– Las plumas de ganso son un suplicio, no se pueden lavar. El colchón de paja es más limpio, el relleno se cambia todos los días.
La tensión interfería entre ambas mujeres sin que ninguna supiera por qué. Desde el momento en que Adelia había pedido más ensalada en la comida, Gyltha se había sentido ofendida en su dignidad.
Ante semejante encrucijada, la respuesta sobre el colchón decidiría quién detentaría la autoridad en el futuro.
Por una parte, la organización de un hogar -aun tan modesto como aquél- superaba con mucho las habilidades de Adelia, que no sabía comprar provisiones, ni negociar con otros mercaderes que no fueran los boticarios. Tampoco sabía hilar ni tejer. Sus conocimientos sobre hierbas y especias tenían más relación con la medicina que con la cocina. En materia de costura, su experiencia se limitaba a zurcir piel o músculos desgarrados o volver a unir rápidamente los cadáveres que había destrozado.
En Salerno, aquello no había tenido importancia. Su venerable padre adoptivo, tras detectar tempranamente en ella un cerebro que rivalizaba con el suyo propio, y porque su ciudad era Salerno, la había alentado a convertirse en doctora, siguiendo sus pasos y los de su esposa. La organización de su espaciosa villa descansaba en manos de su cuñada, una mujer que sin necesidad de alzar la voz la hacía funcionar como un engranaje bien ungido.
Por otra parte, la estancia de Adelia en Inglaterra sería temporal y difícilmente tendría oportunidad de ocuparse de asuntos domésticos, además de que no estaba preparada para ser intimidada por un sirviente.
– Quiero que os aseguréis de que efectivamente la paja se cambie todos los días -concluyó secamente.
Una entente que por el momento favorecía a Gyltha. El resultado final estaba por concretarse. Quizá más adelante, ahora le dolía la cabeza.
La noche anterior Salvaguarda había compartido el solar con ella. Otra batalla perdida. A sus protestas de que el perro olía demasiado y debía pernoctar a la intemperie, Gyltha había respondido:
– Órdenes del prior. Os seguirá a todas partes.
Los ronquidos del animal se habían mezclado con voces y chillidos desconocidos que llegaban desde el río. La posibilidad, sugerida por Simón, de que el asesino tuviera un rostro familiar, había perturbado su sueño.
Antes de retirarse a dormir, Simón había redundado en el tema.
– ¿Quiénes durmieron en el campamento junto al camino y quiénes partieron? ¿Un monje? ¿Un caballero? ¿Un cazador? ¿Un recaudador de impuestos? ¿Alguno de ellos se escabulló para recoger esos pobres huesos? Debemos tener presente que eran livianos y tal vez se llevara uno de los caballos de la caravana. ¿El mercader? ¿Uno de los escuderos? ¿El juglar? ¿Los sirvientes? No podemos descartar a ninguno de ellos.
Quienquiera que fuera la había acechado durante la noche a través de la ventana, y después se coló en la habitación adoptando la forma de una urraca que arrastraba a un niño vivo en sus garras. Había despedazado el cuerpo sobre el pecho de Adelia, mirándola descaradamente con su ojo sin párpado mientras picoteaba el hígado del niño.
Era una imagen tan vivida que se despertó jadeando, convencida de que un pájaro había matado al niño.
– ¿Dónde está maese Simón? -preguntó a Gyltha. Era temprano. Se asomó a las ventanas de poniente de la sala, donde la sombra que proyectaba la casa cubría el prado hasta cerca del río. La luz del sol se reflejaba en el Cam, brillante, profundo y sereno, filtrándose entre los sauces. Adelia tuvo que contener el súbito impulso de chapotear en él como un pato.
– Salió. Quería averiguar dónde había mercaderes de lana.
– Teníamos previsto ir a Wandlebury Ring -comentó Adelia, irritada-. Así lo acordamos anoche. La prioridad es descubrir la guarida del asesino.
– Eso dijo él, pero como el señor Negro no podía, irán mañana.
– ¡Mansur! -exclamó bruscamente Adelia-. Se llama Mansur. ¿Por qué no puede ir?
Gyltha le hizo señas para que la siguiera hasta el final de la sala y entraron en la tienda de empeños del viejo Benjamín.
– Por ellos.
De puntillas, Adelia observó a través de una de las saeteras.
Junto al portal se veía una multitud. Algunas personas estaban sentadas, como si hubieran esperado allí durante mucho tiempo.
– Quieren ver al doctor Mansur -aclaró Gyltha, con énfasis-. Por eso no pueden ir a las colinas.
Una complicación imprevista. Al presentar a Mansur como médico -un médico desconocido, extranjero, en una ciudad populosa- no se les había ocurrido que podía ser requerido por pacientes. La noticia del encuentro con el prior se había difundido: en Jesus Lane obtendrían la cura para sus enfermedades.
Adelia estaba abrumada.
– Pero ¿cómo los voy a atender?
Gyltha se encogió de hombros.
– Por su aspecto, diría que la mayoría morirá de todos modos. Podemos contarlos entre los fracasos del pequeño Peter.
El pequeño Peter, los huesos del milagroso esqueleto que la priora había pregonado a los cuatro vientos, como un feriante, a lo largo de todo el camino desde Canterbury.
Adelia suspiró por el pequeño santo, por la desesperación de aquellos que llegaban hasta él y la desilusión que ahora les llevaba hasta su puerta. Lamentablemente, salvo en unos pocos casos, la doctora no podría hacer más que el pequeño Peter. Hierbas, sanguijuelas, pociones, incluso la fe, no podían detener el embate de las enfermedades que aquejaban a la mayor parte de la humanidad. Ella deseaba que no fuera así. ¡Vive Dios si lo deseaba!
Pero hacía mucho tiempo que no se dedicaba a pacientes vivos, salvo aquellos casos in extremis -y sólo si no había otro médico disponible- como el del prior.
No obstante, el dolor se había congregado frente a su puerta. No podía ignorarlo.
Tenía que hacer algo. Pero si la veían practicando la medicina, todos los doctores de Cambridge correrían a contárselo al obispo. La Iglesia no aprobaba la intervención humana en la enfermedad. Durante siglos habían sostenido que la oración y las reliquias de los santos eran los métodos que Dios proporcionaba para curar. Cualquier otra forma era considerada satánica. Más tarde se permitió realizar tratamientos fuera de los monasterios, siempre y cuando los llevaran a cabo médicos laicos -en tanto respetaran los límites impuestos-, pero a las mujeres, intrínsecamente pecadoras, les estaba forzosamente prohibido, salvo en el caso de las comadronas reconocidas como tales, e incluso ellas tenían que ser cuidadosas para que no las acusaran de brujería.
Hasta en Salerno, el más prestigioso reducto de la medicina, la Iglesia había tratado de aplicar su ley a los médicos exigiéndoles celibato. No lo había logrado, y tampoco había conseguido prohibir que las mujeres de la ciudad fueran médicos. Pero Salerno era la excepción que confirmaba la regla.
– ¿Qué haremos? -se preguntó Adelia. Margaret, la más práctica de las mujeres, lo habría sabido. «Todas las cosas tienen solución. Deja que la vieja Margaret se ocupe».
Gyltha chasqueó la lengua impaciente.
– ¿Por qué lloriqueáis? Es tan fácil como besar mi mano. Tenéis que actuar como si fuerais la ayudante del doctor, la que prepara sus pociones. Ellos dirán en inglés qué les pasa. Vos se lo diréis al doctor en esa jerigonza con que os entendéis, él os responderá en ese mismo idioma y les aconsejaréis qué hacer.
Una explicación rudimentaria, tan sencilla como eficaz. Cuando fuera necesario indicar un tratamiento sería el doctor Mansur quien, en apariencia, daría instrucciones a su ayudante.
– Muy ingenioso -admitió Adelia.
Gyltha se encogió de hombros.
– Evitará que nos molesten.
Cuando Adelia le puso al tanto de la situación, Mansur se lo tomó con calma, como era su costumbre. Sin embargo, Gyltha no estaba satisfecha con su aspecto.