Como si no hubiera pasado un año.
Simón trataba de interpretar la mirada de Adelia
– Esta mañana llegamos a Cambridge -recordó-. La noche anterior estuvimos en… ¿cómo se llamaba ese lugar?
– Era un paraje de las colinas de Gog Magog. De cal.
Mansur comprendió lo que Adelia intentaba decir.
– Entonces, ese perro los trasladó durante la noche. ¿Para nosotros?
Adelia se encogió de hombros. Sólo se pronunciaba sobre aquello que podía ser demostrado. Los demás debían sacar sus propias conclusiones. La doctora esperaba las de Simón de Nápoles. El viaje compartido había incrementado su respeto hacia él. El candor que mostraba en público no era fingido, sino su manera de reaccionar cuando estaba con gente. Pero en modo alguno revelaba su brillante y rauda capacidad analítica. Sólo cuando se quedaba con Mansur y con ella, tenía la gentileza de permitirles ver cómo funcionaba su cerebro.
– Lo hizo. -Simón golpeó suavemente la mesa con los puños-. Hay demasiadas conexiones como para suponer que sea una coincidencia. ¿Durante cuánto tiempo estuvieron desaparecidos los pequeños? ¿Un año en uno de los casos? Pero bastó que la caravana de peregrinos se detuviera en el camino y nuestro carro subiera por la colina para que todos ellos fueran hallados.
– Nos ve -observó Mansur.
– Nos vio.
– Y traslada los cuerpos.
– Trasladó los cuerpos. ¿Y por qué? -Simón mostró las palmas de las manos-. Tenía miedo de que descubriéramos el escondite donde los guardaba.
Adelia asumió el rol de abogado del diablo.
– ¿Por qué le asustaría que nosotros los encontráramos? Otras personas sin duda se han adentrado en esas colinas durante los últimos meses y no lo hicieron.
– Tal vez no hayan sido tantas. ¿Cómo se llamaba la colina? El prior me lo dijo. -Simón se dio un golpecito en la frente y luego miró a la criada que entraba para despuntar el pabilo de las velas-. Ah, Matilda.
– Sí, señor.
– Wand-le-bury Ring -enunció Simón inclinándose hacia delante. La joven abrió mucho los ojos, hizo la señal de la cruz y volvió por el camino por el que había venido. Simón miró a su alrededor-. Wandlebury Ring -repitió-, lo que suponía. Nuestro prior estaba en lo cierto. El lugar está relacionado con una superstición. Nadie se acerca allí, sólo las ovejas. Pero esa noche nosotros lo hicimos. Y él nos vio. ¿Qué hacíamos allí? Lo desconocía. ¿Armar nuestras tiendas de campaña? ¿Pasar la noche? ¿Recorrer el terreno? Sin la certeza de nuestros propósitos se asustó, puesto que allí estaban los cuerpos y podíamos encontrarlos. No tuvo otra opción que cambiarlos de lugar. -Simón se recostó de nuevo en el respaldo de la silla-. Su guarida está en Wandlebury Ring.
«Nos vio». Imágenes de unas alas de murciélago que se agitaban sobre una pila de huesos, un hocico olfateando el aire para detectar intrusos y unas garras que súbitamente se clavaban en ella sobrecogieron a Adelia.
– Entonces, ¿desenterró los cuerpos? ¿Los llevó a otro lugar? ¿Los dejó donde pudieran ser encontrados? -preguntó Mansur. La incredulidad daba a su voz un tono más agudo del habitual-. ¿Puede ser tan necio?
– Trataba de desorientarnos para que no supiéramos que los cuerpos habían estado en contacto con cal -explicó Simón-. No contaba con que la doctora Trótula estuviera aquí.
– Tal vez quería que se encontraran -sugirió Adelia-. ¿Estará riéndose de nosotros?
De repente apareció Gyltha.
– ¿Quién intenta asustar a mis Matildas? -increpó con agresividad, blandiendo unas tijeras en actitud amenazante. Simón cruzó las manos sobre el regazo.
– Wand-le-bury Ring, Gyltha -pronunció lentamente Simón.
– ¿Qué pasa con ese lugar? No creerán lo que dicen sobre él, ¿no? ¿Cacería salvaje? No me llevo bien con esas cosas. -Gyltha bajó el candil y comenzó a recortar la punta de la vela-. Es sólo una maldita colina. No me llevo bien con las colinas.
– ¿Cacería salvaje? -preguntó Simón-. ¿Qué significa eso?
– Un grupo de malditos perros con ojos rojos dirigidos por el príncipe de la oscuridad. No creo una palabra. Para mí no son más que vulgares asesinos de ovejas. Y tú, Ulf, sal de ahí, mugriento, antes de que te eche los perros encima.
En el otro extremo del salón había una galería. La escalera estaba oculta por una puerta disimulada en el revestimiento de madera, de la que en ese momento asomó sigilosamente la pequeña y poco agraciada figura del nieto de Gyltha. Murmuraba y miraba a los extranjeros.
– ¿Qué dice el chico?
– Nada. -Gyltha le dio un coscorrón y lo llevó hacia la cocina-. Pregúntenle a ese holgazán de Wulf. Dice que vio una vez la cacería salvaje. Lo contará todo a cambio de una cerveza.
Cuando Gyltha se marchó, Simón repitió:
– Cacería salvaje, benandanti, chausse sauvage, das woden he-re. Es una superstición extendida por toda Europa, con más o menos variaciones. Siempre hay perros con ojos flameantes, un terrible jinete negro y muerte para aquellos que los ven.
El silencio reinó en la sala. Adelia fue consciente de la oscuridad más allá de las dos celosías abiertas, donde animales invisibles hacían crujir la maleza. Desde los juncos del río, el primaveral canto de un ave que les había acompañado durante la cena le pareció el augurio de infaustos sucesos. La doctora se frotó los brazos: tenía la piel de gallina.
– Entonces, ¿debemos suponer que el asesino vive en la colina? -preguntó Adelia.
– Es posible que así sea -respondió Simón-, o tal vez no. En mi opinión, los niños desaparecieron en los alrededores de la ciudad, aunque no es probable que llegaran hasta la colina por su cuenta. Ni tampoco que una criatura pasee habitualmente por ese lugar de forma que él sólo tuviera que acechar hasta que se acercaron. O bien llegaron allí atraídos por algo, lo que también es improbable dado que hay una distancia de varias millas, o fueron trasladados. En consecuencia, podemos presumir que nuestro hombre busca a sus víctimas en Cambridge y utiliza la colina como lugar para cometer los crímenes. -Simón parpadeó ante su copa de vino como si la viera por primera vez-. ¿Qué diría mi Becca de todo esto? -se preguntó, y bebió un sorbo. Adelia y Mansur aguardaron. Había algo más. Algo que había estado rondándoles y por fin se abría paso-. Hay otra explicación… -Simón comenzó a hablar lentamente-, que no me gusta, pero debo considerar. Casi con certeza, nuestra presencia en la colina precipitó el traslado de los cuerpos. ¿Qué habría ocurrido si en lugar de haber sido detectados por un asesino que ya estaba in situ, un hecho muy fortuito, lo hubiéramos llevado con nosotros? -Ese «algo» ya estaba dentro de la habitación-. ¿A quién estábamos atendiendo? Al prior Geoffrey. ¿Qué estuvieron haciendo los demás miembros de nuestro grupo esa larga noche? ¿Eh? Amigos míos, tenemos que considerar la posibilidad de que nuestro asesino sea uno de los peregrinos que encontramos en Canterbury.
Más allá de las celosías, la noche se volvió más oscura.
Capítulo 6
Las camas mullidas eran una de las cosas a las que Gyltha no se avenía. Adelia había pedido un colchón de pluma de ganso, como el que usaba para dormir en Salerno, y así se lo dijo. No parecía un encargo difícil de cumplir, puesto que los gansos moteaban los cielos de Cambridge.