De nada serviría ocultárselo a Gyltha. Si aceptaba ocuparse de los salernitanos, lo descubriría. En cualquier caso, la mujer era tan hermética como las ostras marinas que le regalaba todos los años, de las cuales el prior había seleccionado las mejores, que en ese momento estaban en la cámara de hielo del priorato.
– No sé con certeza quién los envió aquí -continuó el prior-, pero tienen la intención de descubrir quién está matando a los niño?
– Harold. -El rostro de Gyltha no demostraba emoción, pero su voz era suave; tenía trato con el padre de Harold.
– Harold.
Gyltha asintió.
– Entonces, ¿no fueron los judíos?
– No.
– Nunca creí que hubieran sido ellos.
Desde los claustros que comunicaban la casa del prior con la iglesia llegaba el sonido de la campana que llamaba a los hermanos a vísperas.
Gyltha suspiró.
– Las criadas, como prometiste, y sólo me ocuparé de la maldita cocina.
– Beningne, Deo gratias. -El prior se puso de pie y acompañó a Gyltha a la puerta-. ¿Los Tubs siguen criando esos perros malolientes?
– Más malolientes que nunca.
– Ve con uno de esos perros apestosos. Que no se aparte de ella. Si hace preguntas, puede causar problemas. Es necesario que estés atenta. Ah, y ellos no comen nada de cerdo ni marisco.
El prior, a modo de despedida, le dio a Gyltha una palmada en el trasero. Luego cruzó los brazos debajo de la casulla y salió hacia la capilla para las vísperas.
Adelia se sentó en un banco del jardín del priorato. Olía el aroma del romero, que formaba un seto bajo bordeando el parterre de flores que tenía a sus pies, mientras escuchaba los salmos de vísperas que el aire de la noche traía desde el claustro atravesando los muros vegetales del jardín hasta los oscuros árboles del paraíso. Intentaba dejar la mente en blanco, permitir que esas voces masculinas vertieran un bálsamo en las heridas causadas por las abominaciones humanas. «Que ante ti se haga valer como el incienso mi plegaria, mi elevación de manos, como la ofrenda de la tarde…» [7], cantaban.
En la casa donde el prior Geoffrey les había alojado por esa noche a ella, a Simón y a Mansur, les servirían la cena. Eso implicaría sentarse a la mesa con otros viajeros, y Adelia no estaba de ánimo para conversaciones triviales. Ajustó las correas de su morral de cuero de cabra para que, por el momento, la información que los niños muertos le habían proporcionado quedara atrapada en él, en forma de palabras escritas en tiza sobre una pizarra. Al día siguiente, cuando lo abriera, sus voces se liberarían y colmarían sus oídos. Pero esa noche incluso ellos debían ser silenciados: Adelia no podía tolerar más que la serenidad de la noche.
No se puso de pie hasta que la oscuridad la envolvió. Cogió su morral y caminó por el sendero. Los largos rayos de luz se proyectaban por las ventanas gracias a las velas de la casa de huéspedes.
Había sido un error irse a dormir sin cenar. Adelia yacía insomne en un estrecho catre, dentro de una estrecha celda que daba al pasillo, reservada a huéspedes féminas, molesta por el mero hecho de estar allí, molesta con el rey de Sicilia, con ese país y hasta con los propios niños muertos, que le imponían la carga de su agonía.
– No sé si podré ir -le había replicado a Gordinus la primera vez que él le mencionó el asunto-. Tengo a mis alumnos, mi trabajo.
Pero no era cuestión de elección. La orden de buscar un experto en el estudio de los cadáveres había sido impartida por un rey ante el cual -debido a que también gobernaba el sur de Italia- no había posibilidad de apelar.
– ¿Por qué me elegís a mí?
– Porque cumplís con los requerimientos del rey -había explicado Gordinus-. No conozco a ninguna otra persona que los reúna. Maese Simón tendrá la fortuna de contar con vos,
Simón no se consideró tan afortunado como agobiado por la responsabilidad. Adelia se percató de inmediato. A pesar de sus credenciales, la presencia de una mujer médico, un ayudante árabe y una acompañante femenina -Margaret, la bendita Margaret, todavía vivía- había agregado un Pelion de complicación a la Ossa de una misión que ya era compleja.
Pero una de las aptitudes de Adelia -perfeccionada en el rudo ambiente de las escuelas- era hacer que su femineidad fuera casi invisible, exigiendo que no se le hicieran concesiones, mezclándose entre los hombres y pasando casi desapercibida. Sólo si su profesionalidad se ponía en duda, sus compañeros descubrían a una Adelia perfectamente visible, que se expresaba en un lenguaje áspero -de ellos había aprendido a insultar- y capaz de mostrar un temperamento aún más hosco.
No hubo necesidad de recurrir a ello, pues Simón se mostró cortés y así, en el transcurso del viaje, fue librándose de sus preocupaciones. Él la encontró modesta, una calificación que -Adelia había comprobado- solía otorgarse a las mujeres que no causaban problemas a los hombres. Aparentemente, la esposa de Simón era el paradigma de la modestia judía y él juzgaba a todas las demás mujeres de acuerdo con ese modelo. Mansur, el otro cómplice de Adelia, había dado prueba de su valía y, hasta alcanzar la costa de Francia, donde Margaret había fallecido, todos habían viajado en perfecta armonía.
Tan sólo la regularidad de su período le recordaba a Adelia que no era un ser neutro. Y la llegada a Inglaterra y el traslado en carro adoptando el rol de integrantes de una trouppe de curanderos ambulantes sólo les había ocasionado falta de comodidades y asombro.
Aún era un misterio el motivo por el cual el rey de Sicilia había involucrado a Simón de Nápoles, uno de sus investigadores más capaces -por no hablar de la propia Adelia-, en un asunto que afectaba a los judíos de una pequeña isla húmeda y fría en el confín del mundo. No le había sido revelado a Simón, ni tampoco a ella. Su misión era lograr que el nombre de los judíos estuviera libre de la mácula del asesinato, un propósito que sólo lograrían si descubrían la identidad del verdadero asesino.
Intuyó que no le gustaría Inglaterra, como así fue. En Salerno era un miembro respetado de una prestigiosa escuela de medicina en la que nadie, salvo los recién llegados, se sorprendía al conocer a una mujer que practicaba la medicina. En esa isla la habían hundido en un estanque. Los cuerpos que acababa de examinar habían ensombrecido su visión de Cambridge. No era la primera vez que veía despojos de seres asesinados, pero raramente habían sido tan terribles como éstos. En algún lugar del país, un carnicero de niños estaba vivo y se movía con libertad.
La tarea de identificarlo sería extremadamente difícil debido a la falta de respaldo oficial y a la necesidad de simular que, de ningún modo, ése era su propósito. En Salerno, aun cuando debía ocultar su identidad, el trabajo se realizaba de acuerdo con las autoridades; aquí sólo tenía de su parte al prior, e incluso él no se atrevía a divulgarlo.
Todavía molesta, se durmió y tuvo oscuros sueños.
Se levantó tarde, algo que no solía concederse a otros huéspedes.
– El prior nos indicó que, debido a vuestro agotamiento, os excusáramos de asistir a maitines -le contó el hermano Swithin, su pequeño y rechoncho anfitrión-. Pero mi deber es asegurarme de que vuestro apetito sea satisfecho al despertar.
Adelia desayunó en la cocina: jamón -un raro lujo para alguien que viajaba con un judío y un musulmán-, queso fabricado con leche de las ovejas del priorato, pan fresco elaborado en su tahona, manteca recién hecha y mermelada -receta del propio hermano Swithin-, una porción de pastel de anguila y leche tibia recién ordeñada.
– Estabais desfallecida, señora -comentó el hermano Swithin, sirviéndole más leche-. ¿Os encontráis mejor ahora?
Adelia le sonrió. Lucía un bigote blanco.
– Mucho mejor.