Pero frente a esta puerta sólo se oía el zumbido de las moscas.
En aquella ocasión había orado por el alma de los muertos y para pedir ayuda y perdón para sí mismo.
Esta vez oró por ellos.
Cuando salió, la mujer estaba lavándose la cara y las manos con agua de un tonel. En cuanto terminó, él hizo lo mismo. El agua tenía saponaria, que formaba espuma. Se lavó las manos rompiendo los tallos. Estaba cansado. Jesús, vaya si lo estaba.
– ¿Dónde os alojáis, doctora? -preguntó sir Roland.
Adelia lo miró como si nunca antes lo hubiera visto.
– ¿Cómo dijisteis que os llamabais?
Sir Roland trató de no disgustarse. Por la apariencia de la doctora, podía comprender que estaba más cansada que él.
– Sir Roland Picot, señora. Rowley para los amigos.
Entre los cuales, evidentemente, no era probable que pudiera contarla.
Adelia asintió con la cabeza.
– Gracias por vuestra ayuda.
La doctora guardó las cosas en su morral, se lo echó a la espalda y partió.
El recaudador salió corriendo tras ella.
– ¿Puedo preguntaros qué conclusiones habéis obtenido de vuestra investigación?
Adelia no respondió.
Malditas mujeres. Dado que había anotado sus comentarios, supuso que seguramente la doctora dejaría que a partir de ellos sacara sus propias conclusiones. Pero Rowley, aunque no era un hombre humilde, sabía que se había encontrado con una persona que tenía conocimientos inalcanzables para él.
– ¿A quién daréis a conocer vuestros hallazgos, doctora? -volvió a intentar el recaudador.
No hubo respuesta.
Ambos caminaban atravesando las largas sombras de los robles, que caían sobre la puerta del coto de ciervos del priorato. Desde la capilla llegaba el tañido de una campana que llamaba a vísperas y, más adelante -donde a la luz del ocaso se dibujaban los contornos de la panadería y la destilería-, siluetas vestidas con casullas violetas salían de los edificios hacia los senderos, como pétalos que el viento arrojara en la misma dirección.
– ¿Asistiremos a vísperas? -Sir Roland sentía que nunca como en ese momento había necesitado el bálsamo de la letanía vespertina. La doctora meneó la cabeza-. ¿No vais a orar por esos niños? -preguntó disgustado. Cuando Adelia se volvió para mirarlo observó que su rostro parecía el de un espectro, a causa de una fatiga y una desazón que superaban las suyas.
– No estoy aquí para rezar por ellos. He venido a hablar por ellos.
Capítulo 5
De regreso del castillo a su nada desdeñable morada, hogar de todos sus antecesores en San Agustín, el prior Geoffrey tuvo que resolver varios asuntos.
– La mujer le está esperando en la biblioteca -informó secamente el hermano Gilbert. El monje no aprobaba una reunión de igual a igual entre su superior y una mujer.
El prior Geoffrey entró en la biblioteca y se sentó en la gran silla que estaba detrás de su escritorio. Sin saludar apenas ni ofrecer asiento a su visita, pues sabía que no era necesario, le explicó en pocas palabras su responsabilidad para con los de Salerno, cuál era su problema y qué solución proponía.
La mujer escuchó. Si bien no era alta ni gorda, con sus botas de piel de anguila, sus brazos musculosos cruzados sobre el delantal y el cabello gris que escapaba del pañuelo manchado de sudor que llevaba en la cabeza, tenía la apariencia contundente y la bárbara femineidad de una sheela-na-gig [6] que convertía la confortable habitación colmada de libros en una cueva.
– En consecuencia, os necesito, Gyltha -concluyó el prior Geoffrey-. Ellos os necesitan.
– El verano se acerca -apuntó Gyltha con su voz profunda-. En verano estoy ocupada con las anguilas.
A finales del verano, Gyltha y su nieto salían de los pantanos empujando carros con toneles repletos de anguilas plateadas, retorciéndose en su agonía, y se instalaban en su cabaña, con techumbre de juncos, a orillas del Cam. De allí, en medio de maravillosos vapores, salían anguilas encurtidas, saladas, ahumadas y en gelatina. Todo gracias a unas recetas que sólo Gyltha conocía, superiores a cualesquiera otras, y cuyos clientes apreciaban y esperaban cada año.
– Lo sé -repuso pacientemente el prior Geoffrey. Luego se apoyó en el respaldo de su gran silla y volvió a hablar con su pronunciado acento de Anglia Oriental-. Pero es un trabajo condenadamente pesado, y estás envejeciendo.
– También tú.
Se conocían bien. Mejor que la mayoría de las personas. Un joven sacerdote normando había llegado a Cambridge para hacerse cargo de la parroquia de Santa María hacía veinticinco años. Una joven y enérgica mujer de los pantanos se había encargado de las tareas domésticas de su casa. A nadie le habría sorprendido que pudieran ser algo más que un patrón y su sirviente. Los ingleses eran tolerantes respecto del celibato, o negligentes, dependiendo del punto de vista. Y Roma aún no había comenzado a amenazar con el puño a las «esposas de los sacerdotes», como lo hacía en este momento.
No obstante, la cintura del joven padre Geoffrey se fue ensanchando con las comidas de Gyltha y la misma Gyltha también engordó; si se debió a sus recetas o a otra cosa, era algo que nadie excepto ellos dos sabía. Al ser llamado por Dios para ingresar en la orden de San Agustín, el padre Geoffrey ofreció a Gyltha una asignación mensual, pero ella la rechazó y desapareció en el pantano del que era oriunda.
– Podría procurarte una o dos criadas -sugirió con voz seductora el prior- para que se ocupen de la cocina, del orden, eso es todo.
– Extranjeros -gruñó Gyltha-. No me llevo bien con los extranjeros.
Al mirarla el prior recordaba cómo había descrito Guthlac a las gentes de los pantanos, a quienes el ilustre santo había tratado de inculcar el cristianismo: «Grandes cabezas, largos cuellos, pálidos rostros y dentaduras equinas. Señor, sálvanos de ellos». Pero ellos tenían los medios y la independencia que se necesitaban para resistir a Guillermo el Conquistador, durante más tiempo y con más firmeza que el resto de los ingleses.
Tampoco les faltaba inteligencia. Gyltha era la persona ideal para el plan que el prior Geoffrey tenía en mente: era lo suficientemente culta y, al mismo tiempo, conocida y respetada por los habitantes de Cambridge para servir de puente entre unos y otros. Si aceptara…
– ¿Acaso no era yo un extranjero? -preguntó el prior-. Y te hiciste cargo de mí. -Gyltha sonrió y por un momento su sorprendente encanto le recordó al prior Geoffrey aquellos años en su pequeña casa parroquial, junto a la iglesia de Santa María. Aprovechó su ventaja-. Será bueno para Ulf.
– Le va bastante bien en la escuela.
– Cuando se toma la molestia de asistir.
El hecho de que el joven Ulf hubiera sido admitido en la escuela del priorato tenía menos que ver con su inteligencia -considerable, aunque peculiar- que con la sospecha, nunca confirmada por el prior, de que por ser nieto de Gyltha, el chico también era nieto suyo.
– Es necesario pulir un poco sus modales.
Gyltha se inclinó hacia delante y apoyó un dedo lleno de cicatrices en el escritorio del prior.
– ¿Qué están haciendo ellos aquí? ¿Me lo dirás?
– Enfermé. Ella me salvó la vida.
– ¿Ella? He oído que fue el moreno.
– Ella. Y no fue brujería, de ningún modo. Es una verdadera doctora. Sólo que es mejor que nadie lo sepa.
[6] Figuras talladas de mujeres desnudas que exhiben la vulva. Suelen verse en iglesias, conventos y castillos medievales de Irlanda e Inglaterra. Se cree que pueden simbolizar a las antiguas diosas paganas, ser icono de fertilidad, una advertencia ante el pecado de la lujuria o una protección contra el mal.