Cualquier orden real estaba por encima de la autoridad del prior de una congregación religiosa, aun cuando su palabra estuviera próxima a la de Dios.
– Es una doctora versada en procesos mórbidos -declaró, vacilante, el prior Geoffrey.
– Por supuesto, Salerno. Debí haberlo imaginado -se dijo el recaudador de impuestos y silbó con satisfacción-. Una mujer médica, procedente del único lugar de la cristiandad donde eso no implica una contradicción.
– ¿Estáis al tanto de ello?
– Pasé por allí una vez.
El prior alzó una mano admonitoria.
– Sir Roland, por la seguridad de esa joven, por la paz de esta comunidad y de la ciudad, lo que os he contado debe quedar dentro de estas paredes.
– «Vir sapiens quipauca loquitur» [5], excelencia. Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.
No tan sabio como astuto, pensó el prior, pero probablemente capaz de guardar silencio. ¿Cuál era el propósito de ese hombre? Una súbita idea hizo que el prior extendiera su mano.
– Dejadme ver el documento. -Le echó un vistazo y se lo devolvió a sir Roland-. No es más que la acreditación habitual de un recaudador de impuestos. ¿Acaso el rey ha decidido gravar la muerte?
– De ninguna manera. -La idea parecía haber ofendido a sir Roland-. O al menos no más que de costumbre. Pero si la dama va a realizar una investigación extraoficial, tanto la ciudad como el priorato podrían ser objeto de impuestos punitivos. No estoy diciendo que vaya a ocurrir, pero podrían aplicarse las consabidas multas arbitrarias, confiscación de bienes y otras medidas similares. -Las regordetas mejillas de sir Roland se abultaron en una sonrisa cómplice-. Salvo, por supuesto, que yo esté presente para verificar que todo está en orden.
El prior había sido vencido. Hasta entonces Enrique II se había controlado, pero parecía del todo irrefutable que en la próxima sesión de los tribunales superiores Cambridge seria multada, porque allí había muerto uno de los judíos que más ganancias proporcionaba al rey. Cualquier infracción a sus leyes otorgaba al monarca la oportunidad de llenar sus arcas a expensas de los infractores. El rey tenía muy en cuenta la palabra de sus recaudadores, los más temidos entre los funcionarios reales. Si éste en particular le informaba sobre alguna irregularidad relacionada con la muerte de los niños, los dientes de ese codicioso leopardo Plantagenet arrancarían a la ciudad su corazón.
– ¿Qué queréis de nosotros, sir Roland? -preguntó el prior Geoffrey, abatido.
– Quiero ver los cuerpos.
Esas palabras, pronunciadas serenamente, sacudieron al prior como un látigo.
La antigua cueva donde la sajona Santa Berta había pasado su vida adulta -hasta que abruptamente los invasores daneses acabaron con ella- era del todo inadecuada para la labor de Adelia. Aparte de que sus espesos muros conservaban el frío del interior y de que estaba aislada en medio de un pantano -en el extremo más lejano de las praderas pobladas de ciervos de Barnwell-, su estrechez y oscuridad no podía suplirse con los faroles que el prior había provisto. La rendija que hacía las veces de ventana estaba cerrada con un cilindro de madera. Las plantas de perifollo que llegaban a la altura de la cintura proliferaban alrededor de una minúscula puerta debajo de un arco.
Al demonio con todo aquel secreto. Sería necesario dejar la puerta abierta para tener suficiente luz. El lugar estaba invadido por las moscas que trataban de entrar. ¿Cómo esperaban que pudiera trabajar en esas condiciones?
Adelia puso su morral de cuero de cabra sobre la hierba y lo abrió para verificar su contenido. Cuando volvió a hacer el inventario tuvo que admitir que estaba demorando el momento en que tendría que abrir la puerta.
Se sintió ridicula. No era una aficionada. Se arrodilló rápidamente y pidió a los muertos que estaban del otro lado de la puerta que la perdonaran por manipular sus restos. Pidió que le recordaran el respeto que les debía. «Permitidme que vuestra carne y vuestros huesos me cuenten lo que vuestras voces no pueden decir».
Siempre repetía esa frase. Ignoraba si los muertos la oían, pero su ateísmo no llegaba tan lejos como el de su padre adoptivo. Sin embargo, sospechaba que lo que tenía por delante esa tarde podría hacer que así fuera.
Se irguió, se puso el delantal de hule que llevaba en el morral, se quitó el sombrero y se ajustó en la cabeza un casco de gasa con una pieza de vidrio en la parte de los ojos. Y abrió la puerta de la celda.
Sir Roland Picot disfrutaba de la caminata, satisfecho consigo mismo. Sería más fácil de lo que había pensado. Una mujer loca, y extranjera, no tendría más remedio que sucumbir ante su autoridad, pero era una recompensa excepcional que alguien de la jerarquía del prior Geoffrey también estuviera bajo su dominio por haberse asociado con esa mujer.
El recaudador de impuestos hizo una pausa junto a la cueva de la anacoreta. Parecía una enorme colmena. En verdad, los antiguos eremitas amaban las incomodidades. Y allí, al atravesar la puerta abierta, la vio, concentrada en algo que estaba sobre una mesa.
Poniéndola a prueba, sir Roland la llamó:
– ¿Doctora?
– ¿Sí?
«Ja, ja», pensó el recaudador, «tan fácil como atrapar a una polilla».
– ¿Me recordáis, señora? Soy sir Roland Picot, a quien el prior… -comenzó a decir cuando ella se enderezó y lo miró.
– No me importa quién sois -repuso bruscamente la polilla-. Venid aquí y mantened a las moscas alejadas.
Sir Roland estaba frente a una silueta humana con mandil y cabeza de insecto. Arrancó del suelo un manojo de perifollo y se acercó llevando consigo las umbelíferas. No era así como lo había planeado, pero obedeció y trató de encogerse para poder atravesar la entrada a la colmena.
– ¡Oh, Santo Dios! -exclamó, mientras intentaba retroceder.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Adelia. Estaba contrariada y tensa.
El hombre se apoyó contra el arco de la puerta, respirando profundamente.
– Jesús, ten piedad de nosotros.
El hedor era atroz; y aún peor era lo que yacía sobre la mesa, ante sus ojos.
– No os mováis de la entrada. ¿Sabéis escribir? -preguntó la doctora con fastidio.
Sir Roland asintió con la cabeza; tenía los ojos cerrados.
– Es lo primero que aprende un recaudador de impuestos.
Adelia le alcanzó una pizarra y una tiza.
– Escribid lo que os diga. Y entretanto, mantened a las moscas alejadas. -El disgusto se esfumó de su voz y comenzó a hablar monótonamente-. Los restos de una mujer joven. Algo de cabello claro todavía adherido al cráneo. Por lo tanto, es… -la doctora interrumpió el monólogo para consultar una lista que llevaba escrita en el dorso de la mano- Mary. La hija del criador de aves. Seis años. Desaparecida el Día de los Santos Inocentes, es decir, hace alrededor de un año. ¿Estáis escribiendo?
– Sí, señora. -La tiza chirrió sobre la pizarra. Sir Roland siguió mirando hacia el exterior.
– Los huesos están al descubierto. La carne, prácticamente en estado de descomposición. Ha estado en contacto con cal. Hay un polvillo de algo que parece lodo seco en la espina y un poco en la parte posterior de la pelvis. ¿Hay lodo en estos parajes?
– Estamos en el límite de los pantanos. Los cuerpos fueron hallados en ese lugar.
– ¿Los cadáveres yacían boca arriba?
– Por Dios, no lo sé.
– Si así fuera, eso explicaría los rastros en la espalda. Son escasos. No fue sepultada en lodo, sino más bien en cal. Manos y pies atados con tiras de material negro. -La doctora hizo una pausa-. En mi morral hay pinzas. Alcanzádmelas.