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Había estado desfallecida, sí -aunque posiblemente ella y el hermano Swithin no se refirieran a lo mismo-, pero había recuperado el vigor. El resentimiento y la compasión por sí misma habían desaparecido. ¿Qué importaba que tuviera que trabajar en un país extranjero? Los niños eran universales. Habitaban un territorio que superaba la idea de pertenencia a un lugar y estaban bajo la protección de leyes eternas. El salvajismo del que habían sido víctimas Mary, Harold y Ulric no la ofendía menos por el hecho de que esos niños no hubieran nacido en Salerno. Eran hijos de todos, sus hijos.

Adelia se sintió más segura que nunca. Era preciso eliminar a ese asesino para que el mundo estuviera más limpio.

«Si alguien ofende a uno de estos pequeños, más le valdría que le colgaran al cuello una piedra de moler…».

Del cuello de ese delincuente, aunque aún ignoraba quién era, estaba colgada Adelia, doctora Trótula de Salerno, especialista en muertos, que no escatimaría esfuerzos y brindaría todo su saber y su experiencia con el fin de abatirlo.Volvió a la celda para plasmar en papel sus observaciones. De ese modo, cuando regresara a Salerno, podría enviar el registro de sus hallazgos al rey de Sicilia, aunque no supiera con qué objetivo los reclamaría el monarca.

Era un trabajo arduo y lento. Más de una vez tuvo que soltar la pluma para taparse los oídos. Entre las paredes de la celda resonaban los gritos de los niños. «Por favor, silenciad vuestras voces para que pueda averiguar quién es él». Pero ellos no habían querido morir y no podían ser acallados.

Simón y Mansur ya habían partido para alojarse en un lugar escogido por el prior. Allí tendrían la privacidad necesaria para cumplir su misión. Pasado el mediodía Adelia se reuniría con ellos.

Le sorprendió, pero no le disgustó -pues le permitía investigar el territorio del asesino y tener una perspectiva de la ciudad- que el hermano Swithin, atareado con un nuevo contingente de viajeros, estuviera dispuesto a dejarla ir sin escolta, y que en las calles de Cambridge -repletas de gente-, mujeres de todos los estamentos sociales fueran de aquí para allá sin compañía y con el rostro descubierto.

Era un mundo diferente. Sólo los estudiantes de la escuela pitagórica, tocados con birretes rojos y muy ruidosos, le resultaron familiares. Los estudiantes eran iguales en todo el mundo.

En Salerno los aleros protegían del inclemente sol y los puentes elevados proyectaban sombra en las calles, pero esta ciudad se abría como una flor para atrapar toda la luz que el cielo inglés pudiera ofrecer.

En realidad, había siniestros callejones laterales, donde proliferaban como hongos toscas construcciones con techos de juncos. Pero Adelia recorrió sólo las calles principales, todavía alumbradas por el largo atardecer, sin preocuparse por su reputación o su monedero como no lo habría hecho en Salerno.

En Cambridge de lo único que se protegían era del agua, que corría por canales a ambos lados de la calle, de modo que cada vivienda, cada tienda, tenía una pasarela para acceder a ellas. Cisternas, bebederos y estanques confundían la visión y duplicaban las imágenes. Junto a un camino, un cerdo se reflejaba nítidamente en el charco donde estaba. Los cisnes parecían flotar unos sobre otros. Los patos nadaban por encima de un arco ojivaclass="underline" la entrada de una iglesia que se alzaba frente a su estanque. Erráticos cursos de agua devolvían imágenes de techos y ventanas; espejadas en los riachuelos, las copas de los sauces parecían crecer hacia abajo. El sol del ocaso teñía todo de ámbar.

Adelia sentía que Cambridge tocaba la flauta para ella, pero no estaba dispuesta a bailar. El reflejo que todo duplicaba era síntoma de una duplicidad más profunda, dos caras, una ciudad de Jano por donde caminaba con sus dos piernas, como cualquier otro hombre, una criatura que asesinaba niños. Hasta que fuera descubierto, Cambridge usaría una máscara con la que era imposible saber si debajo de ella se escondía el hocico de un lobo.

Inevitablemente, se desorientó.

– Por favor, ¿podría indicarme cómo llegar a la casa del viejo Benjamín?

– ¿Para qué queréis ir allí, señora?

Era la tercera persona a la que había pedido ayuda, y la tercera que le había preguntado para qué quería ir allí.

Se le ocurrió responder «estoy pensando en abrir un burdel», pero sabía que no debía exacerbar la curiosidad de Cambridge, por lo que se limitó a decir «me gustaría saber dónde está».

– Subid por el camino y girad a la izquierda en Jesus Lane; está en el recodo, frente al río.

Al llegar al río se encontró con una pequeña aglomeración de gente que se había reunido para observar a Mansur mientras descargaba las últimas cosas del carro y se disponía a llevarlas al zaguán de la casa.

El prior Geoffrey había creído oportuno que, dado que los tres estaban de parte de los judíos, los salernitanos ocuparan durante su estancia una de las casas abandonadas de la judería. No le había parecido prudente alojarlos en la lujosa mansión de Chaim, que estaba un poco más adelante, siguiendo el curso del río.

– Como era prestamista, el viejo Benjamín inspiró menos animosidad en la ciudad que Chaim, que era rico -explicó-, y además desde la casa se ve el río.

Para Adelia, la existencia de una zona denominada judería -la casa de Benjamín estaba en uno de sus límites- era una prueba de que los judíos de Cambridge habían sido excluidos, o se habían excluido ellos mismos, de la vida de la ciudad, como ocurría en casi todas las ciudades inglesas que habían atravesado.

Si bien privilegiado, era un gueto y había quedado desierto. La casa del viejo Benjamín mostraba signos de un incipiente temor. Ocupaba la esquina de una calle sin salida, para que, ante un eventual ataque, estuviera tan oculta como fuera posible. Había sido construida con piedra en lugar de adobe y cañas, y tenía una puerta capaz de soportar la embestida de un carnero. El nicho de una de las jambas estaba vacío y dejaba ver que el marco de la mezuzá había sido arrancado.

Del escalón más alto surgió una mujer que ayudó a Mansur con el equipaje. Adelia se acercó.

– ¿Ahora trabajas para ellos, Gyltha? -gritó uno de los mirones.

– Ese es mi problema -respondió la mujer que estaba de pie en el escalón-. Tú, ocúpate de los tuyos.

Hubo risas disimuladas, pero la gente no se dispersó. Comentaban la situación en el desenfadado inglés de Anglia Oriental. Algo de lo ocurrido al prior en la peregrinación circulaba como moneda corriente.

– No son judíos. Nuestra Gyltha no aceptaría trabajar para los infieles.

– Ese, el que tiene la tela en la cabeza, dicen que es el doctor.

– Por su aspecto parece más un demonio.

– Aunque sea un sarraceno, dicen que curó al prior.

– Me pregunto cuánto cobra.

– ¿Será esa mujer su mascota?

La pregunta fue acompañada por un gesto con la cabeza que señalaba a Adelia.

– No, no lo soy -respondió Adelia.

El hombre que había preguntado estaba desconcertado.

– ¿La señora habla inglés?

– Sí, ¿y vos?

El acento de aquella gente -la pronunciación, las extrañas inflexiones y la entonación ascendente con que terminaban las frases- era diferente del inglés de la península del suroeste que Adelia había aprendido sentada en las rodillas de Margaret, pero lograba comprenderlo. Parecía más divertida que ofendida.

– Un gatito gracioso, ¿verdad? -anunció el hombre a la improvisada asamblea-. Y ese moreno, un buen médico, ¿no? -preguntó luego dirigiéndose a Adelia.

– Mejor que cualquiera de los que pueda encontrar por aquí.

Tal vez fuera cierto, pensó Adelia. El enfermero del priorato no era más que un simple herborista que, aun cuando tenía buena voluntad, había obtenido sus conocimientos de libros cuyo contenido -en opinión de la doctora- era en su mayor parte totalmente erróneo.

Las personas a las que el herborista no podía tratar y las que intentaban hacerlo por sus propios medios estaban a merced de los curanderos de la ciudad, que les vendían elaboradas, inútiles y costosas pociones, probablemente desagradables al paladar y preparadas con la intención de impresionar, más que de curar. Su nuevo amigo hizo una observación.