– Entonces, creo que pagaré una visita. El hermano Theo, del priorato, se ha dado por vencido conmigo.
– Diles qué es lo que te pasa -le sugirió su vecina con un codazo, una mujer que sonreía burlona.
– El hermano Theo cree que me hago el enfermo -manifestó obedientemente Wulf- y no sabe cómo tratarme.
Adelia advirtió que nadie hacía preguntas acerca del motivo por el cual ella, Simón y Mansur estaban allí. Para los hombres y mujeres de Cambridge era natural que en su ciudad se establecieran extranjeros. Llegaban de todas partes para comerciar, no había mejor lugar para hacerlo. Era el país del dragón.
La doctora trató de abrirse paso para llegar a la entrada, pero una mujer que tenía en brazos un niño pequeño le impidió continuar.
– Le duele mucho este oído. Necesita un médico.
No todos los integrantes de aquel grupo estaban libres de curiosidad.
– Está ocupado -apuntó Adelia, pero el niño se quejaba del dolor-. Está bien, le miraré yo. -Uno de los integrantes del grupo sostuvo amablemente un candil mientras Adelia le examinaba el oído y abría con impaciencia su morral para buscar las pinzas-. Ahora sostenedlo para que no se mueva.
Adelia extrajo una pequeña bola. Tuvo suerte de no perforarle el tabique.
– ¡Que me aspen si no es una mujer sabia! -exclamó alguien.
En segundos se vio rodeada entre empujones de quienes pedían que los atendiera. En ausencia de un doctor, una mujer sabia serviría.
La rescató oportunamente la mujer a la que habían llamado Gyltha. Bajó los escalones y se abrió paso en dirección a Adelia, apartando con los codos los cuerpos que obstruían el camino.
– Váyanse -les pidió-. Todavía no se han mudado, vuelvan mañana.
Gyltha llegó hasta Adelia y la empujó a través del portal.
– Rápido, niña -apuró, dispersándolos a empujones-. ¿Qué habéis hecho? -susurró.
Adelia la ignoró.
– Ese anciano, el que está allí -dijo, señalándolo-, tiene unas fiebres que lo hacen temblar.
Parecía malaria, algo extraño. La doctora creía que esa enfermedad no se manifestaba fuera de los pantanos de Roma.
– Es el doctor quien debe decir eso -declaró Gyltha en voz alta para que la oyeran-. Entrad, niña. Seguirá enfermo mañana -agregó luego a Adelia.
De todos modos, tal vez no fuera posible ayudarle demasiado. Mientras Gyltha la arrastraba para que subiera los escalones, Adelia le gritaba a la mujer que sostenía el cuerpo tembloroso del anciano.
– Llevadlo a casa, debe estar en cama. Tratad de bajar la fiebre con paños fríos -fueron las últimas indicaciones que logró dar antes de que la mujer la arrastrara hasta la casa y cerrara la puerta.
Gyltha miró a Adelia y meneó la cabeza. Lo mismo hizo Simón, que había estado observando la escena.
Por supuesto. El doctor era Mansur. Ella debía tenerlo presente.
– Pero sería interesante si el diagnóstico fuera malaria -le comentó a Simón-. Cambridge y Roma. La característica en común son los pantanos. Eso supongo.
En Roma, algunos atribuían la enfermedad al efecto de los «malos aires», de ahí su nombre. Otros creían que era consecuencia de beber agua estancada. Adelia estaba abierta a todas las hipótesis, dado que ninguna había sido probada.
– Hay una cantidad increíble de enfermos de esas fiebres en los pantanos -le contó Gyltha-. Nosotros la tratamos con opio. Detiene el temblor.
– ¿Opium? ¿Cultiváis adormidera por aquí? -Santo Cielo, cuánto sufrimiento podría aliviar si tuviera acceso al opio. Nuevamente pensó en la malaria-. Me pregunto si existe alguna posibilidad de observar el bazo del anciano cuando muera -le susurró a Simón.
– Podríamos pedir autorización -ironizó Simón, poniendo los ojos en blanco-. Fiebres, asesinatos de niños, ¿cuál es la diferencia? Delatemos quiénes somos.
– No me he olvidado del asesino -protestó Adelia-. He estado examinando su obra.
– ¿Mal? -preguntó Simón mientras le cogía la mano.
– Mal.
La irritación de su rostro dejó paso a la aflicción. El que estaba allí era un hombre con hijos imaginando lo peor que pudiera ocurrirles. Adelia pensaba que Simón tenía una extraña capacidad para comprender a los demás que lo convertía en un buen investigador. Pero eso tenía su precio.
Buena parte de su comprensión estaba dirigida a ella.
– ¿Podéis tolerarlo, doctora?
– Para eso me he preparado.
– Nadie está preparado para lo que vos habéis visto hoy -afirmó Simón, meneando la cabeza. Luego respiró profundamente-. Ella es Gyltha. El prior Geoffrey la ha enviado para que tenga la amabilidad de ocuparse de la casa. Está al tanto de nuestro cometido -indicó después en su inglés poco fluido. De un rincón surgió una figura que había estado merodeando como un animal-. Éste es Ulf. Nieto de Gyltha, según creo. Y esto es… ¿qué es?
– Es Salvaguarda -respondió Gyltha-. Ulf, quítate la maldita gorra delante de una dama.
Adelia jamás había visto un trío tan rotundamente espantoso. La mujer y el chico tenían cabezas con forma de ataúd, rostros huesudos y grandes dientes, una combinación que ella reconocería como característica de los pantanos. Si Ulf no era tan inquietante como su abuela, se debía a que era un chico, de ocho o nueve años, y sus rasgos todavía tenían la redondez propia de la infancia.
Salvaguarda era una enorme pelota de lana apelmazada de la que salían cuatro patas como agujas de tejer. Tenía apariencia de oveja pero tal vez fuera un perro. Ninguna oveja olía tan mal.
– Un regalo del prior -aclaró Gyltha-. Tendréis que encargaros de alimentarlo.
La sala donde estaban reunidos no era mucho más agradable. Estrecha y miserable, se accedía a ella directamente desde la puerta principal. Al final de la habitación había otra puerta similar que comunicaba con el resto de la casa. Incluso durante el día, la sala debía de ser oscura. Esa noche un farol complementaba las dos saeteras y dejaba a la vista anaqueles desnudos y rotos.
– Aquí es donde el viejo Ben hacía su trabajo -informó Gyltha-. Sólo que algún hijo de perra ha robado todos sus bienes -añadió con firmeza.
Algún otro, o tal vez el mismo hijo de perra, había usado el lugar como letrina.
La nostalgia desgarraba a Adelia. Sobre todo, la nostalgia por Margaret, su afectuosa presencia. Pero también, oh Dios, por Salerno, los naranjos, el sol y la sombra, los acueductos, el mar, el baño romano de la casa en la que vivía junto a sus padres adoptivos, los suelos de baldosas, los sirvientes educados, su reconocimiento como médica, las aulas de la escuela, las ensaladas: no había comido verduras desde su llegada a aquel condenado país carnívoro.
Gyltha abrió la puerta interior y pudieron apreciar la amplitud del salón del viejo Benjamín, que mejoraba la primera impresión. Olía a agua, lejía y cera de abejas. Cuando entraron, dos criadas con baldes y trapos desaparecieron de su vista por una puerta que estaba en el otro extremo. De un techo abovedado colgaban cadenas de las que pendían bruñidas lámparas de sinagoga, que iluminaban ramas verdes recién cortadas y los pulidos suelos de madera de olmo. Una columna de piedra sustentaba una escalera curva por la que se podía acceder al ático y bajar al sótano.
Era una sala alargada, cuyas ventanas esmeriladas, que cubrían arbitrariamente toda la pared izquierda, conferían una apariencia fuera de lo común. Sus distintos tamaños sugerían que el viejo Benjamín -un hombre para quien era una cuestión de principios no desperdiciar nada- había ampliado o reducido los marcos originales colocando en su lugar esos vidrios que, no habiendo sido reclamados por sus propietarios, pasaron a pertenecerle. Había un mirador, dos celosías, abiertas ambas para que entrara la brisa del río, un pequeño panel de cristal y un rosetón de vidrio coloreado que de seguro procedía de una iglesia cristiana. El efecto era desordenado, pero original y no carente de encanto.