría sala de piedra de la escuela de medicina de Salerno donde se hacían las disecciones utilizaba siempre sus propios instrumentos, y su asistente era Mansur. A su padre adoptivo, que dirigía esas actividades, le confiaba la tarea de dar a conocer sus hallazgos a las autoridades. Porque, aun cuando Adelia era capaz de interpretar lo que decían los cuerpos de los muertos mejor que su padre y que cualquier otra persona, era preciso mantener la creencia de que lo concerniente a los cuerpos enviados por su signoria era competencia del doctor Gershom ben Aguilar. Incluso en Salerno, donde se permitía practicar la medicina a las mujeres, la disección de cadáveres -muy útil para entender cómo se había producido la muerte y, con mucha frecuencia, a manos de quién- era profundamente repudiada por la Iglesia.

Por el momento, la ciencia vencía a la religión. Otros médicos conocían la utilidad del trabajo de Adelia y era un secreto a voces entre las autoridades laicas. Pero si un funcionario hiciera llegar una queja al Papa, sería expulsada de la morgue y, muy posiblemente, incluso de la escuela de medicina. De modo que, aunque esa hipocresía lo avergonzaba, Gershom obtenía prestigio gracias a descubrimientos que no eran suyos.

Era lo más conveniente para Adelia, cuyo deseo era permanecer en segundo plano. Como médica, los ojos de la Iglesia no se posaban sobre ella; como mujer, contrariamente a lo esperado, le aburría hablar de temas femeninos; no sabía hacerlo. Semejante a un erizo mezclado entre las hojas otoñales, era punzante con aquellos que trataban de sacarla a la luz.

Pero tratándose de enfermos, las cosas eran distintas. Antes de que se dedicara a trabajar con cadáveres, los que padecían enfermedades habían visto en Adelia una faceta que muy pocos habían percibido y aún la recordaban como un ángel sin alas. Los hombres a los que curaba solían enamorarse de ella y el prior se habría sorprendido al saber que había recibido más propuestas matrimoniales que muchas salernitanas ricas y hermosas. Todas habían sido rechazadas. En la morgue de la escuela, en Salerno, se decía que a Adelia un hombre sólo le despertaba interés si estaba muerto.

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[4] 1 Corintios 15, 51-52.