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Sir Roland hurgó en la bolsa y le entregó un par de finas pinzas de madera. Luego vio cómo Adelia las usaba para coger una porción de algo que sostenía frente a la luz.

– Madre de Dios.

El recaudador volvió a la entrada, extendiendo su brazo hacia el interior para seguir agitando el perifollo. Desde el bosque llegaba el canto del cuclillo, que evocaba los días cálidos y el aroma de la verbena entre los árboles. «Bienvenido», pensó. «Gracias a Dios, bienvenido. Os habéis retrasado este año».

– Abanicad con más fuerza -espetó la doctora, y luego siguió con su parlamento monocorde-. Las ligaduras están hechas de lana. Mmmm. Alcanzadme un tubo de vidrio. Aquí, aquí. ¿Dónde estáis? Maldita sea. -Sir Roland encontró el tubo en el morral, se lo entregó, esperó y volvió a tomar posesión de él. Su contenido era una cinta cochambrosa-. Hay fragmentos de yeso en el cabello. También un objeto pegado. Humm. Con forma de rombo, probablemente algún dulce pegajoso que se ha secado. Será necesario examinarlo más detenidamente. Alcanzadme otro tubo. -La doctora indicó a sir Roland que sellara ambos tubos con la arcilla roja que llevaba en el morral-. Roja para Mary, un color diferente para cada uno de los otros. Tenedlo presente, por favor.

– Sí, doctora.

Con frecuencia las visitas del prior Geoffrey al castillo eran precedidas por grandes fastos, y el alguacil Baldwin era retribuido en sus visitas con igual pompa. Una ciudad siempre debe tener presente quiénes son sus dos hombres más importantes. No obstante, ese día -claro indicio del grado de preocupación del prior- había dejado de lado trompeta y séquito, y cabalgaba a través del gran puente en dirección al castillo con la sola compañía del hermano Ninian.

La gente del pueblo lo perseguía, colgándose de su estribo. A todos les respondía negativamente. «No, no han sido los judíos. ¿Cómo podrían haberlo hecho? No, mantened la calma. No, todavía nadie ha sido atrapado, pero Dios nos ayudará a encontrar al culpable. No, olvidaos de los judíos, no han sido ellos».

El prior temía por los judíos y los gentiles. Si se producía otro tumulto, la ira del rey se dirigiría a su ciudad. Y por si no tuviera suficiente, pensaba furioso el prior, estaba el recaudador de impuestos. Dios lo castigaría, a él y a toda su descendencia. Además de que el sagaz sir Roland estaba investigando un asunto en el que verdaderamente habría preferido que no se entrometiera, el prior estaba preocupado por Adelia, y por sí mismo.

«El advenedizo se lo contará al rey, -iba pensando-. Tanto para ella como para mí será la ruina. Sir Roland sospecha de nigromancia; ella será colgada por esa causa y yo… seré denunciado ante el Papa y expulsado de la Iglesia. Si al recaudador de impuestos tanto le interesaba ver los cuerpos, ¿por qué no insistió en estar presente cuando el magistrado los examinó? ¿Por qué eludió la vía oficial si él mismo es un funcionario real?».

Igualmente inquietante era que la cara de sir Roland le resultara familiar. Sir Roland. Sir Roland, en efecto -«¿desde cuándo el rey confería ese título a los recaudadores de impuestos?»-, le había molestado a lo largo de todo el trayecto desde Canterbury.

Cuando su caballo abordó esforzadamente el empinado camino que llevaba al castillo, en la mente del prior se dibujó una escena que había tenido lugar en esa misma colina un año antes. Los hombres del alguacil trataban de mantener a una multitud enloquecida lejos de los aterrorizados judíos. Él mismo y el alguacil vociferaban inútilmente tratando de guardar el orden.

Pánico y odio, ignorancia y violencia… El demonio estaba en Cambridge ese día.

«Y también el recaudador de impuestos». Un rostro apenas vislumbrado entre la multitud, y olvidado hasta ese momento; crispado, como todos los demás, mientras su dueño peleaba… ¿Con quién? ¿Contra los hombres del alguacil? ¿O a favor de ellos? En medio de aquella espantosa aglomeración de ruidos y brazos habría sido imposible saberlo.

El prior azuzó a su caballo.

La presencia de ese hombre, aquel día, en aquel lugar, no tenía por qué ser necesariamente siniestra. Los alguaciles y los recaudadores de impuestos suelen prestarse servicios. El alguacil recolectaba las ganancias del rey; y el recaudador garantizaba que éste no tomara para sí una parte demasiado generosa de ese dinero.

El prior frenó su caballo al recordar. «Pero volví a verlo en Santa Radegunda mucho después. Estaba aplaudiendo a un hombre que caminaba sobre zancos. Y fue entonces cuando desapareció la pequeña Mary. Que Dios se apiade de nosotros».

El prior clavó las espuelas en los flancos de su caballo. Aceleró. Debía hablar con el alguacil con más urgencia que nunca.

– Mmm, la pelvis está rota desde abajo. Posiblemente se trate de un daño accidental post mórtem, pero dado que las cuchilladas parecen haber sido infligidas con considerable fuerza y los otros huesos no están dañados, lo más probable es que haya sido causado por un instrumento que perforó la vagina hacia arriba en un ataque.

Sir Roland la odió. Odió su voz ecuánime, mesurada, que al pronunciar esas palabras violentaba incluso la esencia de lo femenino: no era propio de una mujer abrir los labios para dejar escapar obscenidades. El hecho de enunciarlo en voz alta la convertía en cómplice. Una delincuente, una hechicera. Sólo los ojos de un ser sanguinario podían haber dirigido la mirada hacia aquellas atrocidades.

Adelia trataba de imaginar que aquel cuerpo era el de un lechón. Cuando era estudiante, solía hacer sus prácticas con esos animales. Su carne y sus huesos eran los más parecidos a los humanos. En las colinas, detrás de un alto muro, Gordinus conservaba cerdos muertos para sus alumnos, algunos enterrados o expuestos al aire, otros en chozas de madera o en establos de piedra.

La mayoría de los alumnos que se adentraban en esa granja de la muerte caían desmayados por la repulsión que les causaba estar en medio de las moscas y el hedor. Sólo Adelia observaba el maravilloso proceso que convertía un cadáver en nada. «Porque hasta un simple esqueleto es efímero y, abandonado a su suerte, finalmente se desmenuza hasta convertirse en polvo», decía Gordinus. «Es un proceso maravilloso, querida, gracias al cual los cadáveres acumulados a lo largo de mil años no nos han invadido».

Era maravilloso. Un mecanismo que disponía de sus propios recursos para ponerse en acción cuando la respiración abandonaba el cuerpo. La descomposición la fascinaba porque -todavía no comprendía cómo- cuando los cadáveres no estaban en un lugar accesible a las moscas de la carne y los moscardones, el proceso se desarrollaba igualmente sin su participación.

De modo que Adelia, una vez licenciada, había aprendido su novedoso oficio con los cadáveres de los cerdos. En primavera, en verano, en otoño y en invierno. Cada estación con su propio grado de descomposición. Cómo habían muerto. Cuándo. Cerdos sentados sobre sus patas traseras, cerdos cabeza abajo, cerdos tendidos boca arriba, cerdos descuartizados, víctimas de enfermedades, enterrados, no enterrados, conservados en agua, cerdos que habían vivido muchos años, cerdas que habían parido, cerdos machos, lechones.

El lechón. El momento de tomar partido. Había muerto reciéntemente, sólo tenía unos días. Ella misma lo había llevado a la casa de Gordinus.

– Algo nuevo. No puedo definir cuál es la sustancia que tiene en el ano.

– Algo antiguo -había dicho Gordinus-, tan antiguo como el pecado. Es semen humano.

El maestro la había conducido hacia el balcón desde donde se veía el mar turquesa, la había invitado a sentarse, la había reconfortado con un vaso de su mejor vino tinto y le había preguntado si deseaba continuar o regresar a la tarea de un médico común.

– ¿Veréis la verdad o la eludiréis?

Gordinus le había leído algunos poemas de Virgilio, uno de las Geórgicas -no podía recordar cuál-, transportándola hasta las colinas de la Toscana, sin caminos y bañadas por el sol, donde las ovejas, rebosantes de leche, saltaban por la mera dicha de saltar y se tendían junto a los pastores bajo el influjo de la flauta de Pan.