Cadáveres de todas las edades llegaban hasta aquella larga mesa de mármol de la escuela desde el sur de Italia y Sicilia, enviados por su signoria y los praetori, que tenían razones para querer enterarse de cómo y por qué se habían producido las muertes. Habitualmente Adelia lo descubría. Los cadáveres eran su material de trabajo, tan normal como una horma para un zapatero. Incluso si se trataba de niños. Tenía la convicción de que la verdad sobre su muerte no debía ser sepultada junto con ellos. Pero esos casos, siempre lamentables, la perturbaban, y si se trataba de asesinatos, la conmocionaban enormemente. Los cuerpos que la aguardaban ahora serían probablemente más terribles que todos los que había visto. No sólo eso, debía examinarlos en secreto, sin el instrumental que le proporcionaba la escuela, sin la ayuda de Mansur y, sobre todo, sin el aliento de su padre adoptivo: «Adelia, debéis evitar el pavor. Estáis trabajando para combatir la crueldad humana».
Nunca le había dicho que estuviera combatiendo el mal; al menos, no el Mal con mayúscula, porque Gershom ben Aguilar creía que el hombre era artífice de su propia bondad y maldad. Dios y el diablo no tenían nada que ver en ello. Pero sólo podía predicar esa doctrina en la escuela de medicina de Salerno, e incluso allí con ciertas reservas.
La autorización para que ella llevara a cabo su particular investigación en una retrógrada ciudad inglesa -donde podía ser apedreada por realizarla- era en sí misma extraordinaria. Simón de Nápoles había librado una ardua batalla para lograrla. El prior se había mostrado reticente a dar su permiso; le horrorizaba pensar que una mujer pudiera estar en condiciones de hacer semejante tarea y le asustaba lo que sucedería si se corría la voz de que una extranjera había estado escudriñando y palpando los cadáveres de esos pobres niños.
– Cambridge lo tildará de profanación… Yo mismo no estoy seguro de que no lo sea.
– Excelencia, permitid que descubramos de qué manera murieron los niños, puesto que los judíos encarcelados no han tenido participación en esos crímenes. Vos y yo somos hombres de nuestro tiempo, sabemos que las alas no brotan de los hombros de las personas. En algún lugar, un asesino se mueve impunemente. Permitid que esos pequeños y tristes cuerpos nos digan quién es. La muerte habla con la doctora Trótula. Ellos le hablarán.
– Es algo que va en contra de los preceptos de la Santa Madre Iglesia, significaría profanar la santidad del cuerpo -respondió el prior Geoffrey, para quien los muertos que hablaban pertenecían a la misma categoría que los humanos alados.
Simón prometió entonces que no se diseccionarían los cuerpos, que sólo se examinarían, a lo que el prior finalmente accedió. El hombre de Nápoles sospechaba que el religioso les había dado su consentimiento no porque creyera que los cuerpos pudieran revelar algo, sino por temor a que -si la petición era rechazada- Adelia pudiera regresar al lugar del que había venido, dejándolo solo ante la próxima arremetida de su vejiga.
De modo que Adelia se vio sola, en un país donde no quería estar, teniendo que enfrentarse a la peor de las atrocidades.
«Pero ése, Vesubia Adelia Rachel Ortese Aguilar, es vuestro propósito», se dijo. En momentos de vacilación, le gustaba enumerar los patronímicos que, al igual que su educación y sus extraordinarias ideas, le habían procurado pródigamente el hombre y la mujer que la habían recogido de la vasija, entre la lava del Vesubio, para llevarla a su hogar. «Sois la única capaz de hacerlo, de modo que… hacedlo».
De los tres objetos hallados sobre los cuerpos de los niños muertos, uno ya había sido enviado al alguacil; otro fue hecho añicos por un padre fuera de control y el tercero, rescatado in extremis por el prior, le había sido entregado discretamente a la doctora, que en ese instante lo tenía en la mano.
Tratando de no llamar la atención, lo levantó cuidadosamente para verlo a través de un rayo de luz. Estaba hecho de juncos, bella e intrincadamente entretejidos, y formaba un quincunce. Si el tejedor pretendía que fuera una Estrella de David, faltaba uno de los vértices. ¿Un mensaje? ¿Un intento de incriminar a los judíos por parte de alguien con pocas nociones de judaismo? ¿Una firma?
En Salerno, pensaba Adelia, habría sido posible localizar al limitado número de personas con destreza suficiente para hacer esa estrella, pero en Cambridge, donde los juncos crecían indiscriminadamente en las orillas de los ríos y arroyos, la cestería era una actividad doméstica. En el corto trecho que conducía hasta el priorato había visto a mujeres sentadas en la puerta de sus casas con las manos ocupadas en tejer esteras y canastos que eran verdaderas obras de arte, y a hombres que hacían intrincados techos de juncos. No, no había nada que esa estrella pudiera decirle por el momento.
El prior Geoffrey regresó, un poco más animado.
– El magistrado ha visto los cuerpos y ha dispuesto que se haga una investigación.
– ¿Y a qué conclusiones ha llegado?
– Los declaró muertos. -Adelia parpadeó-. Sí, sí, era su deber. Los magistrados no son elegidos en virtud de sus conocimientos médicos. De momento, los restos reposan en la cámara de Santa Berta. Es un sitio tranquilo y frío, un poco oscuro para vuestro propósito, pero hemos puesto faroles. El velatorio, por supuesto, habrá que demorarlo hasta que vuestro examen haya concluido. Oficialmente, estáis aquí para amortajarlos. -Adelia volvió a parpadear-. Sí, sí. Será visto como algo extraño, pero soy el prior de esta orden y sólo Dios Todopoderoso tiene más autoridad que yo.
El prior la condujo ampulosamente hacia la puerta lateral de la iglesia y le dio instrucciones. Una novicia que estaba desmalezando el jardín del claustro los miró con curiosidad, pero bastó que su superior chasqueara los dedos para que volviera a concentrarse en su trabajo.
– Os acompañaría, pero debo ir al castillo para discutir ciertas eventualidades con el alguacil. Que esto quede entre nosotros: estamos tratando de prevenir otro tumulto.
Mientras miraba a aquella figura menuda, vestida de marrón, que andaba trabajosamente cargando con su morral de cuero de cabra, el prior rogó que por esa vez las leyes de la ciencia y la de Dios Todopoderoso coincidieran.
Regresó a la iglesia con la intención de tomarse un minuto para orar ante el altar, pero una gran sombra que se acercó desde una de las columnas de la nave lo sorprendió desagradablemente. En la mano llevaba un rollo de vitela.
– ¿Qué os trae por aquí, sir Roland?
– Vengo a rogar que me sea permitido observar los cuerpos en privado, excelencia -explicó el recaudador de impuestos-, pero tal parece que alguien se me ha adelantado.
– Esa tarea corresponde al magistrado que investiga, que ya la ha realizado. En un par de días comenzará la búsqueda para encontrar al asesino.
Sir Roland señaló la puerta lateral con la cabeza.
– Sin embargo, os he oído dar instrucciones a la dama para que los examine más exhaustivamente. ¿Creéis que ella puede descubrir algo más?
El prior Geoffrey miró a su alrededor en busca de ayuda, pero no la encontró.
– ¿De qué manera puede lograrlo? ¿Hará magia? ¿Invocará a sus espíritus? ¿Es una nigromante? ¿Una bruja?
El recaudador de impuestos había ido demasiado lejos.
– Esos niños son sagrados para mí, hijo, tanto como esta iglesia. Debéis partir -repuso serenamente el prior.
– Os ruego que me perdonéis, prior -se disculpó sir Roland, que no parecía apenado-. Pero este asunto también es de mi incumbencia, según declara esta orden del rey. -El recaudador hizo flamear el rollo de manera que el sello real quedara a la vista-. ¿Quién es esa mujer?