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Sin embargo, para Simón y Mansur el non plus ultra se hallaba en otro lugar: en la cocina, una construcción separada del resto de la casa. Hacia allí se apresuraron, alentando a Adelia a seguirlos.

– Gyltha es cocinera -apuntó Simón como si emergiera de las arenas de Egipto rumbo a Caná-. Nuestro prior…

– Que nunca deja de protegernos… -interrumpió Mansur.

– Nuestro muy buen prior nos ha enviado a una cocinera que está a la par de mi buena Becca. Gyltha superba. Doctora, venid a mirar lo que está preparando.

En un enorme hogar algo giraba ensartado en varillas de hierro, salpicando con grasa la turba encendida; de los calderos colgados con ganchos rezumaban vapores que olían a hierbas y a pescado; una masa de color crema reposaba en la gran mesa enharinada, lista para amasar.

– Manjares, doctora, suculento pescado, lampreas. Lampreas* ¡alabado sea el Señor!, pato guisado en miel, cordero.

Adelia nunca había visto a dos hombres tan entusiasmados. El resto del día, hasta el anochecer, se fue en desempaquetar. Había habitaciones de sobra. A la doctora le habían asignado el solar, un agradable aposento que daba al río, un lujo después de haber dormido en los dormitorios comunitarios de las posadas. Las hornacinas estaban vacías; su contenido había sido saqueado por los insurrectos, pero habían dejado los estantes, donde podría colocar sus hierbas y pociones.

Cuando finalmente la cena estuvo dispuesta, a Gyltha le irritó que Mansur y Simón se tomaran tanto tiempo en sus abluciones, y lo mismo Adelia -como si temiese que la mugre de la casa fuera perniciosa- en lavarse las manos antes de sentarse a la mesa.

– Se enfría -les espetó bruscamente-. No cocino para paganos a quienes no les importa que la buena comida se enfríe.

– No es así. De ninguna manera -le aseguró Simón.

La mesa ofrecía todas las delicias que se podían encontrar en aquellas tierras pantanosas: aves de corral y pescados. Los nostálgicos ojos de Adelia añoraron alguna que otra verdura, pero sin duda lo que allí había era apetitoso.

– Bendito seas Hashem, nuestro Dios, rey del Universo, que nos alimentas con los frutos de la naturaleza -agradeció Simón. Luego cogió de la mesa una blanca rebanada de pan, partió un trozo y se dispuso a comerlo.

Mansur invocó la bendición de Salmán el Persa, que había dado alimento a Mahoma.

– Que la buena salud nos acompañe -ofreció Adelia, y se sentaron a la mesa para compartir las viandas.

Durante el viaje en barco desde Salerno, Mansur había comido con la tripulación. Pero el último tramo de la travesía por Inglaterra había discurrido entre posadas y campamentos imponiéndolos una democracia que ninguno de ellos deseaba abandonar. En cualquier caso, dado que Mansur debía aparecer como la autoridad de la casa, habría sido incoherente que comiera en la cocina, junto con los sirvientes.

Adelia había pensado dar a conocer sus hallazgos durante la comida, pero los hombres, sabiendo qué clase de información recibirían, sólo parecían dispuestos a dejarse indigestar por la comida de Gyltha. Los elogios que estaban dedicando a los corderos, cremas y quesos eran interminables. Para ella, por el contrario, la comida era semejante al viento: necesario para propulsar barcos, aves y aspas de molinos; pero por lo demás, intrascendente.

Simón bebía vino. Un barril de su viña favorita de la Toscana había viajado con ellos porque, según se decía, los vinos ingleses eran imposibles de catar. Mansur y Adelia, como siempre hacían, bebían agua hervida y filtrada.

Simón le insistía constantemente para que bebiera vino y comiera más, a pesar de que ella explicó que había desayunado opíparamente en el priorato. Al hombre de Nápoles le preocupaba que la repulsión provocada por el examen de los cuerpos pudiera tener consecuencias en su salud. Eso le habría sucedido a él, pero Adelia lo consideraba una reconvención acerca de su profesionalidad y alegó, con tono mordaz:

– Ése es mi trabajo. ¿Para qué otra cosa he venido?

Mansur le sugirió a Simón que la dejara tranquila.

– La doctora siempre picotea, como un gorrión.

El árabe, ciertamente, no estaba picoteando.

– Engordaréis -advirtió Adelia, que sabía cuanto le horrorizaba la idea. Muchos eunucos engullían hasta transformarse en obesos.

Mansur suspiró.

– Esta mujer es una sirena de la comida. Puede llegar al alma de un hombre a través de su estómago.

A la doctora le divirtió que Mansur viera a Gyltha como una sirena.

– ¿Puedo decírselo a ella?

Para su sorpresa, él se encogió de hombros y asintió.

– Oooh… -fue la respuesta de Adelia.

En los muchos años transcurridos desde que sus padres adoptivos eligieran a Mansur como su guardaespaldas, Adelia nunca le había escuchado decir un cumplido a una mujer. Inesperada e inexplicablemente, la destinataria era una matrona que tenía cara de caballo y con quien no podía hablar en el mismo idioma.

Las dos criadas que los atendían -ambas se llamaban Matilda, y sólo se diferenciaban por las iniciales de los santos de sus parroquias, por lo que una de ellas era Matilda B. y la otra, Matilda W.- estaban tan recelosas de Mansur como si un oso amaestrado se hubiera sentado a cenar. Entre risitas nerviosas iban y venían con los platos sin acercarse al extremo donde estaba sentado Mansur y dejando la comida en la mesa para que los demás comensales se la pasaran.

«En fin, tendrán que acostumbrarse a él», pensaba Adelia.

Finalmente las criadas despejaron la mesa. Simón se preparó simbólicamente para la batalla, suspiró y apoyó la espalda en la silla.

– ¿Y bien, doctora?

– Todo son hipótesis, como podéis comprender -comenzó Adelia. Ésa era su invariable advertencia. Luego esperó a que los dos hombres manifestaran su acuerdo y respiró profundamente-. Creo que los niños fueron llevados a una cantera de cal para ser asesinados. El caso del pequeño Peter podría ser diferente. Tal vez por haber sido la primera víctima, el asesino aún no había establecido una pauta. Pero en los tres cuerpos examinados, los dos chicos tenían cal incrustada en los talones, lo que indicaría que fueron arrastrados por el suelo, y había rastros de esa sustancia en los restos de todos ellos. Sus manos y pies estaban atados con tiras de tela. -Adelia miró a Simón-. Lana negra, de buena calidad. He conservado algunas muestras.

– Preguntaré entre los mercaderes de lana.

– Uno de los cuerpos no fue enterrado. El asesino lo conservó en algún lugar seco y frío -afirmó la doctora con voz firme-. También es posible que la niña haya sido apuñalada varias veces en la zona púbica. De los niños, el cuerpo mejor preservado carece de genitales y diría que el otro también sufrió la misma brutalidad. -Simón se había cubierto la cara con las manos. Mansur estaba inmóvil-. Creo que en todos los casos se les cortó los párpados; no puedo saber si antes o después de matarlos.

– Los demonios están entre nosotros. Señor, ¿por qué permitís que los torturadores del Gehena [8] habiten en cuerpos humanos?

Adelia habría replicado que atribuir los asesinatos a la acción de fuerzas satánicas era una manera de absolver al autor de los crímenes, que de ese modo no sería más que la víctima de esas fuerzas incontrolables. Ella lo veía como un hombre rabioso, como un perro. Pero entonces pensó que admitir que estuviera enfermo era también darle una excusa para lo imperdonable.

– Mary… -La doctora hizo una pausa. No solía cometer el error de llamar a un cadáver por su nombre, restaba objetividad e introducía emoción cuando era esencial ser impersonal. No sabía cómo le había sucedido-. La niña -volvió a comenzar- tenía algo pegado en el cabello. En principio pensé que sería semen… -Simón se aferró a la mesa; Adelia se obligó a recordar que no estaba hablando con sus alumnos-. No obstante, el objeto ha conservado su forma rectangular original, probablemente fuera un dulce. Debemos considerar especialmente la hora y el lugar en que fueron descubiertos los cuerpos -prosiguió serena-. Fueron encontrados en el barro; había restos de lodo sobre ellos, pero el pastor que los encontró aseguró al prior Geoffrey que no estaban allí el día anterior. Por lo tanto, fueron trasladados desde el lugar donde estaban guardados, sobre cal, hasta el sitio donde los encontraron esta mañana, sobre el lodo.

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[8] Gehena significa valle de Hinón en griego, un lugar cercano a Jerusalén en el que los judíos apóstatas sacrificaban a sus hijos a dioses paganos.